Llega octubre. Se acortan las jornadas de luz, Diego cumple ¿ya? años y el director del Instituto Cervantes, que no termina de hallar esos versos con los que alguna vez soñó comparecer por derecho en las antologías de la lengua castellana, se obstina en practicar el exabrupto desparramado, a ver si así, por el griterío y lo bravucón, lo traspasan las musas, para sonrojo de filólogos y holocausto de sibaritas del lenguaje y las relaciones institucionales.
Avanza el calendario, y mientras Trump extrae de la manga ancha del blazer cruzado un insólito y frágil acuerdo de Paz entre los funestos tirios y los famélicos troyanos que ha descolocado a medio mundo, -también a nuestros Ulises de la flotilla-, sigue el debate público entre conceptistas y culteranos, vuelan las saetas envenenadas de güelfos y gibelinos a cuenta de la vivienda y su escasez y crecen -ay- las voces que nos incomodan y nos urgen a fichar ya a un medio-centro encimador, que nos afean la carestía de la vida, la falta de suelo y el fracaso de las políticas de vivienda pública en España.
Casa con dos puertas, mala es de guardar. ¿Y, qué has de guardar si no tienes ninguna?, dicen los interpelados. Hay razones para preocuparse, murmuran los expertos, pero ¿qué vamos a hacer?, ¿qué hogar merecen nuestros jóvenes?, ¿quién se lo ha de procurar, y qué patrón funcional han de seguir estas viviendas para hacerlas habitables y dignas de quienes las necesitan?
Más allá de la inflamada verba de las tribunas, las urgencias gubernamentales y el aparato de planes de choque, observatorios redundantes y comités asesores, hemos de sentar, señores, unas bases compartidas sobre lo que consideramos morada por aquí. Una geografía mínima define un hogar y un tresillo bien colocado, una televisión panorámica y un wifi caudaloso como el Yang-Tse durante el Monzón, la paz y la concordia perennes en la vivienda contemporánea, también entre españoles. La casa como estuche de la vida, decía Le Corbusier.
Vivir es necesario, y hacerlo cómodamente ahormado en la casa de uno, junto a los recuerdos y pecios de nuestra biografía o rodeados de los más insólitos objetos y apechusques, una experiencia única, personal e intransferible, por más que tengamos que alquilar trasteros en las afueras para ensanchar y ocultar los fundamentos y anclajes de nuestra vidas irrepetibles.
Ahora que todo se publica y se comparte, que todo se sabe y se comenta, uno a veces quisiera ser un Marco Polo contemporáneo transmutado en repartidor de Amazon, y poner pie y asomar insolente y curioso el hocico por tantos hogares sutilmente ocultos en los ensanches, las urbanizaciones y los áticos retranqueados, con la sola vocación de registrar y codificar, en vitello y seis volúmenes, una Taxonomía Sumaria del Hogar en España, una enciclopedia definitiva sobre nuestros lares y nuestra forma de habitarlos, un manual práctico que entregar a nuestros poderes públicos, tan pronto como sepamos quién se hace responsable de este desaguisado colectivo.
¿Existe entre nosotros una norma universal o una jerarquía frecuente de la casa o la habitación?
Es el hogar el verdadero espejo del alma y no hay fuerza estética uniformadora ni oferta del mes en un catálogo de Ikea capaz de hacer zozobrar, con sus destellos de modernidad, ese momento esencial en la vida de un español, ese Aleph que acompaña a la íntima elección de la forma y sustancia aparente de nuestra morada, el proceso que nos lleva a decidir que está bien combinar, en plano de igualdad, un bargueño heredado del abuelo con una reproducción de la Orejona de la Champions; que no es ocioso hermanar unas máscaras tibetanas con una chaise-longue atigrada y que nada puede salir mal al colocar las obras completas e intonsas del Conde Lucanor sobre una mesita de plástico con el logo de Avidesa.
Puestos a opinar, uno diría que, entre los hitos civilizatorios que hemos alcanzado como nación – del autogiro y la fregona al secreto inconfesable de los arroces ensalzados por la salmorreta alicantina; del almanaque zaragozano al kit digital y el tardeo- acaso sea la de la decoración de interiores, la del diseño de la vida puertas adentro, una de las ciencias más excelsas en las que hemos descollado como país, la disciplina sobre la que hemos edificado un canon patrio del gusto doméstico que, viajando por los mapas de la España radial, nos ofrece la versión completa de un país de propietarios, el catálogo fiable y reconocible de lo que somos y de lo que seremos, más allá de las perversas influencias foráneas y las hordas de listos y tiesos que han viajado a Holanda o a Canadá y pretenden convencernos de que allí se vive de alquiler toda la vida y no pasa nada.
¿Existe entre nosotros una norma universal o una jerarquía frecuente de la casa o la habitación? ¿Hay un modelo panhispánico del hogar que se imponga, como la lengua de la Academia, frente a los barbarismos importados como el chalecito alpino, el dos ambientes parisino o las McMansions estadounidenses? ¿Qué patrón estético y funcional seguirán esas flamantes decenas de miles de VPO que ya han encargado nuestros próceres a las contratas de la Providencia?
Puestos a comparar, lo que antes nos era vedado, lo que sólo conocíamos por las visitas pactadas del Hola a las casas de los príncipes mesopotámicos destronados por la furia de los ayatollahs y a las de todos los Kirils expulsados por la insurgencia búlgara, se nos revela ahora por gracia de la economía de las plataformas y las fotos en carrusel de Booking y AirBnb.
Capaces de armar un sesudo benchmarking desde el sillón de casa, pronto somos plenamente conscientes de que, fuera del universo de apartamentos cuquis dentro de la M-30, y frente a la tesis contemporánea sobre la muerte de los pasillos, o la sensación incómoda de que el verde manzana se impone en los pisitos de los enamorados no es menor el debate que nos regala esa geopolítica del hogar nacional que enfrenta a la jerarquía de los espacios domésticos y su distribución con una catastrófica serie de malas decisiones de sus propietarios, situándonos ante un universo de repúblicas independientes de la casa española en las que la originalidad no ha sucumbido a las modas estetizantes.
Del siempre desubicado mueblecito étnico orientalizante, comprado caro y de resaca en un mercadillo veraniego en Formentera que gobierna el salón de tantos hogares, a la fuente con fruta escarchada y los tomos de la enciclopedia Larousse que cogen polvo junto a un catalejo reproducción del que usó Colón en La Española, miramos hacia atrás en el tiempo con el ímpetu de avanzar hacia el futuro, pues aquí hemos tenido moradas para todo.
Casas consistoriales, casas de empeños, casas del pueblo, casa de socorros, los hogares de expósitos, las casas de fieras, las casas de cultura y del pensionista, la Casa Labra, la Casa de Ceuta en Pyongyang, las casas de baños, la Casa de Papel, Valencia, cap i casal del Levante español, las casas de putas, la Casa de Alba, la Residencia de Estudiantes, la casa de Papá Noel en el centro comercial, las casas sacerdotales y de espiritualidad, la Casa Tarradellas y hasta esas microsoluciones habitacionales de la injustamente olvidada ministra Trujillo, hoy sustituidas por el buen rollo y la soberanía centimétrica de los co-livings urbanos.
En este palimpsesto ibérico de viviendas, una solución estándar se abre camino franco entre nosotros. Hablo de esas casas de mozos y aprendices de banca, de tenderos de supermercados del desarrollismo – hoy ya de abogados de la OCU, de cobradores de la ORA o de expertos en reaseguros- que son como embajadas, con unos salones clausurados y umbríos de dimensiones inabarcables en permanente y perfecto estado de revista, en los que se exhiben tapices con huertas y faunos, marcos de plata y la atávica sorpresa del mueble-bar con bombilla de filamento, y en los que pareciera que mañana pudiera firmarse la Paz de Basilea, la carta fundacional del COMECON o el fichaje de Xabi Alonso por Florentino, mientras la familia sigue haciendo su vida de pensionada en un cuarto de estar mínimo con tapetes, olor a berza, una Wii y la estufa catalítica que tose junto a la mecedora y el quinqué, herencia yacente de una abuela que no ha terminado de dejarnos.
Primos hermanos de aquéllos, son esos hogares en los que se despliegan programas y proyectos arquitectónicos que ganan, a mandobles, la carrera incansable y coral del esteticidio
Forma parte también, de ese atlas de estancias ibéricas, de ese catálogo de vidas emparedadas que entregarle, en mano, a nuestra ministra de Vivienda, la estación civilizadora meridional que todos hemos conocido y que sublima nuestra condición guerrillera y la pericia del español en la ciencia del abasto, explicando por qué se ganó en Bailén o cómo subsistió Zaragoza al primer sitio de las tropas imperiales de Napoleón.
Frente al artificio y la pose mayestática de estas casas-ministerio de salones ocluidos, frente a estas moradas de apparatchik en las que uno creció, son mucho más interesantes las versiones sureñas de esa institucionalidad doméstica relajada que nos regalan no pocos hogares en Murcia o en el poniente granadino, sistemáticamente ignorados por las revistas de estilo, los dominicales y los cánones del buen gusto de los programas de Bertín Osborne. Me refiero -claro está- a esas moradas a las que uno accede por las puertas de metal de la cochera, y en las que queda inmediatamente varado en el frescor de este insólito gabinete de curiosidades en planta baja, junto a la nevera, la sulfatadora, la foto del primogénito en la mili o las tumbonas de tres posiciones que descansan bajo el saco del panizo y las mazorcas, junto a la embriagadora línea perfecta de chorizos y la solera de las conservas de membrillo en dispares botes de cristal.
Me atrevería a afirmar, que, en esta época de nomadismo digital, y bajo una luz propicia y un rango de cobertura aceptable de unos dispositivos de Starlink en la azotea, junto al palomar, hay quien puede sostener ya una digna carrera profesional de consultor estratégico, influencer o analista de la Bolsa de Valores de Sidney desde una de estas cocheras que florecen entre Calasparra, Huéscar y la celebérrima Puebla de Don Fadrique.
Lumbre de casa, calienta y no abrasa, dice el acervo popular, aunque se empeñen en negarlo esas nuevas moradas posh que, entrando por la puerta de atrás en la categoría de las casas-espectáculo, pretenden inspirarse en los santuarios fortificados de los futbolistas profesionales, en ese holocausto doméstico de libros y mesura, en esas moradas como sepulcros en las que algunos arquitectos rubicundos tratan de compensar el frecuentísimo encargo del proyecto de chalet con balaustradas con unas merecidas ansias de minimalismo liberador, elevando a la categoría de epifanía profesional esos encuentros entre paralelogramos y puntos de fuga de la cocina al vestidor, que conviven con piscinas infinitas y garajes para 14 coches, cámara hiperbárica, moto de agua y un rincón donde reina un buda rijoso de escayola, a caballo entre el atrapasueños y el sahumerio con barritas de incienso vegano.
Primos hermanos de aquéllos, son esos hogares en los que se despliegan programas y proyectos arquitectónicos que ganan, a mandobles, la carrera incansable y coral del esteticidio a la que nos hemos abandonado como civilización perfecta, en las que tal vez, visto el estado actual de cosas, puedan hallar natural expansión nuestros parias urbanos, acostumbrados como están a compartir cocina, baño y estrecheces con sus iguales, y cuando no, a dormir con la pareja en el salón, convertido ahora en un dormitorio fantasma en el que formar una familia entre serie y serie.
Entran en esta novísima categoría, en ese tertius genus hogareño entre el crucero y la clínica de estética para oligarcas rusos, esas casas que lucen como narcocapillas, ostentosas moradas de gentes ordinarias y proteicas, brillantes de lacados, molduras, hojas de acanto y aparatosos recibidores con leones rampantes, espejos viselados y zapatero en terciopelo para las chanclas de Gucci o de Versace, esos carísimos y groseros morabitos a la medida del Pazo Bayón de Laureano Oubiña, del Mar-a-Lago de Donald y Melania o de los sueños de estuco de un príncipe saudí en Marbella, viviendas fuera de escala y de lugar, tocadas, en fin, por ese desvarío de exuberante petulancia que las eleva a la excelsa familia de barrocos palacios de extrarradio, en las que nada falta, ni acaso la vergüenza.
Finalmente, el contrapunto a estos templos new-age, y testimonio más fiable de nuestra españolísima condición sean, acaso, sean esos hogares que, tan alejados geográficamente para pasar con naturalidad entre nosotros como ranchos de Arizona, se nos revelan como un artefacto de revestimientos de lamas de nogal o pinos de Balsaín, como un centón de faunas disecadas, de herrajes y muebles castellanos, casi como mesones en un meandro la A-6 o remedos de fondas quijotescas y en los que uno espera encontrarse con Pepe Bono, con Iniesta o con la campechana figura del Sr. Ábalos, entre los humores de unos judiones sacramentados, dos Lladrós y un dédalo de muebles con vajillas, mesitas bajas con damascos, sugerentes puffs y tallas de elfos, moradas en las que podría habitar cómodamente Diógenes y en las que el horror al vacío no es más que un angustioso concepto filosófico despreciable propio de extranjeros y afrancesados.
Seguirá el debate. No sé qué casas les daremos o qué herencia edificada dejaremos a nuestros hijos, viviendo como vivimos en tiempos de emergencia habitacional, dicen. En todo caso, es de justicia reconocer que uno siempre añorará esas casas en las que fuimos felices, esos lugares –la casa del padre, la de la abuela- en las que aprendimos a leer, a sobrevivir y medrar entre la feroz competencia de una familia numerosa y en la que hicimos un arte del respeto de los turnos del lavabo o el balón, moradas en las que, consumada la emancipación y la huida hacia la vida adulta- siempre hubo abrigo alrededor del calor de un puchero, la excusa de un bizcocho o la tregua del clan en la penúltima Nochebuena.
Casa tengáis, chavales, y que se parezcan a éstas.
(*) Nos vemos el 22 de octubre en Sostre, Foro de Vivienda del CTAA de Alicante para seguir conversando.
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hace 7 horas
Gran y bonito artículo. Me ha gustado mucho. Felicidades