En el Consejo de ministros diría que sólo queda Yolanda, como haciendo ella sola toda las fotocopias y coladas del Gobierno con el pañuelo anudado en la cabeza. La legislatura es un desierto, un caos, un cachondeo. No hay presupuestos, no funcionan las pulseras telemáticas, los relojes de las estaciones ni nada en el Estado, convertido en corte de milagros, chanchullos y putiferios. Las pocas leyes que se redactan, en el tiempo que dejan los lamentos, las llagas y la paranoia persecutoria, las derriban los propios socios como gesto de autoridad, de venganza y hasta de diversión, como disparando perdigones a ese gato esfinge mojado que parece Sánchez ahora. El presidente no gobierna, sólo preside desde el balcón, como el que preside unos festejos con encierro y cucaña. Tiene imputados no sólo a la familia sino a la arquitectura del PSOE que lo llevó a la presidencia, y se ve obligado a salir a cazar fantasmas ideológicos y malos del Capitán Trueno para que se olviden su desgobierno y su corrupción. Yolanda, la pobre, con guantes de fregar como de baile, aún quiere cambiar jornadas laborales y controles horarios. Y hasta la verdadera paz en el mundo, como una miss con guantes de fregar.

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Yolanda sigue siendo la mejor sanchista, o la única sanchista, creyente como una niña de primera comunión. Aún intenta sacar adelante ese programa que les permita hablar de Gobierno progresista, y no sólo de un castillo en la Moncloa con foso, búnker y cama de ataúd, donde la sombra de su jefe se dedica a hurtarle semanas a la muerte recurriendo a la nigromancia o a Mefistófeles. Buscando algo que nos resulte aún peor que él, Sánchez ha tenido que llegar al genocidio y a los niños muertitos, que ya es concederle una altura casi insuperable a su propia malignidad. Pero Yolanda sigue ahí, creyendo que está en un Gobierno, creyendo que se trata de hacer cosas por la gente, no sólo de mantener a Sánchez flotando en su piscina entre flores muertas y botellas vacías. Yolanda, con sus anchas mangas blancas de camisón quijotesco, se pelea con los empresarios, que son como los molinos de la izquierda, y hasta le lleva la contraria a Sánchez con el plan de paz de Gaza, que no es algo que mata la coalición sino al contrario, la vivifica. Así, todavía parece que hay algo por lo que luchar, algo que conseguir aparte de que Sánchez le pueda dar una vuelta más a su colchón y a su reloj de arena con guadaña.

La jornada de 37,5 horas era un hito ideológico, obrerismo puro, reivindicación novecentista con olor mineral, ideal para que un Gobierno paralizado parezca que ha hecho otra revolución con sogas y bieldos

Pero la mayoría de investidura nunca fue progresista, sólo es una entente contrahecha formada a partir de intereses particulares o folclóricos disparejos, cuando no contradictorios, y en la que nos encontramos racistas con longaniza y carlistas con bonete. El Gobierno de progreso sólo era un nombre artístico, pomposo y ridículo como el de un mago de carromato, y lo más que se podía hacer era ir alternando un campanazo obrerista, con sonido de perol, y otro campanazo sagrado para los del bonete, la boina o la virgen de cueva de la santa patria. Pero no pudo ser. Los acreedores de Sánchez lo querían todo, lo posible, lo exagerado y lo imposible, además chocando con lo posible, lo exagerado y lo imposible que querían los otros acreedores. Así que todo se gripó.

A Sánchez, en realidad, le da igual estar en un Gobierno gripado que estar montado en una tacita loca de feria o en un váter / trono con chorritos y calefacción, mientras el figura figure como presidente (“gobernar no consiste en vivir en la Moncloa”, dijo una vez el figura o figurante de la Moncloa, antes de que lo invadieran los ultracuerpos o, quizá, algo que pilló en el Peugeot). Pero todo esto sí lo sufre Yolanda, que ya digo que sigue creyendo verdaderamente en Sánchez y en el comunismo como en el ratoncito Pérez. Lo del control horario no deja de ser un sucedáneo de esas 37,5 horas que no llegaron, de esa revolución de palomas que se le quedó a ella en la manga o en el cristal como una paloma de verdad. El control horario también es muy obrerista, que es un poco ponerle al empresario esa campanilla que el empresario siempre le ha puesto al trabajador. Y eso ya es algo, ya hay algo de excusa para que el Gobierno siga siendo Gobierno y el progreso siga siendo progreso.

En cuanto a las diferencias con Sánchez por el plan de Trump para Gaza, es cierto que Yolanda no se ha ido en esa flotilla con bongos, hongos y cogollos, pero si se hubiera ido, desde luego le hubiera quitado a Barbie Gaza todo el protagonismo y todo el resol del mar. El palestinismo de esta izquierda es diletante, folclórico, lúdico, y la paz significaría un poco el fin de su fiesta con juego de la gallinita ciega o juego de la botella. En realidad, el pacifismo de la izquierda no busca la paz sino la rendición ante los suyos, que siempre se sabe quiénes son porque nunca hacen la guerra ni practican el genocidio sino que sólo buscan justicia. El pacifismo de la izquierda requiere la lucha constante, como sus revoluciones y su guerrillerismo, no hasta la paz sino hasta la victoria. Sánchez, por su parte, no puede sino aceptar el plan de paz, que si no a ver cómo le van a dar el Nobel de la Paz. Así que Yolanda sigue con su fogata, Sánchez sigue en su tronito, y encima el Gobierno, siquiera peleándose, parece de nuevo vivo.

Yolanda seguramente es la única que quiere gobernar, o al menos va todos los días a fichar, como Rosie la remachadora, aunque se encuentre la mesa de los ministros con una sábana por encima, como un piano de la abuela o el loro de la abuela. Yolanda intenta aún conseguir hitos simbólicos o victorias migajeras contra los ricos de tebeo, esos empresarios de servilletón y esos millonarios con dólares grabados en las pupilas como en los gemelos. Pero por eso mismo es la que más sostiene a Sánchez. Si Yolanda se fuera, decaería toda la causa y toda la mentira, como si se fuera Barbie Gaza. Yolanda Díaz es la Barbie Gaza de Sánchez.

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