RTVE lleva hundida o enterrada media vida, ahí entre serrín, nostalgias de pan con chocolate y música de acordeón, como el barco de Chanquete o el circo de Fofó. O sea que cuando se nos muere lo hace exactamente como siempre, como se nos mueren siempre Chanquete y Fofó. RTVE no sólo se muere porque muere el formato secuencial y se mueren de viejos los niños de los payasos de la tele, sino que se muere como todo lo artificial o artificioso alimentado desde lo público. Los medios públicos son un extraño artefacto que pretende vendernos al tertuliano de la cuerda como si fuera un traumatólogo, y despistarnos para que no nos demos cuenta de que un tertuliano no será nunca un traumatólogo. La propaganda no es un servicio público, sino una usurpación de lo público, y todos esos directores y conductores de informativos y de debates que se mueven en el Ente como investidos de una dignidad de magistratura son sólo publicistas pagados con nuestros impuestos. Todo lo demás alrededor de la radiotelevisión pública son melancolías del Tenorio, de Balbín o del señor Chinarro.

Elena Sánchez, presidenta cesada y seguramente muy cesable, lo que parece es otra azafata de gafa redonda y calculadora caligráfica que ha pasado por el cartonaje de la televisión pública, y eso uno no lo considera ni crisis ni nada. Es más parecido a ese actor de culebrón sustituido por otro tras un horrible accidente con rápida cirugía estética y lento desvendamiento egipcio. Y es que después de la novedad, de la carta de ajuste, de los coros y danzas y de Massiel vestida de margarita criptofranquista, ya hemos visto muchos jefes, muchos gobiernos y muchos popes orondos de la verdad, la imparcialidad y la objetividad, como curas de la Santísima Trinidad. Y lo que hemos aprendido es que RTVE, esté quien esté delante y esté quien esté detrás, es un instrumento de propaganda del gobierno de turno. Y que, además, pretende presentarse como una especie de escuela pública, con misión y entrega pedagógicas, como ocurre siempre con los corruptores de la verdad o de la inocencia.

Se va Elena Sánchez como un personaje de Barrio Sésamo, como se va una gallina inverosímil por un erizo inverosímil. Y además nos enteramos de que lo que quiere el Gobierno de Pedro Sánchez, que es como el Pichi que guarda muy celosamente lo suyo, es poner de jefa de RTVA a Irene Lozano

Se va Elena Sánchez como un personaje de Barrio Sésamo, como se va una gallina inverosímil por un erizo inverosímil. Y además nos enteramos de que lo que quiere el Gobierno de Pedro Sánchez, que es como el Pichi que guarda muy celosamente lo suyo, es poner de jefa de RTVA a Irene Lozano, la que le escribe al presidente esos libros autoeróticos que, claro, escritos por otro ya no son autoeróticos sino más bien porno sado. Esta es la verdadera pedagogía que nos deja el asunto. Como ven, ni los tertulianos con dorsal están ahí como traumatólogos, ni los directores con argumentario están ahí como maestros con compás de cuerda y lamparón. Y si el Estado no se gastara dinero en ellos no nos íbamos a morir, ni a romper en terraplanistas, ni a terminar vendiendo La Farola, que en realidad ya ni se vende, sólo se presenta como un escapulario o un niño muerto valleinclanesco para que soltemos la moneda parroquial.

Cuando un político o un arrimado habla de lo público no se suele referir a lo de todos sino a lo suyo. Lo público aquí es un botín de partido y la radiotelevisión española no iba a ser diferente, un poner, a la Fiscalía. Claro que a la radio y a la televisión le puede uno poner folclore, patriotismo de Eurovisión o de fútbol o de fauna ibérica, y hasta un poco de culturilla velazqueña o cervantina para darle gola, que así lo otro se vende mejor. Pero Sánchez no quiere poner a su negra literaria para que programe ópera, ni otra vez ese Tenorio cementerial de luna y blanco y negro, ni documentales sobre puentes romanos. Tampoco era lo que quería Aznar poniendo a Urdaci, ni Chaves cuando Canal Sur era Telechaves, ni nadie en ningún sitio, ni ahora ni nunca. El contrasentido de los medios públicos es que estarían obligados a ser objetivos pero la objetividad no existe. El medio público sólo puede existir asumiendo una perversión, o sea fingiendo engolada, cínica y repugnantemente que son lo que no se puede ser. Por eso defiendo que no debería haber medios públicos, que si no tenemos necesidad de un Pravda no sé por qué tenemos necesidad de una RTVE.

La radiotelevisión pública española se pudre como siempre, como la Ruperta, con un presentador u otro o con un chistoso u otro. Pero su putrefacción es la del formato en sí, como decía, más la putrefacción general de la credibilidad de lo público. Ya no es necesario que el Estado haga de notario ni de hemeroteca ni de pregonero, que todo se sabe y todo se graba ya. Pero además es que un medio público, ya digo, es una contradicción o una perversión. Los medios no pueden ser objetivos, que es imposible, ni imparciales, que es antinatural. Los medios tienen que ser libres y, claro, responsables. Y sólo tienen sentido dentro de una multiplicidad de medios libres y responsables. Buscar la ejemplaridad, la santidad, la ecuanimidad o la pluralidad en un medio ejemplar, santo, ecuánime y plural no sólo es imposible sino cínico. Y además aparta al ciudadano de su tarea de buscar la verdad, o lo que vea más parecido a la verdad, que eso debe hacer el ciudadano, no preguntársela al del telediario, que tiene tanto sentido como preguntársela al cartero.

Ningún medio debería tener el escudo nacional, como el Nodo nacional, que es como proclamar que se tiene la verdad nacional o, incluso peor, que se tiene la mesura, la ciencia, la cátedra, la pedagogía, la magistratura en eso de determinar la verdad nacional. Eso queda entre tirano y santurrón, que es lo que parecen los de RTVE, mande el que mande en el Pirulí o en la Moncloa. Pero a lo mejor esto da igual, que la televisión está ya enterrada o hundida desde Naranjito o por ahí, que ha quedado para los viejitos que ven Juan y Medio y las telenovelas turcas, normalmente sin verlos, sólo oyéndolos, como radionovelas, como oleajes de sordo, como vueltas ciclistas o como misas en un tiempo en que nadie cree en los curas, salvo, quizá, en los curas de partido.