Ahí tenía Puigdemont a Sánchez, en el Parlamento Europeo, en el Estrasburgo entrerrománico y entregermánico, no defendiendo su presidencia cosmética ni su gestión salvadora ni su muro contra la ultraderecha, sino defendiéndolo a él. Ya he dicho que lo que quiere Puigdemont es llevar y traer mucho a Sánchez por Europa, en paseos humillantes y casi naturalistas, como a un hombre elefante sumiso, elegante y ridículo con su trajecito de sastre entre groseras protuberancias iliberales. Sánchez ya no va a Europa como faro de la socialdemocracia ni como torero de tablao, sino que es Puigdemont el que lo lleva, a Bruselas, a Ginebra o a Estrasburgo, no para humillarlo a él sino para humillar a España. A veces creo que Puigdemont no quiere tanto la independencia ni la pela como la venganza, esa venganza de preso con máscara de hierro, con greña y locura de torreón. Ahí tenía Puigdemont a Sánchez, o a España, que ya fuera por mera ambición personal del presidente o por darle sinceramente la razón al nacionalismo totalitario de los indepes, sólo podía quedar como un régimen bananero o como un sultanato con bola de discoteca. Goce asegurado para Puigdemont.

Europa mira a Sánchez y ya lo empieza a ver en chándal con colores de guacamayo, o como mero guacamayo llevado por Puigdemont, que es lo que más divierte al mesías con aureola de mocho, llevar al presidente de España por ahí a golpe de alpiste, galletitas y silbato. A Sánchez parece que le da lo mismo, que todo le da lo mismo mientras tenga preparado cada mañana un galán de noche con traje fosforito y una pasarela para hacer su paso de gato (catwalk, se dice tan apropiadamente en el mundo de la moda). Yo creo que Sánchez, que sólo sale de la Moncloa por túneles, aún cree que va al Parlamento Europeo como a El Hormiguero, o sea a salir del agujero como otra hormiga, soltar un guiño, una risotada y alguna referencia ferruginosa a la derechaza y al franquismo, y volver por sus galerías al colchón de Lorenzo Lamas, rey de las camas, donde cada noche le vuelve a crecer una hermosa y tropical flor en el culo. Pero en Europa no se entienden tan bien los chistes que terminan en “te la hinco” ni las referencias forofistas que aquí lo hacen olvidar y perdonar todo.

Puigdemont se tiene que estar divirtiendo mucho con esto, viendo a Sánchez hacer el cateto por Europa

Sánchez, que después de escribir el segundo libro que no escribe se siente algo así como renacentista, se fue al Parlamento Europeo a despedirse pomposamente, aunque ya digo que su presidencia fue cosmética, que se la ha pasado de viaje de ventas como una señorita de Avon. Pero en Europa no preocupa tanto un salvador del mundo que salva igual que El Zorro, bailando con clavel en la boca, sino el desmantelamiento del Estado de derecho en España. Aun así, Sánchez, que vive en un búnker con espejito y mancuernas, salió de allí como sale de todo, como salió de la presentación de su libro (todo es la misma neblina para él, esa neblina de gasa, pomadas, aplausos, candilejas y escalinatas, como de Saritísima o Norma Desmond de la Moncloa). O sea que salió bailoteando, dándole la espalda y dejando con la palabra en la boca a un Manfred Weber al que creía haber tumbado con el comodín nazi. Pero Weber no necesitaba referencias a rotondas ni a pajarracos, le bastaba con una sola frase para desmontar a Sánchez: “En Alemania los demócratas se reúnen y encuentran un consenso entre izquierda y derecha. Él hace lo contrario”.

A mí me parece que Puigdemont se tiene que estar divirtiendo mucho con esto, viendo a Sánchez hacer el cateto por Europa con su derechona y su dóberman, como si fuera con botijo, y viendo a Europa volver a tratar con paternalismo, preocupación e interés folclórico a una España que es otra vez lorquiana y goyesca, con sus cortijos de sangre, sus garrotes y sus caenas. Para cuando Puigdemont se dignó, por fin, a dedicarle la humillación directa y morbosa, la amenaza con dedito blando acerca de las consecuencias de ser un chico desobediente, de Sánchez sólo quedaba una especie de cartel de toros o un cenicerito de Torremolinos. Pero a él le da igual.

A Sánchez lo humillan en Europa y lo humillan en el Congreso, donde Míriam Nogueras leyó los nombres de los jueces y periodistas a empapelar con tono nasal y neutro, como cuando llaman a alguien a la caja del supermercado. Tomaría nota Bolaños, con su cosa de cartero de los Reyes Magos, de elfo de Santa Claus o de ayudante de camisería. Yo creo que aún el independentismo no sabe cómo manejar la guasa, el descojone, el despiporre o la cama redonda que le proporciona Sánchez. Tiene que ser sublime ver que, antes incluso de conseguir tu republiqueta loca, eres capaz de convertir el Estado enemigo en esa republiqueta loca, ese lugar donde los políticos juzgan “democráticamente” a los jueces y a los periodistas, la verdad y la pureza. Yo creo que empezaron con la guasa pero ahora están usando España como experimento, a ver si es posible de verdad implantar en esta Europa un régimen autocrático basado en la chulería, la mentira y la omertá, que es lo que llevan intentando ellos toda la vida. Ahí tiene Puigdemont a Sánchez, dando saltitos por la Europa que nos vuelve a ver como bandoleros o toreros con irresistible pulsión por la muerte o por el oro; ahí tiene Puigdemont a Sánchez, en una Moncloa montada como un pisito de querida, con el presidente recreándose en el brillo de sus perlas y sus medias de cristal a la espera del siguiente telefonazo en la bañera. Iba a decir que Puigdemont está disfrutando más allá de todas sus fantasías humillando a Sánchez, pero es imposible humillar a Sánchez, ni en Europa ni en Madrid, mientras tenga vestidor y sombrereras. Lo que sí está haciendo Puigdemont es humillar a España. Mucho más satisfactorio que la simple y administrativa independencia sería ver España destruida, hundida como en el Caribe del bananerismo, después de haberle financiado la republiqueta, la venganza y el cachondeo. Sánchez y Puigdemont, lo que son las cosas, ni se saludaron. No es sólo que Sánchez sea incapaz de llevar la valentía a la altura de la vanidad, que ya lo sabemos, sino que lleva la discreción a la altura del pecado o de la traición.