Si preguntamos a alguien con menos de 50 años: ¿Quién es Ortega Lara?, lo más probable es que veamos una cara de asombro y un encogimiento de hombros. Ortega Lara no sale en La Isla de las Tentaciones, ni es un youtuber, ni tampoco un influencer. ¿Quién es ese tipo?

Sorprende, en un país tan obsesionado con la memoria, con lo que sucedió durante la Guerra Civil, se tenga tan poco aprecio al recuerdo de personas cuya vida pendió de un hilo o que fueron víctimas involuntarias de una banda que asesinó, secuestró y extorsionó durante cinco décadas a policías, guardias civiles, militares, periodistas, jueces, fiscales, y líderes políticos que no comulgaban con sus ideas.

Los que vivimos de cerca aquellos años, los que tuvimos la ocasión de seguir puntualmente la información sobre ETA, los que estábamos al pie del cañón aquel 1 de julio de 1997 nunca olvidaremos a Ortega Lara. Su aspecto abatido, casi en los huesos, su barba de meses, y esa mirada perdida de un hombre que acababa de salir del abismo y no sabía si estaba despertando de un sueño o de una pesadilla.

Ortega Lara era funcionario de prisiones en el Centro Penitenciario de Logroño. ETA le abordó cuando llegaba a su casa en Burgos y le mantuvo encerrado durante 532 días, el secuestro más largo de la historia. Los terroristas le tenían en un zulo de 3 metros por 2,5 metros, un agujero excavado en el suelo de 1,80 de altura, lleno de humedad. Durante todo ese tiempo nunca salió de allí. No tenía luz y sólo podía dar tres pasos. Allí comía, hacía sus necesidades y se lavaba en un cubo. Perdió el concepto del tiempo. Sus captores le daban de comer lo justo para mantenerle vivo: su vida era el precio que ETA se quería cobrar si el Gobierno no trasladaba al País Vasco a los presos etarras.

La Guardia Civil, un equipo dirigido por el entonces capitán Manuel Sánchez Corbí, logró liberar al funcionario en una brillante operación. Cuando un miembro del equipo bajó al zulo, oculto bajo una pesada máquina en una fábrica abandonada en Mondragón, vio acurrucado en el suelo al prisionero. Estaba tan desesperado que, sin saber si se trataba de uno de sus secuestradores, pidió que le mataran. Ya no podía más.

Sucesos como el secuestro de Ortega Lara o el asesinato de Miguel Ángel Blanco ponen en evidencia la amoralidad que supone pactar con un partido que todavía no ha condenado esas atrocidades

Unos días después de la liberación de José Antonio Ortega Lara, ETA asesinaba al concejal Miguel Ángel Blanco. Fueron dos sucesos que conmocionaron a toda la opinión pública y que provocaron el aislamiento social de la banda. Todos los partidos políticos, a excepción de Batasuna, condenaron el asesinato.

Era el principio del fin. En poco más de una semana todo el mundo comprobó de cerca la crueldad de una banda terrorista que estaba dispuesta a todo con tal de poner de rodillas al Estado. Pero el Estado no cedió. Y esa fue otra de las lecciones que aprendimos: nunca se debe ceder ante los asesinos.

Han pasado 25 años de aquel 1 de julio de 1997. Muchas cosas han cambiado. ETA ya no existe. Fue derrotada por el Estado de Derecho. Pero quedan sus rescoldos, sus herederos, que se niegan a condenar actos como el secuestro de Ortega Lara o el asesinato de Miguel Ángel Blanco.

Arnaldo Otegi, líder de EH Bildu, se ha negado de manera reiterada a condenar a ETA. Sigue pensando que su historia es como para sentirse orgulloso. Hoy los diputados y senadores de su partido juegan un papel cada vez más relevante como socios del Gobierno. No cuestiono que EH Bildu sea un partido legal, ni siquiera que sus dirigentes expongan sus opiniones en la sede de la soberanía popular, aunque algunas me parezcan nauseabundas.

Pero cuando veo al presidente del Gobierno tratar a EH Bildu como a un partido homologable a cualquier otro no puedo evitar sentir que se está traicionando la memoria de personas como Ortega Lara o Miguel Ángel Blanco. Se trata de una cuestión ética, moral.

Por eso, tal vez, a algunos tan interesados en resucitar lo que ocurrió hace 80 años no les interesa nada explicar quién es Ortega Lara. Quizás porque les de vergüenza lo que están haciendo.