Está de moda el estoicismo entre los gymbros. Estos muchachos buscan el equilibrio entre mancuernas y la libertad en el bitcoin. Recurren a Marco Aurelio para domar sus emociones y llenan sus redes sociales con pasajes de sus Meditaciones. Su método es sencillo de entender. Mezcla la contención, la bolsa, la lectura y los burpees para alcanzar la calma interior. O eso dicen. Sorprende que ninguno cite a Carlo Ancelotti. Es el estoico contemporáneo más cercano. Sereno y tranquilo en su desempeño; y epicúreo en los agostos. Es el vivo ejemplo de que, a veces, para llegar a la meta no hace falta seguir el camino del héroe. Tan sólo aplicar la lógica racional del hombre corriente. Mantener la calma, no decir una palabra más alta que la otra, desconfiar de los fatuos y ejecutar lo que dicte el sentido común.

Me contó un amigo hace un tiempo que, un domingo, iba de paseo por la Casa de Campo y se encontró a Ancelotti y a su mujer, Mariann Barrena. Iban de paseo en bicicleta. “Les saludamos. Es un tipo normal”, me comentó. Diría que Carlo lo es, dentro de que es rico y afortunado. Al llegar a Madrid, se instaló en un ático de lujo en la Plaza de la Independencia y era común ver a la pareja en los restaurantes de la zona al caer la tarde.

Disfrutaba aquello de lo que reniegan los envidiosos. La España vulgar, creciente y neo-puritana. La España poseedora de ese rencor sofisticado que aguijonean sus activistas a la mínima. La de los Fonsis y demás ruidosos de la Taberna Garibaldi y TVE. Escilas, hecatónquiros y tifones. Tertulianas verduleras. Catequistas. Es difícil saber si el eco de sus bocinazos le ha llegado al italiano alguna vez o si le ha podido avinagrar la copa de vino que tomaba cada día antes de dormir. Lo que es seguro es que no le habrá alterado el sueño.

La sombra del 17

Hemos despotricado contra Ancelotti esta temporada por Lucas Vázquez y por el 3+1 que implantó en su alineación y se negó a modificar, lo que destrozaba la presión en la salida del balón y evidenciaba que eran al menos cuatro los que no se estaban tomando la temporada muy en serio. He gritado al televisor varias veces ante el primer cambio, que nunca eran ni el fenómeno turco ni Endrick. Pero, al igual que Mourinho en su día devolvió la fe y la moral al madridismo, Ancelotti ha dado una lección clave: ha demostrado que la calma puede imponerse a la estridencia. Zidane apostó también por ello, pero su cápsula acorazada se rompió en los últimos días, no así la del italiano.

Reconforta saber que Carlo se marcha de aquí tras haber ganado casi todos los asaltos a Guardiola, que representa lo opuesto. Carlo es lo que habita dentro de casa, como definió Hesse en Demian. Ordenado y confiable, aunque quizás cabezón, pero, al menos, normal y rutinario. Guardiola es lo que se encuentra tras cruzar la puerta. Atractivo desde dentro, pero salpicado por callejones oscuros. Es el más falso de los hombres. Metódico y ganador, pero soberbio. Guardiola es una media verdad. Alguien que inquieta. La baraja marcada y el doble filo. Cháchara y moralina. Puritanismo futbolístico y falsa humildad, tan del gusto de sus múltiples aduladores, capaces de cambiar su cosmovisión con un reportajito de Movistar.

Ancelotti fue de los primeros en aprender la letra del Himno de la Décima. La cantaba al pie del banquillo con los ojos llorosos, mirando a algún punto del infinito, mientras el viejo Bernabeu la coreaba. Allí llegó a bailar con sus negros tras ganar la liga; y allí, en algún pasillo, se abrazó con Florentino Pérez tras ganar la decimocuarta Copa de Europa y le espetó: “Presi, gracias por traerme de nuevo”. Llamó Marco Aurelio a no aferrarse a los halagos tras las victorias. Carlo no los reclamó. Se limitó a agradecer.

"Prefiero el jamón a la pizza"

Eso es patrimonio de gente cabal o, al menos, normal. Sin estridencias, sin petición de cuentas, sin divismo, ni neologismos, ni síndromes post-traumáticos sobrevenidos, ni dramas juveniles ni leches. “Prefiero el jamón a la pizza y bebo vino, pero sin emborracharme nunca”, comentó, mientras sus allegados afirmaban que le gustaba pasear por el Retiro en varios de sus días libres, pues tenía más espíritu de granjero que de estrella. De ciudadano normal que de aspirante a ser una leyenda. Era la rutina de Delibes: de casa al parque del Campo Grande y de ahí a almorzar, sestear y a escribir, considerando una noticia nefasta cualquier cosa que alterara la rutina o las pulsaciones. Cualquier hombre que no esté asaltado por la imbecilidad o por las fantasías del adolescente o del recién separado consideraría esa dinámica vital como perfecta. Quien la ejercita a diario roza la virtud.

Cuando observé aquella imagen de Ancelotti en el Palacio de Cibeles, con gafas de sol y un puro en la boca, disfrutón, sonriente, integrado en la celebración de sus jugadores, recordé aquella frase de Agustín de Foxá, la que, dicen, pronunció en su lecho de muerte: “Estoy deseando reencarnarme para fumarme un cigarro”. En realidad, no hay nada más relevante.