Jornada deportiva de domingo de calor, trasiego de cervecitas, siesta y dominó.

Tarde dominical de las de espectáculo de manual, de esas en las que el cuerpo se ahorma al sillón y van cayendo las horas ante un duelo de aquellos que parecen marcar la hora nueva de una generación y el desalojo de la anterior, con ruido y aparato de golpes, dejadas y ese desafío coral de públicos y seguidores que las redes sociales han convertido en un enorme patio de vecinos disonante, peligroso y campanudo.

Domingo de rigores y hedonismo inercial, de gazpacho, piscina, hegemonía de cuñados y procesión de ritos y lugares comunes ante la solemne gravedad y las hechuras de un desafío televisado en el que, a pesar de los latigazos, las escaramuzas y la mala baba que ahora se llama polarización, las reglas de la deportividad siguen imperando entre rivales, y la pista central no deja de ser, acaso, la sucursal y anticipo de otros retos mayores que asoman ya por el horizonte.

Es domingo y, contra todo pronóstico, Carlos se prepara para dar la sorpresa en la pista, tras unos meses en los que pese al ritmo del carrusel y los deseos de los augures, los resultados no terminan de consolidarse ni se acaba de proyectar un horizonte de certezas para el aspirante, una de cal y dos de arena.

Pica el domingo, el sol reina implacable desde su cenit y cuando peor andaba la grey, cuando más incierto era el momento y cuando buena parte de la parroquia de Carlistas (ahora felizmente convertida en entusiasta y prieta legión de conversos) andaba entre desilusionada y anémica, entre titubeante y consciente de la dificultad de salir a jugar este partido, viene Carlos, con el ímpetu del aspirante, las urgencias generacionales y sus maneras de recién llegado al Grand Slam a doblarle la mano -y hasta el brazo- a un rival experto, sutil y de grueso palmarés, en un torneo que ha dominado durante los últimos años sin rival en la plaza a la altura de su imperium.

Contaba Carlos -sí- para las quinielas, como otros que antes fueron cayendo en rondas precedentes, aunque la probabilidad de su victoria se le antojase no pocas veces a los analistas, los observadores y los expertos consultados como esa combinación imposible en los descafeinados boletos de verano, como esa hipótesis descabellada en los que el resultado improbable de la quiniela depende de un lance fortuito en los cinco minutos últimos de un -qué se yo- Palamós-Mollerusa, que termina por decantar dramáticamente el pleno al quince y por convertir en desgraciados cieneuristas a quienes ya soñaban con jaulas de oro, crustáceos al por mayor y un iPhone destellante de última generación.

Enfilamos el domingo y llega un Carlos bruñido, impetuoso, con todo el aparato de novedad, con un repertorio de guiños convencionales y una ejecutoria entre nerviosa, ingeniosa e insolente a pelear en la hierba contra un maestro de la superficie, contra un tótem de la especialidad al que precedía su fama, su oficio y el viento de cola que da el defender la copa y exhibir los laureles desde lo alto del cajón, consciente de que los partidos tantas veces se ganan antes de saltar a la cancha, pues es tal la dimensión de la obra muerta del barco y tan celebrada la trayectoria, es tan grande y aparatoso el tamaño de la esfinge, que nadie osaría disputarle al icono viviente el privilegio de seguir reinando allí donde otros - no tantos - lo hicieron antes que él.

Es domingo, culmina un torneo de altibajos y llega Carlos a la pista central en la hora señalada, consciente de que el nombre del rival, casi dieciséis años más veterano que él, le observa inscrito varias veces desde la dorada peana del trofeo, en un escenario de espejos deformantes en los que el gran maestro, que cuenta con el endoso de casi todas las casas de apuestas, explota conscientemente ante su rival la arrogancia hiriente de su entorno de allegados, incapaces de asumir la hipótesis de un desahucio prematuro del Olimpo a manos de quien hace ahora poco más de un año no constaba ni en la lista de los clasificatorios de los amateur, pues hay plazas y torneos en los que solo se juega por estirpe, cursus honorum e invitación solemne de los organizadores.

Carlitos ganando el partido y el torneo, soliviantando con esta victoria al personal, y dejando un reguero de lágrimas

Empezó el partido nervioso, algo desubicado, cometiendo errores bisoños frente a la solidez y la experiencia el adversario, que pronto pareció encarrilar convenientemente la final, con tantos comentaristas descontando la victoria del incumbente que era, también, -ay- la derrota de un retador insuficientemente preparado para ceñir la corona, y vuelva Ud. mañana.

Avanza la jornada dominical, el público ayuda a decantar el duelo y pese al revolcón de las primeras horas, el aspirante se revuelve, tira de los recursos adquiridos del corredor de fondo y de una cierta inclinación mediterránea a la épica - aquí somos todos herederos ab intestato de Ulises Ferragut-, logrando descolocar con sus golpes y su rocosa tesitura al rival y a sus apparatchiks reunidos en el palco de la Central, dándole la vuelta al calcetín de la victoria en esa capital en la que los aspirantes de las provincias de la Commonwealth se
empequeñecen ante los trajes de elegancia sartorial, el rumor de los trienios de los public servants y el brillo contenido y perenne de los collares de perlas de las señoras de toda la vida.

Declina el domingo y puesto que no hay ya entre nosotros imperio que dure cien años, y contra los oscuros pronósticos demoscópicos y la inercia de una historia contada por los vencedores, termina Carlitos ganando el partido y el torneo, soliviantando con esta victoria al personal, y dejando un reguero de lágrimas, un cementerio de fiestas no celebradas y un rosario de carreras truncadas entre los de enfrente, del que tendrán que reponerse -siempre sucede- más pronto que tarde.

Llegó a Carlos, se impuso con solvencia en una tarde de domingo de calor, abanico y horchata con fartons y se llevó la copa, el premio y el favor de las musas, que ahora deberá retener frente a otros que asediarán su palacio, aunque para esto quede aún un ciclo completo y complicado en el que honrar y disfrutar del mérito alcanzado y marcar su propio estilo de juego, sin apenas tiempo para el deleite, el despiste y la autoindulgencia.

Era domingo 28 de mayo, jornada electoral también en Valencia y llegó Carlos Mazón y derrotó a Ximo Puig en su campo, ante su público y en su torneo fetiche, aunque seguro que alguien se pone ahora a hablar de tenis, del All England Court y de todas esas metáforas y esas sensaciones que no le interesan más que a los deportistas recalcitrantes.

Esto es política y acaba de caer el punto, el set y el partido para el Molt Honorable. Tots a una veu.