Los de Podemos, por hacer algo, ya tienen que ir haciendo escenitas de balcón con Sumar. Escenitas de balcón inversas, no con juramentos de luna y babas de luna, sino esas otras en las que vuelan por el balcón los agravios y las maletas del desamor, siempre con una manga de camisa fuera, como respondiendo sin mucha convicción al corte de manga que te pone de patitas en la calle. Podemos abandonó el grupo parlamentario de Sumar, pero aún no quería dejar su despachito, que era como abandonar el cuarto del amor, con el olor del amor o la comodidad del amor. No podían irse sin más, con un cactus y una guitarra en la mano, ellos que casi habían llegado a asaltar el cielo (llegaron al cielo en realidad, pero les pareció un aburrimiento, un cortapunto, y se fueron otra vez a hacer guiñoles por la calle y radio pirata por los garajes). Los de Podemos tenían que irse con una guerra, claro, y han terminado denunciando a los de Yolanda como por tirarles por el balcón los calzoncillos de la suerte y los elepés de ska del Discoplay.

En el amor y en la política es difícil terminar bien, y Podemos parece que no sabe terminar sin una venganza o al menos un patatús pasivo-agresivo que despierte a todos los vecinos y les haga salir en el telediario como esa gente de la España negra que se encierra con escopeta en la finca. De las dependencias de Sumar tenían que salir, era lógico y estaban avisados, pero eso quizá les recordó no a una escena de matrimonio roto sino a una escena de resistencia loca. El despachito no era el melancólico nido del amor pasado, todavía con calor y pesetones del amor, ese amor por el que aún se lucha, como lucha Podemos por ser la pureza y la identidad de la izquierda. Ni siquiera era un nido sin más, ese nido donde habían recalado después de ser desplumados, que al fin y al cabo ya tienen ellos sitio en los palomares del streaming (a Pablo Iglesias ese zureo le sigue pareciendo más importante, más entretenido y desde luego más lucrativo que gobernar). No, ese despachito era una trinchera, y para montar una guerra la mayoría de las veces sólo hace falta la trinchera, aunque esté hecha con colchonetas de remolón y camisetas de dormir de Naranjito.

En el despachito, en la trinchera ratonera con parapeto de calcetines gordos y metralleta de grapadora, Podemos decidió aguantar y montar la guerra, que ellos no son nada sin una guerra, aunque sea una guerra de cojines o una guerra en esas frecuencias de la TDT donde sólo llegan fraudes de videntes o fraudes de relojes. Sabían que llegaría Yolanda, haciendo limpieza del amor o del interés con aljofifa, como hay que hacer a veces, y les iba a poner en la puerta las cosas o toda la vida, como a esos americanos a los que despiden en las películas y nos sorprende que les quepa toda la vida en una caja y además la mitad sea una absurda planta. Ese Podemos expulsado, maltratado, exiliado al pasillo o a otro piso con sus banderas deshilachadas, con sus cuatro diputados como cuatro churumbeles en carretón, supervivientes y tiznados, es pura estampa de guerra o pura munición de guerra. Donde la mayoría ve mal divorcio y malas pulgas, ellos ven martirio, heroísmo y rearme.

Podemos ya hace escenitas de balcón o escenitas en el balcón, por tener una escena al menos, y hasta la remata acudiendo a la policía

Los de Podemos ya tienen para una guerra o para un evangelio con huida y pesebre, ese pesebre de la quinta planta del Congreso donde les han mandado a rumiar bajo las estrellas y a dar testimonio de fe. En realidad es mucho más de lo que tendrían en Sumar, que sería nada, o sea una caja nueva de lápices, un despachito sin guerra y una izquierda sin discordia. Sumar estaba pensado para reunir o para disolver toda la izquierda en los perjúmenes de Yolanda, pero Podemos no está pensando en la izquierda sino en tener todavía una historia, una misión, un mesías que sangre de tenebrismo en la quinta planta del Congreso o que se aparezca en los palomares de su emisora, que yo la imagino como un palomar en la Gran Vía, como aquello donde estuvieron o están Los Cuarenta Principales.

Podemos ya hace escenitas de balcón o escenitas en el balcón, por tener una escena al menos, y hasta la remata acudiendo a la policía, como un cristo que llama él mismo a la banda de música acorazada, que son más publicidad que escolta. La lucha no es por los despachitos ni por la pureza de la izquierda, sino por la supervivencia, o al menos la supervivencia del mesías que vive de vender reliquias del pasado y astillas de su cuerpo de palo. Y para eso la gente tiene que verlos, tiene que oírlos y tiene que distinguirlos, aunque sea encadenados a un ficus en un despacho o a una de esas mesas como de comandante de marina que tienen los ujieres por los pasillos del Congreso. Ellos, además, no pueden admitir que se van por aburrimiento o por interés, como Iglesias, ni por el desamor de los socios o los votantes, como ahora. Sin la guerra, sin el enemigo que los convoca o los vence, tendrían que hacer política, y es lo único que han demostrado que no saben hacer.

Puede parecer lastimoso que Podemos haya pasado de la revolución balconera a la guerra balconera de macetas y menaje, verlos usar escándalos, gritos, sartenazos y soponcios esperando que los vecinos se asomen como a una opereta o a una demolición. Y todo para irse al final con la lagrimita de trapo o el trapo de lágrimas, la maleta destripada y el nubarrón del destino y la injusticia que les llueve siempre encima, como una comparsa del Carnaval de Cádiz. Yo creo que Podemos hace lo de siempre, ahora en el balcón del bloque como antes en las plazas del 15-M o en el mismo Gobierno. Podemos hace lo de siempre, aunque cada vez con menos recursos, menos convicción y menos futuro.