Las formas más extremas de misoginia se despliegan en un país al borde del colapso. El envenenamiento de más de 80 niñas en varias escuelas del norte de Afganistán, aún en investigación, es otro cruel peldaño en un modelo que ya se produjo en Irán hace unos meses. Donde no hacen efecto los desincentivos basados en prohibiciones por parte de los talibanes se dan las formas más extremas de privación de derechos; el envenenamiento como mensaje que les deje claro, a ellas y a otras mujeres, que el acceso a la educación es un lujo del que, por su propia seguridad, deberían cuidarse. 

Es la última frontera de la prohibición: la extensión del miedo. 

Así pasan los días para muchas mujeres afganas. Jornadas de miedo, de clandestinidad, de incertidumbre, con la amenaza que supone levantar o haber levantado la voz por sus derechos. Para otras, los días se consumen en la búsqueda de las grietas que pueden encontrar en las restricciones de los talibanes y que les permitan trabajar en alguna excepcionalidad pragmática en ciertas áreas del país. 

Saben cómo moverse, cómo sortear las reglas de los talibanes en las zonas que, previamente a la toma del país, hace ahora casi dos años, ya controlaban. Para muchas, el día a día es un ejercicio de supervivencia, propia y de los suyos. Y para demasiadas mujeres afganas ya no hay más días. Según el último informe del relator especial para los Derechos Humanos en Afganistán, Richard Bennett, al menos 300 mujeres han sido asesinadas brutalmente desde agosto de 2021. 

Desde Kabul a Kandahar, los dos centros de poder de los talibanes en disputa, más de 30 millones de afganos malviven bajo el umbral de la pobreza, en un país que encabeza los datos de inseguridad alimentaria en forma de "alerta extrema". Según el Programa de la ONU para el Desarrollo (PNUD), desde que los talibanes tomaron el poder en agosto de 2021, la producción económica de Afganistán ha caído un 20,7%, lo que convierte al país en uno de los más pobres del mundo. ¿Cómo sería posible mantener la producción económica si se restringe la actividad del 50% de la población?  

Mientras tanto, los afganos pasan hambre. Hay al menos siete millones de niños menores de cinco años en situación de desnutrición; 28 millones de personas en el país necesitan ayuda humanitaria. 

Los organismos internacionales luchan por mantener fondos para, literalmente, no dejar a la población morir de forma descarnada. Lo hacen a menudo con pocos recursos y muchas restricciones, entre ellas la prohibición de que las mujeres trabajen en organizaciones no gubernamentales en un país en el que el 30% de la plantilla del Organismo Coordinador de Agencias para la Ayuda Afgana está formada por mujeres y donde temporalmente está suspendida la labor de las agencias internacionales.

Desde la toma del poder por los talibanes en agosto de 2021, la UE ha donado aproximadamente 1.000 millones de euros (1.600 si se suman las contribuciones de los países), incluyendo ayuda humanitaria, necesidades básicas y medios de subsistencia y apoyo. Pero es necesario un respaldo mayor. El compromiso puede parecer alto en términos puramente monetarios, pero seamos honestos: ¿cuánto dinero invirtió la UE durante más de 20 años de presencia en el país? ¿Cuánto invirtieron los países en entrenamiento militar, en la construcción del propio Estado? 

Ser consecuentes con nuestras responsabilidades, con nuestra inversión y presencia en el país supone saber estar hoy del lado de la población que sufre las peores consecuencias de una crisis humanitaria, política y de derechos de manos de una autoridad de facto conformada por terroristas. 

El 20 de marzo de este año, el Consejo aprobó sus conclusiones sobre Afganistán, la línea política que sucede a los cinco puntos de hoja de ruta marcados en 2021, justo después de la toma del país por parte de los talibanes. Poco hemos hecho desde entonces en la búsqueda de un equilibrio entre un diálogo operacional y el no reconocimiento, que es y debe seguir siendo línea roja para la UE.  El Consejo, sin embargo, constata una evidencia, transcurrido año y medio: "La institucionalización de la discriminación por motivos de género a gran escala y sistemática de las mujeres". 

Esto, como señaló el Parlamento Europeo en la resolución que tuve la oportunidad de liderar, se llama "apartheid de género". El Parlamento se convertía así en la primera institución global en reconocer una definición con implicaciones políticas y jurídicas en el ámbito de la impunidad. Nos hacíamos eco así de las demandas de la sociedad civil que piden que se reconozca la persecución específica que se sufre.

La batalla jurídica en las principales instituciones internacionales se basa en la defensa del apartheid como una categoría penal que, según algunos, debería tan sólo corresponder a los casos de opresión marcados por un grupo racial. Así se define en el artículo 7 del Estatuto de Roma, columna vertebral de la Corte Penal Internacional, el cual recoge los crímenes de lesa humanidad. 

Según algunos juristas, la persecución por motivos de género sería una vía más útil para juzgar lo que ocurre. Cientos de feministas afganas y de organizaciones de la sociedad civil, sobre todo desde el exilio, defienden la importancia del reconocimiento del apartheid de género como tal. La razón que se da para negar esta ampliación de la definición es de tipo práctico: ya existe una categoría para las mujeres. ¿Por qué tener otra? 

Debemos dar un paso adelante por las mujeres afganas. Progresar en el ámbito de la impunidad (...) Buscar las vías. Reconocer el apartheid" 

La respuesta se encuentra en la jurisprudencia de la propia Corte Penal Internacional (CPI). Por más que llevemos años repitiendo que, especialmente en los conflictos, el cuerpo de las mujeres es un arma de guerra, y que los regímenes autoritarios se ceban con ellas, apenas ha habido condenas al respecto. No hay voluntad política para luchar contra la violencia contra las mujeres, aquello que, hasta hace unos años, hasta el propio fiscal general de la CPI consideraba como "daño colateral". La ampliación del apartheid como crimen, a diferencia de la persecución de género, supone afirmar la existencia de un régimen institucionalizado de opresión y dominación sistemática de un grupo sobre otro, sumado a una voluntad e intención de mantener ese régimen.

¿No es eso lo que ocurre en Afganistán? ¿No es eso lo que, a fin de cuentas, está diciendo la UE? ¿No es eso lo que describe el Relator Especial cuando habla de discriminación sistémica que, en sus efectos acumulativos, levanta la sospecha de crímenes contra la humanidad? ¿Y si el primer avance contra la impunidad fuera, de una vez por todas, el reconocimiento?

Debemos dar un paso adelante por las mujeres afganas. Progresar en el ámbito de la impunidad y la recogida de pruebas en el país que pueda servir como base para la justicia para todas ellas. 

Buscar las vías. Reconocer el apartheid. No dejar, ni un sólo día, de hablar de ellas, de las mujeres que lo sufren.


Soraya Rodríguez es eurodiputada del Parlamento Europeo en la delegación de Ciudadanos