Hasta que vi la imagen de un greñudo con barba y cara de enfado en un libelo de divulgación que mi abuelo compró en un mercadillo, pensaba que Rasputín era un nombre inventado por Boney M. para su canción. Ahí descubrí que era un zafio, oscuro y sórdido personaje sobre el que se han tejido mitos que van desde su resistencia cercana a la inmortalidad hasta su desmedida potencia sexual, que ha dado lugar a leyendas sobre el tamaño de su miembro y su conservación en formol como objeto de estudio. ¿Cómo una persona con estas credenciales llegó a influir en los mismísimos zares? Parece que, en su aproximación al poder, pesó mucho haber prometido curar la hemofilia del heredero, así como el halo que emanaba de su misticismo religioso y su conexión con lo sobrenatural.

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El monje ruso no es una excepción. Siempre ha habido gobernantes que han buscado en la divinidad la redención y la cura de sus males, desde Carlos II, “El Hechizado”, quien culpaba de sus enfermedades mentales y físicas a maleficios diabólicos, hasta Papa Doc Duvalier, el presidente de Haití que, siendo médico, se encomendó al vudú. Además, es indiscutible que, en todas las culturas de la historia, los poderosos han contado con algo parecido al oráculo griego para alcanzar aquello que nos es negado a los simples mortales: obtener certezas sobre lo que nos deparará el futuro.

Aunque me gustaría pensar que es difícil que en la actualidad lleguemos a los extremos mencionados, compruebo que, cada vez con más frecuencia, van ganando terreno, en personas con responsabilidades en la toma de decisiones, “otras formas” de entender el conocimiento que van más allá de la sola razón. Son actitudes consecuentes con la tendencia actual de ciertos dirigentes de plantear “hechos alternativos” cuando la tozuda realidad no les da la razón. Así, durante la última pandemia vimos cómo personas sin ninguna formación médica ponían en cuestión a los profesionales de la salud, llegando a situaciones tan absurdas como aquella en la que el Senado de Bolivia autorizó por ley el tratamiento con dióxido de cloro, mientras el Ministerio de Salud del mismo país y la Organización Mundial de la Salud advertían del peligro que implicaba su uso. Algo parecido sucedió en Argentina, donde un juez de lo civil ordenó a una clínica que administrara esa sustancia a petición de la familia de un paciente que, finalmente, murió. También Jair Bolsonaro, el expresidente de Brasil, un conocido antivacunas, se negó a tomar medidas de prevención oportunas, lo que sin duda afectó a la salud de muchos de sus ciudadanos, a pesar del consenso científico en torno a la COVID-19.

Ahora tenemos a Robert F. Kennedy Jr. como Secretario de Salud de los EE. UU., también un declarado antivacunas que, entre otras perlas, ha sugerido que los químicos del agua alteran la tendencia sexual de los niños.

Todo esto retroalimenta una corriente de opinión que considera la ciencia un instrumento de dominación de “la casta” y, por ello, en ambos lados del espectro populista hay cada vez más desprecio por el conocimiento científico y por quienes lo producen. Prueba de ello es la confrontación casi diaria del presidente Trump con las universidades, la asfixia económica de las instituciones de investigación promovida por Milei en Argentina o el recorte de fondos que hizo el presidente López Obrador en México bajo el argumento de que éstos financiaban privilegios. Sin embargo, esta misma gente que reniega de los científicos se siente fascinada por personajes que se dedican a predicar los milagros que conseguirá la ciencia y sus posibles usos como mecanismos de ingeniería social y política. El periódico El País hablaba hace unos días del idilio entre el presidente argentino Milei y José Luis Cordeiro, una especie de “criptobro” que se dedica a predicar “la muerte de la muerte”, a pesar de no ser de la Legión. No sé por qué, pero la nueva derecha quiere ser eterna o controlar los elementos, al extremo de decidir cuándo moriremos. Ahí están también Elon Musk o los asistentes a la Liberty International World Conference 2025, que se reunió en Buenos Aires y tuvo a Cordeiro como uno de los oradores estrella.

Aún recuerdo la primera vez que vi a Cordeiro. Fue a finales de 1990, en esa época aún vendía recetas económicas para América Latina. Había llegado a Ecuador desde Venezuela, su país de origen, de la mano de la Cámara de Comercio de Guayaquil para promocionar la dolarización y lo pasearon por todos los medios de comunicación habidos y por haber. Debo reconocer que es un buen comunicador, contagia entusiasmo y conecta bien con aquellos que buscan soluciones simples para problemas complejos. Tiene capacidad de seducción debido a la convicción con la que habla y transmite solvencia gracias a que suelta datos cual ametralladora: otra cosa es que éstos sean contrastables. Para darse una pátina científica infla su currículum, y sus textos —sus best sellers, como él los llama— son una compilación poco rigurosa de citas apócrifas, referencias a artículos científicos, mención permanente de investigadores y universidades, además de muchas medias verdades. Aunque anuncia “la muerte de la muerte”, en realidad se refiere a la posibilidad de que el avance de la tecnología trate esa “enfermedad” que es la vejez.

En una conferencia de hace ocho años que visioné en YouTube –ante la que me quedé pasmado al oírle hacer chistes de “caca” y que cerró con el tópico de que la palabra “crisis” en chino tiene dos significados– se puede ver que muchas de sus predicciones, que tenían que haberse cumplido ya, no lo han hecho. Él se define como “transhumanista”, lo que significa que  busca mejorar al ser humano y sus capacidades a nivel físico, psicológico o intelectual con el uso de tecnologías. La finalidad no es sólo que éstas nos ayuden, sino que incluso nos modifiquen: de ahí viene la vida eterna, ¡Amén! Sobre argumentos de este calibre advierte Adela Cortina que “ganar (…) credibilidad con afirmaciones que exceden con mucho la posibilidad de contrastación actual o posible, pretendiendo que son científicas, es un engaño palmario”.

El mismo diario que informa sobre la fascinación de Milei con Cordeiro lo calificó de “charlatán”, desmontó su “currículum” y contrastó sus teorías mostrando sus falencias. El “divulgador” amenazó con una demanda que fue desestimada. Pero lo más extraño de todo esto no es que Milei le haya comprado la moto. En su defensa he de decir que todo el mundo sabe que no asimila bien la muerte como un hecho inherente a los seres vivos: por algo clonó a su perro muerto. Tampoco se le puede exigir racionalidad absoluta si tomamos en cuenta que su hermana y consejera se fía del tarot, confianza en la baraja que comparte con el fundador de la organización parapolicial argentina Triple A, José “El Brujo” López Rega, quien fuera ministro del general Perón y de su mujer Isabel. Lo peor es que el Colegio de Médicos de Madrid se preste para organizar un ciclo de conferencias con Cordeiro y, para colmo, lo realice en su auditorio. ¡Si Ramón y Cajal levantara cabeza!

Ahora bien, y acá es donde quería llegar, la pregunta relevante es si este tipo de creencias y actitudes afectan o no al buen funcionamiento de un sistema político. No tengo una respuesta clara al respecto, sólo me aventuro a decir que esas posiciones muestran la percepción de la realidad que tiene un gobernante y es evidente que dicha percepción condiciona sus decisiones. Pero insisto: no tengo la certeza sobre los efectos finales y tampoco quiero especular por el riesgo de acabar en el “transhumanismo”.

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