Algunas mesas de tertulia se encuentran en las antípodas de los 'barrios obreros', pero merece la pena realizar una aproximación a las calles del que fue y será el mío para trasladar a sus charlatanes la realidad, que dista mucho de la que pretenden imponer los extremistas y manipuladores, a quienes nadie parece tener ganas de arrebatar de una vez sus altavoces.
Hubo un momento clave en la historia reciente de las ciudades, como fue el éxodo rural. España se industrializó y surgieron en varias ciudades polígonos de viviendas donde no abundaban los servicios ni, en algunos casos, el transporte público o las calles asfaltadas. Las casas eran pequeñas y las familias, numerosas, así que no había más remedio que compartir, dándose la circunstancia de que el dinero que se ponía en común era menor que los problemas. Algunas asociaciones de vecinos y los párrocos hicieron un buen trabajo entonces y consiguieron que una parte de sus reivindicaciones se materializara por la vía de la insistencia.
Había una, en el barrio vallisoletano de Pajarillos, cuyo presidente estaba vinculado en la década de los 90 a Izquierda Unida. Su trabajo para evitar la estigmatización de los vecinos del lugar fue extraordinario, pero eso incluía algunos puntos que los partidos progresistas contemporáneos rechazarían. La zona prosperó gracias al trabajo de fábricas como Renault, Michelin o Pegaso, así como metalurgia o agroalimentaria, pero en pocos años se vio afectada por la venta de heroína, que se comió a una parte de los hijos de quienes vivían por allí y generó problemas de inseguridad.
El mayor punto de venta se encontraba en la parte alta del barrio, en el llamado 'Poblado de La Esperanza', donde se habían construido varios edificios para realojar a familias -en su mayoría, gitanas- que hasta los 80 residían en chabolas. Su integración no fue sencilla y, cuando ese gueto quedó destrozado, el Ayuntamiento -entonces del PP- decidió distribuir a sus moradores entre otros barrios de la capital. Las asociaciones de vecinos -copadas por personas afines a la izquierda- pugnaron para evitar el deterioro de las condiciones de vida de sus vecinos con una distribución desigual de los nuevos vecinos.
Incluso un partido radical, llamado Izquierda Castellana, con nexos con la izquierda abertzale y poca gente buena en sus filas, impulsó una plataforma ciudadana para intentar capitalizar el problema del tráfico de heroína. Una vez a la semana, se manifestaban y terminaban la marcha bajo la casa de Maruja, una mujer gitana que era la líder de un clan. Vivía en un polígono de viviendas que absorbió una buena parte de la población realojada y que hoy es un foco de problemas. Las asociaciones vecinales respaldaron a los habitantes de esos barrios -entre ellos, el mío- ante su evidente malestar. Nadie consideró que sus lamentos respondieran a una actitud xenófoba. Tan sólo a la lógica aplastante de que nadie quiere que el lugar en el que vive degenere. A los 12 años, cuando los críos comienzan a ir y venir solos del colegio, lo suyo es que no les suceda nada por el camino.
La transformación de los barrios
Han transcurrido 30 años desde entonces y todo se ha transformado. Esos barrios han integrado bien y muy bien a una parte de la inmigración. El bar que tenía mi padre hoy es 'un kebab', los chinos ofrecen menú del día español y los autóctonos comen arepas, sancocho y arroz chaufa. Lo que sucede es que el brillo de la economía española se ha perdido en buena parte en este tiempo y eso ha hundido el comercio local y la economía familiar. Una parte de los extranjeros ha demostrado más valentía que los que estaban para emprender. Las relaciones humanas suelen generarse en virtud de la necesidad; y hay personas que han aprovechado esto para ganar dinero en su nuevo país.
Eso no quiere decir que la situación de los barrios más pobres haya degenerado -y sus colegios y centros de salud lo hayan sufrido- y que, en algunos casos, se hayan convertido en guetos, los cuales este país, hace tres décadas, con las fuerzas de izquierda a la cabeza, se intentaba eliminar sin excusas baratas ni discursos irreales.
Repudio las actitudes xenófobas y extremistas del mismo modo que aquel clasismo de quienes observaban a las personas de los barrios, en los 80 y 90, con desdén y con la palabra “gentuza” siempre en la recámara. No era raro que, cada vez que en España se entregaban viviendas sociales a ciudadanos que procedían de los pueblos, surgieran mensajes que advertían de que alguien había intentado meter un burro en el ascensor. Recordarán los madrileños aquella queja que afirmaba que “los paletos” eran los responsables de que aumentara el precio de los alquileres en los barrios.
De espaldas a la realidad
La situación ahora es más compleja y más palpable. Las condiciones de vida han empeorado en España. Una parte de la clase media ha dejado de serlo y hay 2,25 millones de personas enganchadas al Ingreso Mínimo Vital, lo cual no es positivo, como se vende desde Moncloa, sino dramático, dado que equivale a enganchar al respirador de lo público a los pobres, que ven ahí su único y casi su único recurso.
La cesta de la compra se ha disparado -más allá de las estadísticas maquilladas- y casi el 26% de los ciudadanos se encuentra en riesgo de pobreza. Hay amplias zonas deprimidas en el interior. Ciudades medianas y pequeñas en las que se ha reducido la actividad económica y son abandonadas por quienes acuden a los grandes focos de actividad para trabajar. ¿Y qué sucede en el lugar de destino? Que hay quien simplemente pelea por sobrevivir, por encontrar un alquiler en un mercado roto y por ahorrar 100 euros al mes con sueldos que no han aumentado de la misma forma que el nivel de vida. A esos núcleos de población han llegado millones de extranjeros en los últimos años. Algunos ricos, algunos, con lo justo y, algunos, pobres.
Algunos son ilegales y, en algunos casos, huyen de la barbarie, pero otros llegan atraídos por la sorprendente permeabilidad de las fronteras europeas y por el reclamo de ciertas ayudas sociales. Las redes sociales están llenas de extranjeros que ilustran a los que todavía no han subido al avión sobre cómo conseguirlas,
No es en absoluto sencillo vivir sin estar en situación regular y permanecer en un limbo hasta que transcurran dos años desde el momento del empadronamiento para poder solicitar la residencia, mientras se sobrevive con chapuzas, peonadas y otros trabajos sin contrato en los que se pueden sufrir -y se sufren- abusos de varios tipos. Ahora bien, ¿reconocer esta realidad es incompatible con denunciar la falta de control del Estado sobre las fronteras y sobre este tipo de inmigración?
Porque la 'clandestinidad' suele generar situaciones indeseadas. Todo lo que se realiza de forma sumergida corre el riesgo de degenerar y crear problemas de seguridad; y estos se producen en primer lugar en forma de casos aislados y, posteriormente, de modo habitual. Hay también individuos que se radicalizan como consecuencia de esa situación y toman el camino de los antisistema. Eso lo sufre la población local, la humilde, la de los barrios, que puede radicalizarse o no a partir de esta realidad, pero a la que sus ojos no le mienten. Reitero: el racismo es tan aborrecible como el clasismo, pero el germen de la inmigración ilegal y del deterioro que genera en las zonas más desfavorecidas de España no es el rechazo al diferente (o no sólo, porque también es innegable la existencia de ese ingrediente), sino las consecuencias de una política de fronteras absolutamente inexplicable, cuyos errores no pagan los contertulios de las televisiones, sino las personas humildes que no pueden marcharse a un barrio mejor.
La chispa
Cuando se producen episodios como el de Torre-Pacheco o el de Sabadell es porque la gota ha colmado el vaso. La chispa prende porque hay un malestar latente. Hay quien siempre aprovecha para manipularlo, para exagerarlo o para enviar señales de alerta equivocadas, pero negar los problemas que en estos lugares genera una parte de la población africana equivale a vivir de espaldas a la realidad y, en realidad, agravar un malestar que, tarde o temprano, derivará en posturas más radicales y más difíciles de frenar. Ningún acto de violencia se puede tolerar o justificar. Pero ninguna persona -autóctona o inmigrante- que vive en estos lugares deja de observar con preocupación la delincuencia o el vagabundeo. Esta última clave la suele omitir la izquierda: los principales afectados por las situaciones de ilegalidad consentidas son los inmigrantes que aspiran a prosperar, pagar impuestos y trabajar duro sin que nadie les moleste, pero que pueden llegar a verse afectados si ese malestar crece.
Mi análisis puede ser acertado o erróneo, pero no hablo desde la distancia. Resido en el barrio de Berruguete, en Madrid, donde el 38% de la población es extranjera, según el último padrón municipal. La mayoría es hispanoamericana, pero también hay filipinos y africanos de origen humilde, al contrario que en otras zonas de la capital, donde abunda la inmigración europea y americana con más capacidad de invertir. Aquí se encuentra una de las mayores mezquitas de Madrid, amén de un puñado de iglesias evangélicas donde el domingo el culto se extiende durante varias horas; y donde se producen actos de generosidad continuos con quienes llegan o quienes lo pasan mal. Lo que en Hispanoamérica hacían las 'casas de Galicia' durante décadas, ahora lo hacen en Madrid estos templos.
Los imbéciles de Hogar Social Madrid situaron su sede a algunas calles de aquí hace un tiempo, pero, por fortuna, muy poca gente les hizo caso y desistieron. La convivencia es generalmente buena, aunque hay problemas que se ven venir desde lejos, por ejemplo, el relacionado con la facilidad con la que los jóvenes de familias humildes pueden llegar a adherirse a pandillas mientras sus padres trabajan para pagar las facturas.
Hay zonas donde la integración entre los que estaban y los que han llegado es completa... y hay zonas en las que no es así. No logro entender la total incomprensión ante esto último o la facilidad para etiquetar como “ultras” a quienes señalan estos problemas. Lo que sospecho es que el crecimiento de los extremismos en Europa -especialmente el de los partidos xenófobos- se debe a esta actitud de los partidos gobernantes frente a la decadencia económica y frente a la inmigración ilegal. Y urgen respuestas, dado que si el malestar que genera este problema sedimenta y crece, la reacción va a ser peor, más grave y más injusta; y la sufrirán no sólo los españoles de origen, sino también los extranjeros que trabajan duro por aquí para aspirar a una vida mejor.
Y sí, los ultras y los trastornados a ambos lados han vuelto a aprovechar un problema, como el de Torre-Pacheco para lanzar sus consignas e incluso para apelar a la Reconquista. Los extremistas de derechas y oportunistas como Alvise Pérez están en su salsa. Ojalá el Estado cumpliera con las competencias que tiene encomendadas para que esta gente turbia e indeseable volviera a la irrelevancia. Eso pasa, simplemente, por hacer cumplir la ley.
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