Allí estaba Doñana de repente, chorreando un poco en la mesita de la comparecencia tras el Consejo de Ministros, como una toalla con palmera, como si Teresa Ribera, Isabel Rodríguez y Luis Planas acabaran de llegar de una playa de Huelva o de la propia playa de niños, suegras y cinquillo que es el Gobierno. Allí estaba Doñana en la mesa, con resol y casi con mosquitos, con algo de flor y algo de cepo, igual que un arrecife coralino, con algo de inquietud / satisfacción foodie y ecofriendly, como una sopa vegana que salva el planeta y tu Instagram. Era extraña la cosa, esos ministros de pronto como zancudas sobre Doñana, flotando o anidando en Doñana, cuando el Gobierno no se ha ocupado mucho de Doñana. Bueno, excepto cuando Sánchez va por el Palacio de las Marismillas a hacer como de fauno devoto del marisco. Pero ahora todo es Doñana, el planeta se vacía por Doñana, el mundo se quema por Doñana y Europa sangra por Doñana, un poco como Sánchez se vacía, se quema y sangra por la campaña.

Sánchez siempre va a intentar salvar el planeta, la historia o a él mismo antes que cualquier otra cosa, especialmente antes que el Estado o a sus ciudadanos. Así que allí estaba Doñana, indefenso y palpitante en la mesa de los ministros, como un cachorrito mojado recién recogido, con esa ternura, esa angustia y esa cursilería que tiene siempre la emergencia veterinaria. Sánchez no parecía preocuparse por el agua de Doñana ni por el moquillo de Doñana (el PSOE lleva años incumpliendo los planes de transferencia de agua) hasta que Juanma Moreno ha metido la pata atropellando al cachorrito. En la Moncloa, claro, no van a dejar pasar esto, que suena a argumento de película de después de comer, de niño con animalito o de indígenas contra la industria maderera. Casi suena a Avatar, que Sánchez ha llevado ya la cosa a problema planetario, como si Doñana fuera una Antártida con crecepelo. El guion augura un éxito de público, al menos de público de sobremesa con gato en el regazo o en la cabeza.

Allí estaba Doñana, pues, en la mesa de los ministros, desplegado con dramatismo, cartabones y pitiditos, como esos mapas de las pelis de submarinos. Teresa Ribera hizo un extraño introito, empezó justificando que se hubieran acordado de repente de Doñana de una manera que sonaba a que se habían acordado de una casita de árbol de la infancia, el día de su cumpleaños. La ministra dijo que “había querido actualizar y compartir con los compañeros del Consejo de ministros el estado de Doñana” y luego citó el aniversario del desastre de Aznalcóllar. Han estado esperando la efemérides, el festivo, la nostalgia, como se aprovecha una Navidad con los amigotes para volver a jugar al Spectrum. La verdad es que una campaña no necesita justificaciones, menos tan pueriles, y ya tampoco nos asustamos de que el Estado, el Gobierno, sus presupuestos, sus funcionarios, sus ministros y sus escenarios sean sólo el tanque con el que Moncloa ataca.

La verdad es que una campaña no necesita justificaciones, menos tan pueriles, y ya no nos asustamos de que el Estado, sus presupuestos, sus funcionarios, sus ministros y sus escenarios sean sólo el tanque con el que Moncloa ataca"

Me dio la impresión de que, llevada por esa nostalgia que sólo es excusa, como les ocurre a los maduritos de Spectrum, Ribera se iba incluso a un Doñana de Tartessos, o a un Doñana de la Argónida de Caballero Bonald, llena de pájaros y sombras con nombre de agua (toda la literatura de Caballero Bonald tiene nombre de agua). Incluso llegaba, diría, a un Doñana como jurásico o edénico, del que evocaba pasado, gloria, inocencia, humedad, helechos arborescentes, y del que volvía sólo con un hueso, una leyenda y una rosa del desierto, o sea con una tragedia y una esperanza. Sánchez no sólo salvará Doñana, sino que lo hará con música de John Williams. Si Sánchez puede hacer una superproducción de jugar a una petanca provocadora entre viejetes, o de ir a visitar a jóvenes en su sofá, o de invitarlos a su jardín, o de comprar un libro como un profe sexi (me doy cuenta de que la puesta en escena de Sánchez suele tirar hacia el cliché porno), qué no va a hacer con un planeta ardiendo y un flamenco crucificado como aquellos cormoranes del Prestige. 

Juanma Moreno sin duda se ha equivocado, aunque allí también están en campaña y los agricultores votan y cuentan igual o más que los que tienen perrhijos. Se ha equivocado porque tener pozos con la palabra “ilegal” pegada, y señores que quedan un poco como furtivos con capacho, no es lo mejor contra los cormoranes de petróleo, los pingüinos derritiéndose y los rebecos heráldicos de la Iberia de Félix Rodríguez de la Fuente, que aunque en Doñana no haya nada de eso al sanchismo no le importa. Se ha equivocado usando el recurso populista del ataque a Andalucía, cuando es sólo la defensa resiliente del colchón más resiliente de nuestra historia política. Se ha equivocado haciendo que sus argumentos tengan que ir con mapa, papel milimetrado y glosario, diferenciando entre acuífero, agua de superficie o agua de rosas, mientras a Sánchez le basta un puchero como a Greta Thunberg. Y sobre todo se ha equivocado esperando colaboración, diálogo y obras peritadas por parte de un Gobierno que sólo es la tanqueta de la Moncloa.

“El compromiso del Gobierno con Doñana es total”, decía Teresa Ribera a pesar de que parecía que acababa de descubrir el parque en ese momento, como si descubriera el Orinoco. Ya ha dicho la ministra que el proyecto de la Junta debe retirarse antes de dialogar nada, o sea que Moreno debe reconocer su papel de perverso maderero o ganchudo pirómano en ese paisaje de cimarrones y lagos en el que Sánchez llega en piragua. No es que en Moncloa hayan descubierto Doñana, ni que por ahí se evapora el mundo, sino que han descubierto una oportunidad. Estamos en campaña y Sánchez tiene ahora como un Bolsonaro del fresón o una Ayuso que caza focas para ponerse su piel o sus pestañas. Tampoco es que esta exageración salve o compense el desastre global sanchista, pero no hay mucho más y además esto tiene su público, como pasa con las tragedias con pastor alemán, en perro o en persona, a la hora monástica de la sobremesa.