A tres semanas de su inauguración, el Festival de San Sebastián ha anunciado este martes la concesión del premio Donostia a Jennifer Lawrence. La actriz de 35 años recibirá el 26 de septiembre la bonita farola plateada fabricada por Trofeos Ayestarán, un reconocimiento al "talento de una de las actrices más influyentes de su tiempo", según reza el comunicado oficial. Pero a lo que en realidad viene Lawrence es a promocionar su nueva película, Die, My Love, de la que es protagonista y coproductora y por la que ya la hacen sonar para el Oscar, que sería el segundo para ella. Un año más, la cita donostiarra vende –literalmente– como premio honorífico una charada promocional acordada con la distribuidora de turno, gracias a la cual su director, José Luis Rebordinos, se garantiza algo de brillo hollywoodiense para un festival que hace tiempo que dejó de rivalizar con los grandes (Venecia, Berlín, Cannes) pese a la apesebrada fanfarria de la prensa cinematográfica española, empeñada catetamente en equipararlos.
No es el único seudo premio de nuestro ecosistema cultural, ni siquiera el único seudo premio cinematográfico –ahí está ese sonrojante Goya Internacional que todos los años nos depara un poquito de cringe–, pero no está de más recordarlo, a riesgo de que acabemos creyéndonos la charada. Sobre todo porque San Sebastián es un festival de titularidad pública –su sociedad está integrada a partes iguales por el ayuntamiento donostiarra, el Gobierno vasco, la Diputación de Gipuzkoa y el Ministerio de Cultura a través del Instituto Nacional de Cinematografía– que debería aspirar a conseguir estrellas y repercusión a base de proyecto y programación. Por sus propios medios, que no son pocos. Su presupuesto para 2025 contempla casi 11 millones de euros de ingresos, 6,39 de los cuales –un 58 por ciento–, proceden de subvenciones públicas. De lo cual se desprende que Ayuntamiento, Gobierno Vasco, Diputación y Gobierno de España van a contribuir generosamente a la promoción de Die, My Love.
Los festivales son citas culturales pero también industriales. Por eso hay alfombras rojas y grandes estrenos fuera de concurso. Es una buena fórmula que consigue dar visibilidad al cine menos comercial, pero que por alguna razón en San Sebastián hace tiempo que no les sale si no es mezclándolo con reconocimientos honoríficos, de tal modo que uno ya no sabe si la otra farola anunciada hasta ahora, la de Esther García, productora histórica de El Deseo de Almodóvar, es buena o de palo, como pasa cada año con los dos o tres Donostias que entrega el festival.
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