Ni siquiera con los tamborazos y banderazos del día de la Hispanidad, día de la Fiesta Nacional o del odio nacional, nos hubiéramos imaginado que el Imperio Español había llegado hasta Tiberio para crucificar a Jesucristo. Pero eso es lo que ha dicho Nicolás Maduro, con tantas ganas de sacar el imperio como esa gente que sólo tiene ganas de sacarte su radiografía de la cadera, como si fuera una foto junto a la Torre de Pisa.

Aun obviando los anacronismos, la verdad es que uno puede montarse en la historia igual que en una alfombra mágica e ir donde quiera, que yo creo que por eso hay tanto historiador de su sangre, de su tribu, de su campanario o de sus desgracias, porque es una manera de hacer turismo por la gloria o por la absolución igual que por Toledo o por Benidorm. No había Imperio Español, pero podría haber habido un legionario de Augusta Emerita, un poner, allí en el Gólgota, al lado mismo de Longinos, poniendo el germen de crueldad y adobo españoles en la vinagreta con la que impregnaban las heridas de Jesús. Jesús, además, era indígena y palestino (lo de judío lo disimulamos), así que ya tenemos montado el cristo imperialista o antimperialista.

La historia te lleva a cualquier parte, con su galeón de fantasía y su memoria selectiva como la de las borracheras o la del amor. Te lleva donde quieras para que encuentres el orgullo de Lepanto en la marinería de tu cafelito con leche, o una gloria que abarca dos hemisferios en la fuente de tu aldea, o el enemigo causante de todas tus desgracias en un cuadro de señores con peinado de tazón y vestido de sota, que Colón lo que parece al final es una sota. En la historia puede uno encontrar orgullo, consuelo, perdón y excusa para casi todo, de ahí que sea usada por los políticos como la Biblia por los clérigos (hay ciertos políticos que son más bien clérigos de la nación, y andan a cristazos con los adversarios y hasta con los votantes). El imperio de Maduro es igual que el Demonio con caldero del cura, que no es tanto adversario como cómplice en su plan santo para hacerse con las señoronas de la primera fila o con el mundo entero.

El imperio de Maduro, que es desmontable y trasladable como una maqueta de tren, en realidad es el mismo imperio de Puigdemont, de Junqueras, de Otegi y hasta de Yolanda Díaz. O sea una mezcla de Hernán Cortes con morrión o coquilla, Franco con fajín de obispo, Agustina de Aragón lavándose los sobacos, Juan Carlos I metiendo el peluco gordo de oro en el centollo gordo, señor de Atapuerca recién amanecido, guardia civil montado en el toro de Osborne, legionario con cabra y grifa, pepero con pulserita, rico con riñonera y hasta sionismo toledano (los antifascistas antisemitas, como los curas rojos, son de las más curiosas contradicciones que nos dejan la religión de la historia o la religión de la ideología). Claro que el imperio puede llegar hasta Cristo y vestirlo de torero, como puede llegar hasta Barcelona y vestirlo de Piolín, como puede llegar hasta Caracas y vestirlo de opositor, o como puede poner al Guerrero del Antifaz a luchar contra el Zorro, que la historia manejada por sus popes y profetas es como el cubo de los juguetes manejado por el niño durante la merienda.

Encasquetarle al personal, de generación en generación, los pecados y tronos de sus antepasados, como en el Deuteronomio, no es más que superstición, crueldad y conveniencia

Aquí seguimos celebrando el día de la Hispanidad, o el día de la Fiesta Nacional, o el día del odio nacional, con vergüenza o con soldaditos, quizá porque también tenemos la historia como adorno, como superstición o como garrote, en vez de tenerla como enseñanza, que es como sirve. Sacamos el imperio de las vitrinas como una vajilla en una mañana de criadas y soldados, o como un pistolón de exposición, convertido ya un poco en violín y un poco en simple mechero de viejo. Hay quien sólo tiene el imperio para sacar a las visitas, como la pastita rancia que queda de la gloria o de la herencia, y aquí entran tanto los de la gloria numismática como el que aún tiene cuentas y venganzas pendientes con ese imperio, como si las tuviera con el mercader de Venecia. En realidad de lo que hay que darse cuenta es de que no hay imperio, ni siquiera patrimonio de ese imperio, salvo unos cuantos collares de monedas, unos cuantos cuadros ardiendo de alegorías, unos cuantos libros anidados por hormigas tipográficas, unos cuantos edificios encallados en arena y bastantes enseñanzas que nos empeñamos en olvidar.

La historia, o al menos esa historia morrocotuda e imperativa, que se hace presente eternamente en los pueblos, en sus culpas y en sus dotes, sólo es una cosa primitiva o germanoide. Encasquetarle al personal, de generación en generación, los pecados y tronos de sus antepasados, como en el Deuteronomio, no es más que superstición, crueldad y conveniencia. Por supuesto, Maduro, Obrador, Puigdemont o Sánchez tienen más responsabilidad en lo que pasa en su tierra medio arrasada que ningún imperio con sables, con ánforas o con cruces de piedra que haya pasado antes.

No hay ya imperios a jirones, ni levantándose del sarcófago, que sacar a pasear ni a maldecir, ni siquiera el día de la Fiesta Nacional o del odio nacional. El supersticioso tiene la historia y el civilizado tiene la ley, que puede tener ceremonia pero no culto. Es curioso, porque esta entente de progreso que dicen formar ahora la izquierda y los nacionalismos no dejan de demostrar una visión estamental, cerrada, sanguínea, linajuda y hasta judeocristiana del mundo, sus cosas, sus penas, sus premios y sus castigos. A ellos sí que les falta poco para ser absolutismos de monarca de escrófula, imperios de la raza que duren mil años, reinos en la tierra de algún cristo indígena y palestino alanceado por un español facha con cuchillo jamonero del siglo I.