“En Marruecos crecí celebrando el 6 de noviembre. Era un día esperado, de fiesta nacional. De hecho, en el colegio nos daban cuatro días de vacaciones”, me contó hace poco un amigo marroquí mientras comíamos en un conocido restaurante del barrio de Lavapiés, en Madrid. Luego añadió que no fue hasta su llegada a España, a los diecinueve años, cuando comenzó a enterarse de lo que ocurría realmente en el Sáhara.
“Yo sí había oído algo, pero la verdad es que he crecido sabiendo poco o nada sobre el tema”, comentó otra amiga, española, mientras me pasaba la sal.
Lo cierto es que este tipo de relatos ya no me sorprenden. No es una cuestión individual, sino el reflejo de un silencio mediático ensordecedor en España, y de las limitaciones conocidas a la libertad de expresión en Marruecos.
El 6 de noviembre es una fecha crucial tanto para Marruecos como para el Sáhara Occidental, aunque por motivos opuestos. Para Rabat, representa la “recuperación” de un territorio que reivindica como suyo. Para nosotros, los saharauis, es una fecha marcada por la tragedia: muertes, bombardeos y el fin de la última esperanza de independencia y libertad.
España se retiró sin cumplir su promesa de un referéndum, y Marruecos ocupó el territorio con el mismo lenguaje paternalista con el que se legitiman tantas colonizaciones: liberar, proteger, unir
Aquel 6 de noviembre de 1975, unos 350.000 civiles marroquíes cruzaron la frontera en la llamada “Marcha Verde”, organizada por el rey Hasán II con el beneplácito de Estados Unidos y España. Se presentó como una marcha “pacífica”, pero en realidad fue la cobertura perfecta para una invasión. Tras el desfile civil llegaron los soldados y, tras ellos, el silencio impuesto. España se retiró sin cumplir su promesa de un referéndum, y Marruecos ocupó el territorio con el mismo lenguaje paternalista con el que se legitiman tantas colonizaciones: liberar, proteger, unir.
Cincuenta años después, el conflicto permanece estancado en el tiempo. A día de hoy, el Sáhara sigue siendo la última colonia de África.
La semana pasada, el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas respaldó el plan marroquí de autonomía para el Sáhara Occidental. Esto no significa que este organismo haya reconocido oficialmente la soberanía de Marruecos sobre el Sáhara, como se ha presentado en la prensa internacional. Sin embargo, sí supone un cambio de tono, ya que da legitimidad al plan marroquí y reduce la presión para que se celebre un referéndum de autodeterminación. Esta decisión se produce en medio de una oleada de reconocimientos oficiales al control marroquí del territorio. Reconocimientos que inició la administración de Donald Trump en 2020, cuando Estados Unidos avaló la soberanía marroquí sobre el Sáhara a cambio de la normalización de las relaciones diplomáticas de Marruecos con Israel. Desde entonces, varios países europeos (entre ellos España; el último, Bélgica) han seguido el mismo camino.
Mientras tanto, en estos días, miles de saharauis han salido a las calles en los campamentos de Tinduf para protestar contra lo que muchos consideran una nueva traición internacional.
Cada gesto internacional que legitima el colonialismo y la ocupación borra un poco más nuestra existencia política
Como es lógico, en Rabat lo celebran como un triunfo diplomático, mientras que en las zonas ocupadas, en los campamentos y en la diáspora los saharauis vemos como se nos entierra en vida. Porque cada gesto internacional que legitima el colonialismo y la ocupación borra un poco más nuestra existencia política. Nuestra cultura. Nuestra historia. Y esto tiene una razón: no somos una causa rentable. No tenemos suficiente petróleo, ni minerales raros, ni una diáspora fuerte… Y ahora ni siquiera contamos con la neutralidad de las grandes potencias mundiales.
Hablar de justicia para el Sáhara no conviene. No conviene a los gobiernos que negocian acuerdos de pesca o exportaciones de fosfatos. No conviene a los medios que apenas envían corresponsales o tratan el tema. No conviene a quienes prefieren pensar que los conflictos congelados son problemas resueltos. Pero el silencio también es una forma de violencia. Y el olvido, una herramienta de poder.
Para muchos marroquíes, la Marcha Verde sigue siendo un símbolo de unidad nacional. Para los saharauis, supuso el comienzo de un largo exilio. La historia, como siempre, depende de quién la cuenta. De quién puede contarla. Cuando se nos borra de los libros, de las aulas, de las conversaciones cotidianas, el desierto avanza también sobre la memoria. De eso trata el soft colonialism (colonialismo blando): de reescribir las narrativas, de silenciar a las víctimas, de hacer que el tiempo desgaste la verdad. O así, al menos, lo entiendo yo.
En un mundo saturado de imágenes, el Sáhara apenas tiene rostro. Pero detrás de cada tienda en Tinduf hay una historia de resistencia. Detrás de cada bandera olvidada, la dignidad de una persona que se niega a rendirse. A ser olvidada.
Farah Dih (Argelia, 1991) nació en los campamentos de refugiados saharauis de Tinduf. Es escritora y profesora en la Universidad de Nueva York en Madrid.