Hemos vuelto del siglo XIX, donde hemos estado como en un establo, con luz de quinqué, calor animal y miedo de todo lo que temblaba fuera y dentro. Sólo nos conectaba con nuestro tiempo o con la esperanza la radio a pilas, una radio que parecía de trinchera, una radio que en mi caso era trágica de puro ridícula, con forma de balón de fútbol, la única que encontré allá en una relojería que parecía casi clandestina y casi ferroviaria. Claro que la encontré ya por la tarde, cuando uno se había fabricado el fin del mundo, la guerra cibernética o mundial, el ataque total de alguien que atacaba con todo, porque no sólo no había luz, sino tampoco internet móvil, ni teléfono, ni agua, ni nadie que supiera o dijera nada. Sí, ni siquiera había policías ni sirenas en las calles con los semáforos apagados, convertidos como en esos árboles petrificados de las ciudades apocalípticas. Era el silencio de la muerte, y uno enseguida pensó que un ataque así sólo podía ser de la IA, de Putin o de Sánchez, claro.

Hemos vuelto del siglo XIX más frágiles y quizá más conscientes, como despellejados de nuestra orgullosa tecnología, regresando a las cuevas oscuras e inciertas, saliendo al supermercado como a cazar con lanza. Es cierto que en el apagón nos hemos encontrado más cívicos y solidarios que en nuestra imaginación y que en las series del fin del mundo, donde la gente enseguida se mata por una botella de agua o se estrella contra un escaparate de televisores. Lo que ocurre es que en esta reentrada como en llamas en el siglo XXI, como una nave en el planeta de los simios, nos hemos encontrado en un tercermundismo que ahora nos enfada más que nos aterra. Si hubiera sido un ciberataque lo que ha apagado España entera como si se apagara un interruptor de perilla, sería la prueba de que somos la más fácil de las presas. Pero no parece que haya sido eso, sino más bien la chapuza nacional o el tribalismo político.

Una avería que desconecta toda España como una tostadora vieja no es una avería, sino una negligencia. Una negligencia que no es coyuntural, sino sistémica, y que viene de dos viejos vicios españoles que ahora con Sánchez se han unido para convertirse en virtuosismo. El primer vicio es que toda la pirámide de lo público se sostiene y se corona con carguitos normalmente inútiles, incompetentes o incluso nefastos. Red Eléctrica Española, por ejemplo, está presidida por una exministra socialista de Vivienda (la energía quizá viene a ser para Sánchez tan virtual como la vivienda que construye sin sustanciar y presenta sin financiar). A lo mejor en Red Eléctrica tenía que pasar lo que pasa en la Renfe de Óscar Puente, o en la Adif de las novias con vaquero y leopardo de Ábalos, o sea que todo se reduce a la ocupación del recurso público, al uso partidista del recurso público, mientras el recurso público se queda en bragas como la Jesi.

Sólo nos conectaba con nuestro tiempo o con la esperanza la radio a pilas, una radio que parecía de trinchera, una radio que en mi caso era trágica de puro ridícula, con forma de balón de fútbol

El segundo vicio, que a lo mejor es el mismo que el primero, es que con la gobernanza sustituida por una continua campaña de imagen, las políticas públicas son cortoplacistas y propagandísticas. Y la energía, tan ideológica, aún más. Sánchez se limita a decirnos que lo que casi nos manda a la Edad de Piedra fue una especie de vahído o ventolera que se llevó de repente 15GW, que dicho así parece que sólo fue un ladrón de cobre. Pero lo cierto es que hace mucho que tenemos una política energética que no es energética sino sólo política. O sea de mucho verde, mucho sol con carita y mucha vaca que ríe, como si nos anunciaran margarina, mientras se desenchufan las nucleares y se sobredimensionan, sobrestiman o sobrecargan las energías renovables. El ladrón de cobre, o el hacker con secador en la bañera, no son imposibles, pero no se puede negar que no tenemos ahora una fuente estable de energía que nos asegure un suministro sin sobresalto. Estamos a expensas de que venga o se vaya una ventolera, o de que aparezca o se vaya un sol con carita, porque es lo que pega con la propaganda gubernamental, que no va de energía sino de productos lácteos o lechosos ideológicos.

Desde mi radio con forma de balón, al que además le habían metido un ojo dentro en una especie de pesadilla incomprensible de bazar chino, como eso de meter un lagarto en una botella de licor; desde la radio o desde las pesadillas, decía, un periodista portugués y algunos expertos que parecían casi psicofónicos mencionaban precisamente la actividad inusual e inestable de la red fotovoltaica española antes del desastre. No puede decir uno lo que pasó, aunque seguro que lo sabremos tarde o temprano. Podría ser el ladrón de cobre, o podría ser una máquina del tiempo construida en la misma relojería sospechosa en la que me vendieron la radio como si fuera una bomba de cobalto. Pero yo diría que este desastre sólo lo podría producir una potencia extranjera a todo vapor o nuestro presidente Sánchez en la cotidianidad del sotanillo de la Moncloa.