Iñaki Urdangarin tiene novia, una novia como de videoclip con la que pasea de la mano por la playa o los embarcaderos como si fuera José Luis Perales con pantalones arremangados. Si Urdangarin se divorcia ahora de la infanta Cristina, se divorciará como un particular. La infanta, sin embargo, se divorciará como una monja, que ni siquiera se puede divorciar. La tragedia de la realeza es que no puede dejar de ser realeza, que es como estar casado para siempre con el Dios de letra gótica de la Constitución. Urdangarin dejó de ser familia real y duque prestado como dejó de ser jugador de balonmano o velón del museo de cera, y vuelve a ser jovenzuelo con novia de guitarra, una rubia de la catequesis. Quiero decir que Urdangarin, que ha estado en la cárcel, puede volver a ser un particular, pero la infanta, la realeza, no puede dejar de ser esa monarquía a la que pringó de corrupción un ladronzuelo de sombreros. Urdangarin se queda con la novia nueva y la monarquía se queda con la corrupción.

Con Urdangarin parece que entramos en la modernidad del matrimonio morganático, que decía y supongo que sigue diciendo Jaime Peñafiel quitándose las gafas del susto, como una institutriz con rodete. A la modernidad no nos había conducido en realidad Urdangarin, ni una realeza republicanizada por el traje de calle, ni siquiera el precedente de princesa cisne de Grace Kelly, sino Felipe González, que nos metió en Europa. Pero aún estábamos algo acomplejados, como esos emigrantes de Alfredo Landa con olor a queso y a vara verde en los dedos gordezuelos. No fue hasta el 92 que nos sentimos ya desacomplejados, desboinados, descabralizados, incluso para enseñar modernidad al resto del mundo. Parte de esa modernidad iba a ser ese amor olímpico de Urdangarin y la infanta Cristina, luego ampliada por ese amor también un poco de radiofonismo deportivo de Felipe y Letizia.

Yo creo que todo eso del matrimonio morganático, que ahora acaba en playita de currante para uno y en convento isabelino para la otra, empezó en el 92, con Curro y Cobi dados de la mano como dos garabatos de niño. No es ya que el príncipe Felipe hiciera de abanderado olímpico, como un húsar o un maestrante vestido de tenista, sino que el deporte empezaba a vislumbrarse como nueva aristocracia. A la modernidad, al éxito, íbamos más por la piragua del deporte de Barcelona que por la feria con rayos láser de la Expo de Sevilla. Tanto que, para las siguientes olimpiadas, las de Atlanta, España ya estaba preparada para ennoviar a una infanta con un señor que no trabajaba en pantaloncito corto, sino en ese nuevo negocio nacional que era el éxito, la victoria, una especie de olimpismo general, cultural y patriótico. Urdangarin era jugador de balonmano, pero parecía un jinete de la aristocracia inglesa a nuestros ojos deslumbrados ya más por el medallero que por las tiaras.

La modernidad de la monarquía no consiste en casar a la princesa con la rana, o al príncipe con la corista o reportera

Es por la España heredera del 92 que las princesas se podían enamorar de un jugador de balonmano como una patinadora se enamora de otro patinador, que los deportistas se veían como nuevos hidalgos y además para eso éramos ya más modernos que nadie. Aquello era tan moderno que salió algún obispo pidiendo pronto que, al menos, los novios hicieran un cursillo matrimonial, por desmodernizar el asunto, por entrar los curas (o curatos, que decía Umbral) con su cosa de sacro imperio. No es que hubiera llegado por fin el amor verdadero al cuento, sino que yo creo que nuestra voluntad de modernidad, esas ganas de dejar de oler a queso, nos llevaba a estas cosas, como a que todo el teatro pareciera de La Fura. Luego llegó Letizia, claro, y a Peñafiel ya se le cayeron las gafas como a un caballero prusiano el monóculo.

En realidad, Urdangarin, rubio de copla en corcel deportivo, no trajo la modernidad morganática ni igualitarizante ni nada a la monarquía española. Ni siquiera Letizia lo hizo. Es cierto que hasta la realeza notaba el picor de la modernidad, como el de un miembro que despierta, pero la modernidad de la monarquía no consiste en casar a la princesa con la rana, o al príncipe con la corista o la reportera. Consistiría más bien en que todos, republicanos también, fueran asumiendo la condición de simple funcionariado de la institución, aunque sea un funcionariado perpetuo y muy bordado. La monarquía no tiene que ser modélica, pero tampoco puede ser intocable. La monarquía debe ser pedagógica, pero no tutela la democracia en sus faldones. La monarquía debe ser responsable, pero tampoco asume una mancha de honor, un castigo generacional, la deslegitimación automática, como una excomunión, cuando les sale corrupto o avaricioso un yerno o hasta un monarca con mano o picha de oro. Pero no hemos tenido aún olimpiadas que nos enseñen eso.

La infanta Cristina, convertida un poco en monja suiza, en monja de musical donde hasta la madre superiora canta al amor, aguantó por ese amor de musical el banquillo, la desherencia, el descrédito y que la borraran de los billetes y del museo de cera. Fue decisión suya, sí, que ya hubieran querido en la Casa Real que se divorciara antes del ladronzuelo de chisteras. Pero es Urdangarin, que estuvo en la cárcel y ahora va en bicicletilla como para parecer sólo un ladrón de peras, el que puede volver a la vida normal, que hasta se ha echado una novia en el trabajo, en el bufete, una rubia a medio camino entre amor de Ally McBeal y amor de empleado del McDonald’s. 

Urdangarin pasea por la playa como un mariscador del amor, libre y hasta vulgar, con su abogada con aires de vinatera pija de mi pueblo. Mientras, la infanta Cristina sigue ahí, oculta, exiliada o repudiada, con un luto no de marido sino de deuda del marido o pecado del marido, y es la monarquía la que se siente avergonzada y la que se ve atacada. A lo mejor es simplemente el deber de la monarquía, y probablemente también su culpa. Pero que Urdangarin se quede con la rubia y la monarquía se quede con la corrupción, eso sí que es desigualdad morganática y antigualla de convento.

Iñaki Urdangarin tiene novia, una novia como de videoclip con la que pasea de la mano por la playa o los embarcaderos como si fuera José Luis Perales con pantalones arremangados. Si Urdangarin se divorcia ahora de la infanta Cristina, se divorciará como un particular. La infanta, sin embargo, se divorciará como una monja, que ni siquiera se puede divorciar. La tragedia de la realeza es que no puede dejar de ser realeza, que es como estar casado para siempre con el Dios de letra gótica de la Constitución. Urdangarin dejó de ser familia real y duque prestado como dejó de ser jugador de balonmano o velón del museo de cera, y vuelve a ser jovenzuelo con novia de guitarra, una rubia de la catequesis. Quiero decir que Urdangarin, que ha estado en la cárcel, puede volver a ser un particular, pero la infanta, la realeza, no puede dejar de ser esa monarquía a la que pringó de corrupción un ladronzuelo de sombreros. Urdangarin se queda con la novia nueva y la monarquía se queda con la corrupción.

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