La verdadera diva eurovisiva es Sánchez, y lo siento por Melody, que se ha currado el papel como entrenando en un toro mecánico. Sánchez ha sido la auténtica diva satinada y emplumada, la que se preparó muy bien el numerito con letristas de chimpún, con coreógrafos de pingaleta y con peluqueros de loro; la diva que parecía esperar los resultados agitando banderitas de cóctel en un sofá de peluche, allí en esa discoteca con bola y reservado que es la Moncloa, como una discoteca de Sergio Ramos; la diva que, poco después de terminar Eurovisión como si se parara una conga de borrachos, montó una comparecencia para vaporizarse o vaporizarnos purpurina y desdén. Mientras Melody se ocultaba disfrazada de la Nancy esquiadora o de estrella de Hollywood con resaca u orzuelo, era todo un presidente del Gobierno el que salía con batín de cola y luz de polvera en el aire, como salía Sara Montiel, para hacer graves y sinuosas declaraciones sobre Eurovisión. Sí, ese gran problema, ese gran drama, esa gran emergencia nacional que lo ha sacado de la bañera con teléfono rococó o de debajo del antifaz de dormir veneciano.

Allí estaba el Sánchez más institucional, hablándonos de Eurovisión como si fuera una OTAN de sirenas de musical y marineros de musical

No era Melody, ni siquiera la madre de Melody, que imagino con esa mitología de la madre de folclórica, que es como la de una diosa madre pero con hilo de coser, mal de ojo y rebequita. No, era el presidente del Gobierno de España el que estaba hablando de Eurovisión como si fuera la guerra o la vida, que ciertamente es la guerra o la vida para una diva eurovisiva o su madre, pero no debería serlo para un gobernante serio. Allí estaba Sánchez, con banderas como mantones de Manila y luces azules de sombra de ojos azul, algo entre altarcito y cuarto de baño con toallero de oro, banderas convertidas en edredón y luces íntimas de divismo incorrupto, resurrecto o mañanero (la luz celestial que uno se encontraba de joven cuando salía de los bares ya de día, aún sin saber si estaba vivo, muerto o en mitad del pesaje de almas). Allí estaba el Sánchez más institucional (había sacado lo institucional como la cubertería buena), hablándonos de Eurovisión como si fuera una OTAN de sirenas de musical y marineros de musical. Eso no podía ser un presidente, tenía que ser esa diva o divón que se merecía verdaderamente España.

La diva eurovisiva es Sánchez y lo siento por Melody, que al lado de nuestro presidente empoderado y de caderas shakirianas sólo parece una telonera apagadota, fúnebre, como si fuera las Tanxugueiras aquéllas, esa Santa Compaña con refajos de Doña Rogelia, tambores de perol, relinchos sobrenaturales y matanza de pueblo porcina o quizá humana. La diva, claro, hablaba de lo suyo, o sea de su corazoncito cascado como un huevito pasado por agua y de la injusticia inaguantable de este mundo, pero sólo entendido como mundo de la farsa o del artisteo, no como el mundo político o geopolítico. Por eso Israel debe estar fuera de Eurovisión pero puede estar dentro de nuestros contratos de Defensa, que no tocan la esencia del divismo de nuestra diva o que incluso lo refuerzan (quizá le permiten a la diva presentarse a esa otra Eurovisión de la OTAN, que al final mi guasa no va a ser tan exagerada).

La diva, nuestra verdadera diva eurovisiva, sacerdotal y sensual, nacional como una fragata pero banal como una folclórica, nuestra diva / presidente, como una drag que va del traje berenjena a la boa peluda y rosa, nos hablaba de los países que debían estar o no estar, de cómo se debería votar o no votar. Y hasta pedía explicaciones y auditorías por la cosa, como si Eurovisión fuera, no sé, el Gran Apagón, o esos trenes nuestros que se paran como delante de Buster Keaton, con la tristeza de Buster Keaton e incluso en la época de Buster Keaton. Sí, como si Eurovisión fuera esos ministerios o despachos o alcobas o compañeros o empresones públicos de Sánchez, que son un poco piratas ya, entre el caos, el naufragio, el ron y el saqueo. Allí estaba Sánchez, pura majestad de diva, pura iluminación de diva, pura ausencia de cualquier otra cosa que no fuera la diva, como Cleopatra saliendo del baño. Y yo lo entiendo, porque para qué vamos a querer un presidente gobernando si podemos tener una diva salpicándonos, enardeciéndonos, llorándonos, distrayéndonos, seduciéndonos, sustituyendo nuestra necesidad por la suya y, al final, representando o excusando el orgulloso fracaso nacional como nadie, como si fuera una cantante de La oreja de Van Gogh

La diva, nuestra verdadera diva, puramente televisiva como un electroduende, reina astriflamante de los gorgoritos, los tramoyazos y los caderazos, guerrera al galope de sus propios pisotones y ambiciones, es nuestro presidente. Mientras Sánchez hablaba de Eurovisión o de su propio y trascendental divismo como desde una sala de guerra, yo esperaba que hiciera en cualquier momento lo del helicóptero, así con su moño o trenza de canas del poder como mechas californianas. A eso suena un poco, a helicóptero, a huida en helicóptero o a barrido de helicóptero, cuando él habla de ultraderecha para todo. Yo lo siento por Melody, que traía fitness de amazona y ajuar imperial, o al revés, pero la verdadera diva eurovisiva es Sánchez, con su drama nacional que sólo es personal y su drama político que sólo es teatral. A todo esto, por cierto, es el televoto de Sánchez, no el de Melody ni el de Israel, el que importa ahora, el que nos gustaría saber y el que, claro, no vamos a ver tan fácil, tan urgente ni tan flamencamente.