Nos reímos poco. Decía Oscar Wilde, un tipo al que la capacidad de reírse y abdicar de casi todo terminó volviéndolo contra sus contemporáneos, que la seriedad es el pecado original del mundo, y creo que tenía razón.

Hay reuniones y encuentros muy solemnes, en los que la gravedad de los temas a tratar, la tenebrosidad o la escala ciclópea de sala que las acoge y hasta el semblante tenso y los atavíos de los celebrantes -el implacable tribunal de corbatas y ternos oscuros- animan a contenerse verbalmente, a recoger velas, a buscar un tono y actitud que no desentonarían en un sepelio calvinista o en un lanzamiento y desahucio.

La política, el trabajo, la reunión urgente con los tutores del hijo en el colegio, la asamblea del club de zumba en la que se anuncia un reguero de sangre por inexplicables descuadres de caja, el encuentro con cita previa del autónomo en la Agencia Tributaria en el que los módulos aplicados se encuentran bajo el peligroso escrutinio gubernamental y hasta la presentación, un martes, en una librería de Jaén, del primer volumen de las memorias del enviado especial del Diario Pueblo a Timor Oriental en los 70 en las que promete, ahora sí, ajustar cuentas con sus pares, responden a este esquema estructural de gravitas, a la compostura de un cónclave tridentino al que uno acude con un nudo en el alma, una incomodidad en la ropa y un resonar de ecos en el pecho incompatibles con la broma, la salsa y el arte menor del chiste y la humorada.

Si llevamos la sombría casuística de estos encuentros a un ambiente internacional, -valga el ejemplo de una reunión institucional en Bruselas o los prolegómenos de un congreso universitario de expertos en la política de fletes de la Hansa-, la falla cultural, el abismo civilizatorio entre los participantes y la lengua franca a la que nos abandonamos como forma de transición cortés entre interlocutores, hacen inviable y hasta muy inconveniente el recurso a la agudeza y al salero, desaconsejando la opción por el guiño cómplice e improvisado, por ser incompatibles con la pesadez de las alfombras y los trampantojos de la embajada, como bien nos enseñó Virginia Woolf al afirmar que el humor es el primero de los regalos en perecer en una lengua extranjera.

El ingenio fino, la risa subversiva cuando no se la espera, la ironía a tiempo sin caer en la bufonada, y ciertas dosis oportunas de mala leche entera con toda sus grasas y Omega-3 fueron siempre síntoma de inteligencia, dignidad y hasta de salud mental, aunque ahora haya que tentarse la ropa cada vez que uno se abandona, fuera de esa Suiza neutral que es el hogar, a ciertas inercias humorísticas incompatibles con este estado de excepción colectivo al que no escapa ya ni la charla con el peluquero.

Reconozco, -y tal vez sea una debilidad de aquellas que no convendría revelar en una entrevista de trabajo-  no aguantar más de 5 minutos en una de estas tesituras solemnes sin sufrir un desasosiego natural, una pulsión casi defensiva que me lleva a buscar una mirada chispeante en una mesa, la complicidad gregaria de aquellos que como yo no dudarían en huir temporalmente hacia la broma o en recurrir – no siempre acompañan las musas- a los mecanismos desactivadores de la ceremonia y el protocolo severo que nos regala la ironía, al salvoconducto que nos proporciona una ocurrencia formulada a tiempo con la que provocar cierta incomodidad y sorpresa entre los interlocutores, un estudiado movimiento envolvente que se torna en un éxito de campaña cuando al fin estalla la risa, cuando se desboca el borbotón sonoro de una carcajada de alivio y ya todo parece relajarse y fluir de otra manera.

La broma es una cosa muy seria, y su capacidad de impactar reside, no pocas veces, en la sorpresa. Por eso el humor parece hoy algo sedicioso, heteropatriarcal, oligopolista y hasta pre-fabricado, como de taza de Mr. Wonderful. Hay gente muy enfadada -motivos tendrán- a la que no les abandona la mueca de contrición ni aun tomando una caña, pues no tienen la cosa para farolillos. Aquel lamento en las Cortes republicanas del diputado Ángel Ossorio y Gallardo sobre las enormes desgracias que azotaban a la patria y su teatral afirmación ¿Y qué será de nuestros hijos?", que fue respondida desde el hemiciclo con un "al suyo le hemos hecho subsecretario", serían hoy, creo, incompatibles con el nivel intelectual y hasta el rigor de la facción y la ortodoxia enojada de nuestro Parlamento y nuestra vida pública, repletos -con excepciones- de jacobinos malencarados.

Aunque los debates en la esfera pública hayan perdido toda profundidad y la espontaneidad, la ironía y la imprevisibilidad penalicen -parece- el tempo y la proyección del mensaje enlatado de nuestros líderes, la puesta en escena de la política, la empresa, el fútbol o la religión siguen cayendo, indefectiblemente, en la gravedad y el disgusto, que es algo que funciona muy bien entre la turba balcánica que puebla las sedes de los partidos, los consejos de administración y hasta los círculos asamblearios más libertarios, en los que la guasa es ya síntoma de peligrosa desviación de la ortodoxia que imponen los censores y baldón de inadaptados a los que poner a parir y hasta cancelar.

Preterido el Emérito – monarca campechano y divertido-, demudados el genio de Rajoy, el ingenio punzante de Rubalcaba y las invectivas implacables de Alfonso Guerra, y reinando entre nosotros esta generación líquida de nuevos curas y monjas laicos y vigilantes, se nos está quedando un paisito cada vez más aburrido, más atlántico y calvinista, para tristeza de nuestras arraigadas costumbres mediterráneas en las que la risa, ese estado simpático del alma que anticipaba la jarana en la que darnos un abrazo fraternal con nuestros enemigos íntimos ocupaba un lugar preponderante, aunque a esta realidad oscura tal vez esté ayudando el precio actual del aceite de oliva o el arrogante imperio de los desayunos con chía y tostadas de aguacate en las cafeterías de las esquinas .

Cuando pasado mañana todo sea rigor y aparato, cuando prevalezca esa casta ceremoniosa y grave de profesionales, el cuerpo de agentes y funcionarios rectilíneos, los custodios feroces del método y las esencias; cuando se enseñoreen los censores, las caras largas y sólo oigamos entre nosotros a los heraldos del fin del mundo; cuando la gracia se malbarate en la artificiosidad previsible de los monólogos de los humoristas y la ironía se ahogue entre la literalidad, los textos a demanda del chat GPT, los procedimientos tasados y la formalidad de los códigos y la nueva etiqueta pública, ¿quién nos salvará?: Contra todo pronóstico, la risa.