La importancia de la reciente cumbre China-UE radica, en primer lugar, en su contexto, marcado por esos cuatro años de ausencia de un encuentro cara a cara, pero también por los 20 años del establecimiento de la alianza estratégica integral. En segundo lugar, por la expectativa de la apertura o no de un nuevo ciclo de signo positivo que ambas partes necesitarían trabajar con propuestas bidireccionales.

Lo que nos queda de la cumbre, una vez más, es el inventario de preocupaciones y está por ver que ello suponga una reafirmación de aquella alianza estratégica integral que, en esencia, traza un marco de diálogo para el tratamiento de las discrepancias evitando desbordamientos que, a priori, a nadie interesarían. En gran medida, ese marco se ha erigido como un ejemplo de cómo gestionar las diferencias.

China y la UE suman un importante capital de cooperación construido a lo largo de los años. Definido por el pragmatismo y el diálogo institucionalizado, abarca numerosos ámbitos. China ha venido apostando por la UE como una de sus prioridades en la política exterior tal como se recoge en sus documentos políticos de 2003 y 2014.

La coherencia de Pekín encuentra en la UE algunos altibajos previsibles en función de sus dinámicas internas pero que podrían crecer a futuro, especialmente ante las expectativas de ascenso del variopinto cúmulo de derechas extremas que proliferan en numerosos países comunitarios. La decisión de Roma de abandonar la Iniciativa de la Franja y la Ruta puede quedarse en una anécdota o, por el contrario, dar pistas sobre la tendencia principal a futuro. Por eso, la tesitura que afrontan ambas partes consiste en decidir si avanzar o deconstruir.

No deberían los países europeos depender en su definición estratégica de quién gobierne en la Casa Blanca o de qué necesidades inspiren su política

La importancia de la relación bilateral es obvia. No solo por el volumen del intercambio comercial, que ronda los 900.000 millones de euros (con un déficit para la UE de 396.000 millones en 2022), sino, sobre todo, por el potencial de la cooperación sumada de ambas partes para afrontar los desafíos globales. La citada cifra advierte de la complementariedad de ambas economías, pero también la necesidad de profundizar el diálogo para corregir un desequilibrio tan significativo que aumenta de forma imparable.

La débil y fluctuante autonomía estratégica de la UE afecta al tono de la relación. A Bruselas le cuesta reducir la influencia atlántica en su política hacia China. Esto no es novedad. A medida que la tensión geopolítica sino-estadounidense aumente, el debate se acentuará en la UE. Si en la cima de la agenda situamos las discrepancias, las posibilidades de entendimiento se reducirán. El europeísmo apuesta por una relación con China que contribuya a estabilizar la UE; el atlantismo supedita esa urgencia a la necesidad de EEUU de contener la emergencia china en nombre de la hegemonía de los valores occidentales. No deberían los países europeos depender en su definición estratégica de quién gobierne en la Casa Blanca o de qué necesidades inspiren su política.

Vivimos un cambio de era definido por una creciente complejidad. El proceso de acomodación de intereses, de conformar y casar agendas, de hacer confluir los marcos normativos en cuanto sea posible, exige diálogo y políticas constructivas. Si a la complementariedad unimos la voluntad de cooperar para afrontar las grandes cuestiones de nuestra época se puede lograr un impulso positivo que beneficie no solo a ambas partes sino al conjunto de la comunidad internacional. Obstaculizar esa orientación no beneficiará a China pero tampoco a la UE. Se necesitan gestos de alcance de ambas partes que permitan afirmar y desarrollar una percepción correcta de los vínculos bilaterales. 


Xulio Ríos es asesor emérito del Observatorio de la Política China