Nueva York le ha dado a Sánchez ganas de comerse Broadway o de que le den un Nobel diplomático de tío siniestro, chungo y perdedor, como a Kissinger. La amnistía aquí puede parecer imposible, ilegal o inmoral, pero allá en Nueva York sólo parece aventurera, un poco hippie incluso, que yo creo que Sánchez podría hacer un musical con ella, entre Hair y Jesucristo Superstar. La amnistía aquí puede parecer una locura, una humillación como dijo Alfonso Guerra, no para los viejales sino para la democracia, pero en Nueva York Sánchez puede salir a anunciarla haciendo el numerito de las manos de jazz y de la chistera temblona, como el que anuncia la gran escalinata final giratoria y emplumada. Todo es posible en Nueva York para una sonrisa bonita y unas piernas largas, o para un tipo sin escrúpulos, y Sánchez es todo eso a la vez.

Primero Manhattan, luego Madrid, y quién sabe si Estocolmo, que a Kissinger le dieron el Nobel por alcanzar la paz en una guerra que él hizo criminal y que además tenía perdida. Nobel, por cierto, compartido con un miembro del politburó norvietnamita, sin duda otro hombre de paz. Pero así se hacen nuestros hombres de paz, que se lo cuenten a Otegi. En Nueva York, luna de los catetos y limbo de los aspirantes, bar triste de Billy Joel y putiferio de la diplomacia, limusina meada y capital del mundo, culo y boca del dinero y ventanal de románticos, algunos se creen que hacen historia, otros se creen que hacen arte, y otros se creen que inventan la paz y la democracia por hablar ante los traficantes de postales e intereses de la ONU, que en realidad aquello es una platea llena de pistolones. 

Lo de dar la amnistía por hecha precisamente en Nueva York parece que es una manera de que Sánchez nos diga que él andaba por allí, por donde la historia limpia sus cristaleras y por donde la mentira hace su arte, y eso lo iluminó o lo inspiró como para algo de Woody Allen. Hubiera tenido más sentido anunciarlo en Lledoners, que a lo mejor tendría que terminar convertida en museo, como Alcatraz. O en el Supremo, a la vez que presentaba la orden de demolición del Poder Judicial montado en un gran bolón de chulería y sensualidad, como Miley Cyrus. O en Barbate, un poner, para explicar cómo la factura de la paz entre los pueblos es la misma factura que la de los privilegios de los ricos. Pero Nueva York, lleno de héroes canallas y de maestros de ceremonias con telarañas, de pisadas en las sombras y ataúdes verticales, de gloria con botines y gloria con sopa de tomate, es el mejor lugar para hacer estrellas miserables, soñadores asesinos y mentirosos melodiosos.

Sánchez aún no pronuncia la palabra “amnistía”, que sigue pensando el eufemismo como el que se piensa muy bien el vestuario, pero ha dicho que será “coherente” con lo que ya ha venido haciendo para restaurar la “convivencia” en Cataluña. Hay a quien le extraña que Sánchez hable de coherencia, él, que votó el 155 con cojera de estadista; él, que prometió traer a Puigdemont a la Justicia, poniendo incluso cara de sheriff con zarzaparrilla en aquel debate; él, que dijo que la amnistía es y será imposible. Pero la verdad es que no hay nadie más coherente que Sánchez, que siempre hace lo que le conviene, con gracioso olvido y floreado sofismo. Siempre quedará esa pureza de Sánchez a pesar de sus mentiras, como esa pureza de Nueva York a pesar de toda la mierda del dinero, de toda la mierda de su luz de luna, de toda la mierda de su nieve, de toda la mierda de su belleza y de toda la mierda del Hudson.

Sánchez traía una amnistía como el artístico suicidio de la democracia, que la democracia se puede suicidar así también, tirándose por sus leyes como el poeta por sus versos o el músico por el retrete

En Nueva York, donde los poetas se matan desde los versos como desde los rascacielos y los músicos tocan el saxofón como un pulmón sacado por la boca, Pedro Sánchez traía una amnistía como el artístico suicidio de la democracia, que la democracia se puede suicidar así también, tirándose por sus leyes como el poeta por sus versos o el músico por el retrete. La convivencia que proclama Sánchez no es convivencia, igual que la paz injusta no es paz. Cuando se les da la razón a los que derogaron la legalidad y partieron Cataluña en dos, no se alcanza la convivencia sino una cruel derrota. Lo que apaciguó al independentismo no fueron los indultos, ni va a ser esta amnistía, que eso sólo los empuja a pedir más, con una ambición también como neoyorquina, y a oprimir más a la otra Cataluña que siguen negando. Lo que apaciguó al independentismo fue el 155, que pasó como un tanque de papel aplastando toda esa numerosa revolución suya que no cuenta siquiera con un solo valiente. Eso y la cárcel, en la que nadie se quiso quedar para ser mártir de humedad ni héroe emparedado.

Antes, el independentismo bravuconeaba con volverlo a hacer, pero ahora ya sabe que puede volver a hacerlo. Y esto no es un seguro de paz, sino al contrario, la promesa de la guerra definitiva. Pero en Nueva York Sánchez aún se ha visto más ciego de ambición y más alto que las escalinatas y los zepelines. La frase o estribillo del día de Sánchez, “una crisis política nunca tuvo que derivar en una acción judicial”, suena como si la democracia se viniera abajo igual que el puente de Brooklyn. Si las crisis políticas terminan en acción judicial es porque devienen en delitos, y eso, que algo que hace o promueve un político sea delito o no, no lo pueden decidir ni los políticos delincuentes ni los que dependen de los votos de los políticos delincuentes.

Con el fin de la democracia, Sánchez haría sin duda un musical de sonrisas y lágrimas o del rock de la cárcel. Ya ensaya moviendo sus manos enguantadas de jazz o su cola enguantada de gato de Cats, ya hace temblar su chistera hipnótica o sus monedas de cabaret de Cabaret, y ya ve delante las luces miopes y agónicas de la gloria, no sabemos si de Broadway o del dorado numismático y diplomático del que hizo una guerra llamándola paz o llegó a la paz perdiendo sangrientamente la guerra. Aunque yo creo que sólo nosotros lo vemos como artista, como bailarín, como malvado o como cínico. Él sólo se ve como superviviente, que es algo todavía más peliculero y americano que la rubia ambiciosa, el triunfador con crimen o el miserable con suerte.