Con el anuncio de bloqueo definitivo de Junts a la legislatura aún resonando, el presidente Pedro Sánchez emprende una nueva gira latinoamericana. Primero participará en la cumbre de Jefes de Estado en Belén (Brasil) y después en la IV Cumbre CELAC-UE en Santa Marta (Colombia). Dos escenarios internacionales con los que busca proyectar una imagen de liderazgo y relevancia exterior justo cuando su suelo interno se agrieta sin remedio: con sus socios independentistas dando semejante portazo, ya no hay Presupuestos que valgan ni capacidad de acción legislativa alguna.
No obstante, Pedro Sánchez mantiene, por muy desconcertante que parezca, una agenda tan ambiciosa como simbólica a miles de kilómetros de su país, que es el nuestro.
Y es que España ha pasado de ser un interlocutor privilegiado con Latinoamérica a un actor confuso, atrapado entre la retórica ideológica y la dependencia comercial. Hemos cedido el terreno de la influencia moral a otros socios más consistentes, mientras nuestros mensajes se diluyen entre la complacencia y el oportunismo.
La política exterior no es ni puede ser mero maquillaje, y la incoherencia tiene memoria. En el caso de España, la mayor de las incoherencias se llama Venezuela.
Desde 2018, la política exterior española ha girado en torno a la conveniencia del instante. Ha confundido prudencia con cobardía y diálogo con complacencia. Ha permitido que un expresidente, convertido en lobista del chavismo, condicione nuestra posición internacional. Ha degradado una tradición diplomática que supo ser firme y generosa a la vez. Ha sido una sucesión de silencios, contemplaciones y desaires que nos han hecho perder autoridad moral en toda la región. Lo que antes era una voz de referencia, hoy es una sombra incómoda.
La impronta de José Luis Rodríguez Zapatero, tan persistente como interesada, ha contaminado profundamente la política exterior de España en Venezuela y en toda Latinoamérica. Zapatero convirtió la equidistancia en doctrina y el apaciguamiento en estrategia. Se erigió en interlocutor de un régimen que solo entiende la represión, ofreciendo legitimidad a cambio de nada. Pedro Sánchez, lejos de marcar distancia, asumió su línea.
El resultado es el descrédito. Desde la llegada del actual Gobierno, España ha sido incapaz de mantener una posición clara ante el autoritarismo de Maduro. Se han sucedido las evasivas diplomáticas, los comunicados tibios, las votaciones ambiguas en Bruselas. Incluso cuando la represión alcanzó niveles insoportables, el Ejecutivo prefirió hablar de "diálogo" y "cauce institucional" antes que de dictadura. La prudencia, en política exterior, se convirtió en pretexto.
El episodio de Delcy Rodríguez en Barajas en 2020 simboliza mejor que nada esta deriva. La vicepresidenta venezolana, sancionada expresamente por la Unión Europea con prohibición de entrada en territorio comunitario, aterrizó en Madrid para reunirse con el entonces ministro Ábalos. El motivo y el contenido de esa visita sigue siendo oscuro.
El presidente Sánchez acaba de faltar a la verdad ante la comisión de investigación del Senado al afirmar que desconocía tales sanciones. Pero no puede en modo alguno alegar ignorancia: era presidente desde junio de 2018, cuando el Consejo Europeo —del que él formaba parte— aprobó la ampliación de la lista que incluía a Rodríguez. Su ministro de Exteriores, Josep Borrell, era conocedor de cada nombre y cada resolución.
Aducir ese "desconocimiento" no es un lapsus: revela el alcance de la relación turbia que este Gobierno ha mantenido con el chavismo. Un vínculo alimentado por su coalición con la extrema izquierda de Podemos, la nostalgia ideológica y la conveniencia política.
Mientras Europa reforzaba sus sanciones, España ofrecía gestos de cercanía y promesas de neutralidad. Mientras los presos políticos llenaban las cárceles de Caracas, Zapatero viajaba a fotografiarse con Maduro y Sánchez guardaba silencio.
La consecuencia ha sido el aislamiento moral de nuestro país. Cuando se proclamó la legitimidad de Juan Guaidó como presidente encargado, España tardó en pronunciarse. Cuando María Corina Machado se convirtió en la referencia de una oposición democrática y valiente, el Gobierno español optó por la distancia. Ahora, cuando el mundo entero reconoce su trayectoria con el Premio Nobel de la Paz, Moncloa sigue muda. Ni una felicitación, ni una palabra de apoyo. El más obsceno silencio.
Sin embargo, el final del régimen está cada vez más cerca. Maduro busca salida y destino entre los países con los que EEUU no tiene tratado de extradición: Rusia, China, Arabia Saudí... Quizá los Emiratos o Qatar. La transición a la libertad en Venezuela es inevitable. La sociedad civil se ha mantenido en pie mientras el poder se desmorona. Solo falta que el país que antaño fue su aliado natural —España— deje de esconderse detrás de excusas diplomáticas.
Sánchez no dirá una palabra sobre los presos políticos venezolanos, nada sobre la censura o el exilio, y evitará pronunciar el nombre de Machado"
Sánchez llega así a Latinoamérica con un discurso vacío, incapaz de defender la democracia con la misma vehemencia con la que defiende su relato. Se mostrará cercano a Lula, a Petro, a los gobiernos que comparten su retórica progresista, pero no dirá una palabra sobre los presos políticos venezolanos, ni siquiera sobre los que tienen también nacionalidad española. Nada sobre la censura o el exilio. Evitará pronunciar el nombre de Machado, como si callarla borrara su victoria moral. Y ese silencio pesará más que cualquier foto de cumbre.
Mientras Sánchez intenta recuperar visibilidad internacional, los socios europeos ya no ven en España al socio confiable, sino al actor ambiguo. Y los latinoamericanos ya no la reconocen como puente, sino como espectador indeciso. Porque Latinoamérica atraviesa un ciclo complejo: democracias frágiles, polarización social, economías presionadas por el populismo y el crimen organizado.
He insistido muchas veces en que la política exterior no puede ser un instrumento de propaganda interna ni un refugio para gobiernos debilitados. Europa necesita una relación estratégica con la región basada en el respeto mutuo, la cooperación y la defensa del Estado de derecho. Y España necesita recuperar su papel como referente ético y político entre Europa y América Latina. Un liderazgo basado en el progreso la defensa activa de los derechos humanos y la cooperación entre iguales. No regresar a un pasado idealizado, sino articular un presente coherente y construir un futuro común.
Beatriz Becerra es psicóloga, escritora y doctora en Derecho, Gobierno y Políticas Públicas. Ha sido alta ejecutiva y eurodiputada y vicepresidenta de la subcomisión de Derechos Humanos del Parlamento Europeo (2014-2019) y es actualmente vicepresidenta y cofundadora de España Mejor.
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