Un apagón como nunca antes se vio. Un 'cero' en el sistema energético que nos devuelve al transistor de pila, a la vela de sebo y al recurso inveterado del patio de vecinos como boletín oficial y altavoz de calamidades. Tan pequeños frente a la adversidad. De ser incas o mayas, ya estaríamos labrando enormes piedras con petroglifos y serpientes aladas con la reseña mágica de este tiempo de asombros y prodigios. De ser indios cherokees o valientes comanches, andaríamos ya escarbando huesos de bisonte para escudriñar el futuro y su cosecha de desgracias, como hiciéramos, años atrás, cuando vimos aparecer por la pradera al gran caballo de fuego que nos trajo al hombre blanco con su arrogante receta de civilización sobre rectilíneos raíles de metal.

De habitar una choza miserable en un burgo medieval, y tras el sermón admonitorio de un capellán orondo que afeara nuestra vida pecaminosa y el poco respeto al diezmo y a la Palabra revelada, sacaríamos a las brujas de sus aquelarres y las arrastraríamos hacia las hogueras bien nutridas, buscando apaciguar la cólera divina con el sacrificio de los herejes y los diferentes. Filomena. El Covid. La muerte de este Papa. La Dana. El regreso de Melody, la rentree de Trump y su catecismo de aranceles. Y hoy,  -cosas veredes- la madre de todos los apagones eléctricos, un lunes de abril a mediodía. Basta.

Los aquí reunidos nos plantamos y exigimos que se pare el carrusel de hechos prodigiosos y circunstancias excepcionales que nos ha tocado vivir; pedimos, si no es abusar, que alguien con mano en la noria de los acontecimientos ponga el pie en pared y detenga este bucle de sacudidas que nos está enfrentando, como una civilización de novatos, a una primera vez de todo, a un momento fundacional de la experiencia colectiva para el que no tenemos ni las ganas ni el caletre ni el libro de instrucciones, ahora que matábamos el tiempo y las neuronas viendo vídeos de gatitos en Tik Tok y tutoriales de liderazgo corporativo. Como los persas, los sasánidas o los profesores de esperanto.

Ni un minuto vamos a vivir ya sin una crisis finisecular ni una alerta crítica de consecuencias desconocidas; ni una semana sin su ataque a la cotidianeidad o una titubeante y engolada arenga presidencial a la nación; ni un cambio de estación ni una muda de la ropa del armario sin el desasosiego de estar asistiendo al nacimiento de un problema grosero que no habíamos pedido ni esperábamos, que pronto queremos compensar con la ferretería y los placebos de ese 'kit de supervivencia' en el que nosotros -sépase ya- vamos a sustituir las pastillas de yodo por una buenas lonchas de jabugo y la garrafa de agua mineral por dos buenos reservas de Viña Tondonia.

Con la caída inesperada del sistema, con el apagón universal y la inutilidad sobrevenida de pantallas y cacharros, vuelve la hora de los nerviositos, la del cuñado intenso y la de ese vecino huraño del cuarto izquierda que te evita en la escalera no lo vayas a pasar por la hoja filosa de una navaja traicionera. Con la autoconciencia de las apreturas venideras y el runrún de las carestías y las roturas en la cadena de suministros de Aldis y Mercadonas regresa la hora estelar de los hacedores de pan en casa, el tiempo de los acaparadores de gasolina y los mayoristas de papel higiénico, el apogeo de los distribuidores de teorías oscuras, los propagadores de misterios y los avisadores de conspiraciones anticipadas, que esto, -idiotas-, se sabía ya en la Internet oscura desde hace mucho tiempo.

Se enreda un poco el panorama, se desatan los monstruos durmientes del miedo y la sospecha y ya tenemos ahí - eterna pereza- a los gobiernos motivados y hacendosos y a la oposición vigilante, a la democracia recortada de los decretos-ley, los acrónimos, las ayudas a fondo perdido y los comités de especialistas dispuestos a protegernos de nosotros mismos y de nuestros fantasmas, buscando, quizá, esa rendija por la que se accede, sin carrera de méritos, al panteón de estadistas y al balcón de la eternidad, ahora que tantos desempolvan y bruñen el pedestal de sus estatuas.

Qué será de la salud mental de nuestros adolescentes en estas horas de desasosegante desconexión digital, qué haremos para invitarlos a participar de la osadía de levantar la mirada hacia la biblioteca familiar

Qué será de la paciencia y la salud mental de nuestros adolescentes en estas horas de desasosegante desconexión digital, qué haremos para invitarlos a participar de la osadía de levantar la mirada hacia la biblioteca familiar, de empujarlos al peligro de conversar con los hermanos o los abuelos o a la disolvente incomodidad de pulsar las cuerdas de una guitarra. Qué harán los tertulianos y los influencers mientras los ingenieros de ICAI, los alcaldes y sus gabinetes y las cuadrillas de operarios de Red Eléctrica nos devuelven a un siglo XXI en el que tornan a cobrar sentido de utilidad la vitrocerámica, el teléfono móvil, la tarjeta de crédito, el botón del ascensor o esos artículos escritos por un asistente virtual con los que estamos emporcando las tribunas de los diarios

Colmada nuestra paciencia de obedientes urbanitas, agotada la capacidad de sorpresa ante los hechos insólitos, los íncubos y lo extraordinario, y 5 minutos antes de empezar a ver bolas de fuego en el cielo, de abrazar arboles con los de pilates o de experimentar con el peyote o la sobrasada de tofu, los abajo firmantes exigimos 10 años de normalidad y medianía, una década de causas y sus consecuencias, un futuro inteligible y la seguridad de comer, un jueves, en un restaurante de moda, lo caliente, caliente, y lo frío, frío, poniendo fin a la era del susto, a la regencia de los agoreros y a esta civilización del sobresalto sin tasa. A quien corresponda.