El Ecuador de mi infancia tenía algo en común con Francia: cada año lectivo arrancaba con una huelga. La Unión Nacional de Educadores (UNE) fue uno de los sindicatos más fuertes del país, hasta que llegó a la presidencia Rafael Correa y acabó con este a través de una serie de acciones que llegaron al extremo de la incautación ilegal de su fondo privado de pensiones. Algunos paros fueron largos debido a la resistencia del gobierno a sus peticiones y adquirieron tonos dramáticos con huelgas de hambre en las que, incluso, algún fanático llegó a coserse la boca. La demanda central era el aumento de sueldos, los cuales habían perdido capacidad adquisitiva en las décadas de 1980 y 1990 por causa de la inflación, las devaluaciones y la reducción del gasto público; pero su ariete siempre fue que los gobiernos cumplieran el artículo 71 (luego 72, debido a una reforma) de la Constitución de 1978 que decía: "En el presupuesto se destinará no menos del treinta por ciento de los ingresos corrientes del gobierno central, para la educación y la erradicación del analfabetismo".
Jamás se destinó ese porcentaje a educación debido a la eterna precariedad fiscal del país. Así pues, en sentido estricto, todos los presupuestos de ese periodo serían inconstitucionales y rendirse ante la fuerza de hechos como este –hay ejemplos peores– conlleva asumir que la Constitución no es vista como una norma de obligado cumplimiento, sino que se puede acatar o no en función de las circunstancias. Impera, pues, la laxitud constitucional y, precisamente por eso, resulta extraño que gobernantes y ciudadanos hayamos desarrollado un profundo fetichismo con la Constitución, que se manifiesta en la creencia de que los problemas del país se deben a esta y que, para solucionarlos, hay que cambiarla. El rasgo mitómano está en pensar que se produce una especie de refundación de la que nacerá una nueva y saludable criatura gracias a los superpoderes de las leyes fundamentales, a pesar de que el país mantenga a los mismos ciudadanos y gobernantes, así como la estructura económica y social.
Gracias a esa forma de pensamiento que roza lo mágico, desde la transición a la democracia de 1978 llevamos tres constituciones (sin contar las reformas de calado hechas en algunas de ellas) y es posible que se promulgue una cuarta en menos de 50 años, si gana el "sí" en la consulta popular que acaba de convocar el presidente Daniel Roy Gilchrist Noboa. Esta se produce en medio de un clima de insatisfacción y conflictividad marcado por las protestas contra la subida del precio del gasóleo –las mismas que han sido duramente reprimidas– y por el poco éxito de las medidas gubernamentales destinadas a frenar el aumento de la criminalidad vinculada, principalmente, al narcotráfico y la extorsión. A este incremento objetivo y subjetivo del malestar ciudadano por la sensación de inseguridad se suman los arrebatos autoritarios del gobierno, que intenta permanentemente gobernar sin someterse a los límites de las leyes y los procedimientos.
Por supuesto que las constituciones son importantes y determinan no solo los derechos y obligaciones, cómo se gobierna o el tipo de relación que se establece entre el Estado, la sociedad y el mercado, sino que también ponen límites al poder y marcan las líneas rojas que "el pueblo soberano" –como le gusta decir al presidente– no quiere cruzar. Un buen ejemplo de línea roja sería la prohibición del establecimiento de bases militares extranjeras en el país, algo que el gobierno actual quiere eliminar, asumiendo que la presencia militar de EEUU contribuirá a la solución del problema del tráfico de drogas.
Se presume de forma ingenua que la tecnología y la capacidad militar de ese país acabarán con el negocio del narcotráfico. Sin embargo, basta con mirar los magros resultados de la cooperación de EEUU con Colombia o México para constatar que la militarización del control de las drogas aumenta la violencia y la rentabilidad del negocio de la cocaína. Por ofrecer algunos datos: en Colombia, EEUU gastó un promedio de 500 millones de dólares anuales entre 1996 y 2006; y durante la "guerra al narcotráfico" que declaró el gobierno de Calderón en México, gracias a la Iniciativa Mérida, EEUU se comprometió a transferir entre 2008 y 2016 más de 3.000 millones de dólares en equipo, capacitación e inteligencia, además de cooperación operativa directa. Creo que sobra cualquier comentario sobre el fracaso de esa estrategia si se tiene en cuenta la situación actual de ambos países.
No olvidemos que la prosperidad del narcotráfico se debe a la fidelidad de consumidores y suministradores a lo largo del mundo, y que, mientras haya demanda dispuesta a pagar mucho dinero, habrá personas dispuestas a delinquir para proveer a sus clientes, aunque para ello tengan que escapar de los Marines. No obstante, para qué mirar hacia otro lado cuando basta con observar la situación de EEUU, que después de 50 años de guerra contra la droga solo han conseguido concentrar la mayor parte del mercado global de cocaína, tanto en volumen total consumido como en valor económico, según la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (UNODC).
Volviendo a Ecuador, la inseguridad y la violencia son el caballo de Troya del gobierno para colar una nueva Constitución a la medida que le permita poner en marcha su modelo económico desregulado, la eliminación de los sistemas de control y aumentar la concentración de poder en el Ejecutivo. En el documento con el que el presidente convoca a la consulta popular que daría paso a la constituyente, además de incluir un sistema electoral que le podría favorecer, señala el elevado número de asesinatos y la presencia del crimen organizado para justificar que "se requiere un rediseño constitucional que permita al Estado utilizar mecanismos adecuados para responder a este fenómeno y restaurar la paz a la ciudadanía". Luego habla de los motines carcelarios y del descontrol de las prisiones para culpar de ellos a la Constitución de 2008 porque "no previó mecanismos eficaces de control penitenciario ni herramientas excepcionales de combate al crimen organizado".
En el fondo, lo que buscan en Ecuador es la reducción de las garantías procesales para poder encerrar a cualquiera que sea sospechoso de 'narcoterrorista' o que simplemente le estorbe"
Compartiendo la preocupación por la situación de inseguridad del país, se me ocurre que, si se tiene claro que el problema está ahí, puede ser más rápido y eficaz reformar la Constitución y el código penal, en lugar de ir a un largo y caro proceso constituyente que abre más incertidumbres que certezas, en el que el gobierno no tiene garantías de que el resultado le sea favorable. Tengo la sensación de que, en el fondo, lo que buscan es la reducción de las garantías procesales para poder encerrar a cualquiera que sea sospechoso de "narcoterrorista" o que simplemente le estorbe; pero, claro, estas "soluciones" acarrean problemas. Eliminar todo tipo de garantía procesal o, simplemente, actuar a lo Bukele, condenando a cadena perpetua sin investigación ni juicio previo a todo aquel que parezca delincuente, conlleva el peligro de acabar cometiendo excesos.
Así, por ejemplo, se podría culpar de cómplices de tráfico de cocaína a los exportadores de banano en cuyas cajas se encuentra la droga; pero lo que a simple vista parece evidente no lo es. Siguiendo con los ejemplos, estoy seguro de que el padre del presidente, que es el mayor exportador de banano ecuatoriano a Rusia, es ajeno a la cocaína escondida en ese producto que ingresa a San Petersburgo y de ahí a toda Europa. Su negocio es honesto y de ello se aprovechan los delincuentes. Es precisamente por situaciones como estas que es necesario mantener las garantías procesales en la Constitución, para así evitar que los inocentes acaben condenados por el solo hecho de parecer que son parte de las organizaciones criminales, aunque no lo sean.
Francisco Sánchez es director del Instituto Iberoamericano de la Universidad de Salamanca. Aquí puede leer todos los artículos que ha publicado en www.elindependiente.com.
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