Hace poco, me llegó un vídeo en el que Michelle Phillips, cantante de The mamas & the papas, se comía un plátano durante una actuación televisiva en directo en 1967. De esta manera, protestaba porque el programa de Ed Sullivan les hubiera obligado a hacer playback. Hace unos días, el Gobierno de España consiguió que las gafas del presidente fueran uno de los temas mediáticos del día, como antes lo habían sido el aborto y el cambio de hora. Da igual de qué se trate, todo sabe y huele como un simulacro porque no es otra cosa. Da igual la canción, todo es playback.

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España no es una excepción. Las democracias liberales de Occidente son ya el escenario de un reality decadente, un show de Truman en el que se caen los focos y los extras miran a cámara. Parece que cada vez más jóvenes occidentales, y algunos no tan jóvenes, van a la iglesia, a las procesiones y a las urnas escapando del playback. ¿Es un gesto de rebeldía, como el de Phillips, o una búsqueda de la verdad? ¿Se comen el plátano para que se les vea o porque tienen hambre?

Es una pregunta relevante cuando abundan las reflexiones sobre la utilidad social del cristianismo. Esta utilidad era el argumento principal con el que la escritora y expolítica Ayaan Hirsi Ali explicaba su conversión de atea militante a cristiana practicante en un celebrado artículo en el digital Unherd. Todo lo que decía Ali sobre el fundamento cristiano de Occidente es verdad, pero de lo que no hablaba, precisamente, era de la verdad, que es lo que justifica a las religiones y, singularmente, al cristianismo.

Esto es un problema para un posible resurgir cristiano, por dos motivos. El primero es que no hay comunidad política que pueda prescindir de una noción compartida de verdad, de un conjunto de verdades que se consideran eternas, incuestionables, elevadas, es decir: sagradas. Cuando las religiones -en nuestro caso, el cristianismo- dejaron de proveer esas verdades, pasaron a hacerlo las ideologías, mil veces descritas como religiones de sustitución. Lo sagrado no desapareció: se racionalizó (se disfrazó de razón) y, sobre todo, se fragmentó. Hoy vivimos en una guerra (cultural, la llaman) por imponer las verdades sagradas. Una propuesta moral no va a triunfar porque sea más útil, sino por contener más verdad.

El segundo motivo es la intimidad del sentimiento religioso. Puede estar bien comerse un plátano en directo para denunciar el playback, incluso un racimo entero, pero al final el gesto terminará convertido en otro simulacro, y quien lo practique terminará harto, intoxicado o envilecido. El hambre se puede simular hasta cierto punto, pasado el cual sólo seguirán comiendo los que posean un genuino deseo de verdad. Para estos, lo más importante será el alimento, no lo que muestre la cámara. 

Pero limitarse a satisfacer el hambre de sentido puede ser provechoso para la persona e inútil en lo colectivo. Ha tenido un gran éxito (por buenos motivos) la película Los domingos, de Alauda Ruiz de Azúa, que plantea la vocación religiosa de una joven como la huida de un mundo insatisfactorio, al modo de Fray Luis de León: “Dichoso el humilde estado / del sabio que se retira / de aqueste mundo malvado”. ¿Es esto lo que buscan los jóvenes? ¿Un repliegue? ¿O será más bien un punto de partida desde el que reconstruir la comunidad política, el intento de reunir los fragmentos de lo sagrado?

Lo cierto es que el cristianismo siempre supo resolver este dilema. El Dios cristiano interviene en la historia; nace, muere y resucita en el tiempo de los calendarios y en el espacio de los mapas. El cristianismo actúa en el mundo real, pero, al mismo tiempo, distingue entre el plano divino y el secular. Lo terrenal es pasajero, pero no irrelevante. Al contrario: es en este mundo donde nos ganamos el otro. Dios llamará a unos pocos a la vida contemplativa, pero la mayoría deberá vivir en el siglo, en la ciudad, de acuerdo con su conciencia, hasta alcanzar el Reino.

Es paradójico: la separación cristiana de lo divino y lo secular hace posible el liberalismo, que la reinterpreta como la separación entre Estado e Iglesia y que termina confinando las creencias religiosas en recónditas celdas de la conciencia humana. La verdad religiosa quedó en silencio y pareció desaparecer. Si ahora vuelve a oírse es porque la multitud de pequeñas verdades que la sustituyeron no ha conseguido dar sentido a las vidas individuales ni cohesión a la colectiva. Sus portavoces han perdido cualquier autoridad a la que pudieran haber aspirado.

Quizás el lector piense en la ciencia como alternativa. Gobernantes en pelotas, apenas cubiertos con los harapos de la autoridad política, tratan de taparse con la científica. Pero, como dice Gregorio Luri, la ciencia no nos ama. Entre las muchas cosas que le podemos pedir, no está un sentido para nuestras vidas. Sus verdades, siempre provisionales, son crueles. Nunca nos van a bastar. Por eso Rosalía recurre en Berghain al Sagrado Corazón, y no a las leyes de la termodinámica.

Las inquietudes espirituales de Rosalía parecen sinceras, pero también da la impresión de buscar un catolicismo hágaselo-usted-mismo. Si no hay búsqueda de verdad, si sólo nos interesa su utilidad social, si nos obsesionamos con sus raíces y olvidamos sus frutos, si lo usamos ideológicamente, este resurgimiento religioso puede terminar siendo otro playback, otro simulacro. Ya sabemos que la juventud se está comiendo un plátano. Habrá que ver si es porque tienen hambre.

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