A diferencia de Sócrates que iba de modesto por la vida –solo sé que nada sé–, Aristóteles se gustaba. Por ello, sobre todo en su pensamiento político, hay un poso elitista que se debe entender en su contexto y visión del mundo. Para él las personas no eran iguales, sino que se diferenciaban por su inteligencia y virtudes. Esto se refleja en su obra Política, donde hace una taxonomía de las formas de gobierno distinguiendo las "rectas o correctas", que velan por el bien común, de aquellas "desviadas", que atienden "al interés particular del uno, de los pocos o de la masa". A partir de esta clasificación en función de los objetivos, Aristóteles añade otra variable, el número de gobernantes, para caracterizar la tiranía, la monarquía y la democracia como desviaciones de la oligarquía, la aristocracia y la república, respectivamente. "La tiranía es, efectivamente, una monarquía orientada hacia el interés del monarca, la oligarquía busca el de los ricos, y la democracia el interés de los pobres; pero ninguna de ellas busca el provecho de la comunidad".
Cabe aclarar que la democracia que Aristóteles critica no se asimila a la actual, más cercana a la república aristotélica en tanto gobierno en el que participa la mayoría en busca del provecho de todos más allá de su condición. La crítica de Aristóteles estaría más próxima a la que se hace respecto a los gobiernos populistas, que imploran y movilizan a la "masa" recurriendo a la demagogia en sus propuestas de solucionar los problemas de los pobres y que, de facto, dejarían fuera de "la política" a un sector de la comunidad. Exclusión que chocaría con la tradición griega, para la que es indisoluble la comunidad de la ciudadanía, pues esta última se entiende como un ejercicio de participación en lo público.
La clasificación contemporánea de las formas de gobierno, en cambio, es feudataria de la teoría de la separación y división de poderes. Pone el foco en la forma en que se relacionan el ejecutivo y el legislativo y en cómo este último es elegido. Es así que hay al menos tres modelos de gobierno: parlamentario, en el que los ciudadanos mediante votación eligen a los legisladores y éstos, por mayoría, eligen o destituyen al ejecutivo; el presidencialista, en el que los ciudadanos eligen directamente y de forma separada al jefe del ejecutivo y a los diputados; y un tercero que serían las formas mixtas que combinan elementos de los dos anteriores.
Esta larga introducción me parece necesaria para intentar aclarar el afán por gobernar de los ricos latinoamericanos. Dejando de lado la explicación obvia de que la finalidad es instrumentalizar el Estado en beneficio propio y de su grupo, es necesario que se investiguen otros incentivos asociados, como la necesidad de reconocimiento social y el anhelo de poder en sí mismo. Pero lo destacable aquí es que el presidencialismo genera incentivos que propician gobiernos oligárquicos porque, gracias al voto directo, es posible que una persona use su fortuna y la presencia pública que ésta le da para ser electa sin tener carrera política y sin un partido que la apoye. Además, una vez elegida, tiene asegurado un periodo de gobierno, tenga o no tenga apoyo parlamentario. En cambio, en el parlamentarismo, si un oligarca quiere llegar al poder necesitará un partido que obtenga mayoría de escaños en el parlamento y, en caso de no ser así, coaligarse requerirá de ciertas condiciones tanto para formar gobierno como para mantenerse en él.
Debo reconocer que en el parlamentarismo tenemos el caso de Silvio Berlusconi, que al momento de morir era la tercera persona más rica de su país gracias a sus inversiones en medios de comunicación, el fútbol o construcción. Ha sido quien más tiempo ha ocupado la presidencia del consejo de ministros de Italia desde la segunda guerra y, desde que dio el salto a la política con Forza Italia, hizo vida de partido y parlamentaria, mutando de empresario a político. No obstante es una rara avis: posiblemente el único espécimen de rico que ha querido gobernar en Europa, donde las grandes fortunas intentan influir en los gobiernos para que adopten medidas que les favorezcan en lugar de encargarse personalmente.
Los ejemplos latinoamericanos son muchos y disímiles. Por un lado, hay millonarios que han intentado varias veces llegar a la Presidencia y no lo han conseguido. Así, el peruano César Acuña, enriquecido gracias a su red de universidades, que en 2025 iría por su tercer intento de llegar a la Casa de Pizarro, o el ecuatoriano Álvaro Noboa, padre del actual presidente, que trató en seis ocasiones de presidir la república. Además está el salvadoreño Carlos Calleja, cabeza visible de la mayor cadena de supermercados del país con expansión en otros países de la región, que perdió las elecciones contra Nayib Bukele y que, por evidentes razones, ya no ha vuelto a probar.
Por otro lado, estarían los que sí lo consiguieron. Es un grupo con casuística diversa, sobre todo por la relación que desarrollaron con los partidos políticos. En un extremo estaría el expresidente de Chile Sebastián Piñera, dueño de una gran fortuna pero que siempre estuvo vinculado a la actividad política y que fue, sobre todo, hombre de partido, algo que lo diferencia de otros (que formaron su propia organización o que fueron fichados por partidos ya establecidos). Piñera abandonó sus empresas en un momento de su carrera para dedicarse a la política y fue el primer presidente de la derecha en Chile, siendo reelegido.
En un punto medio estaría el paraguayo Horacio Cartes, un empresario con intereses en múltiple sectores y que, al igual que Berlusconi y Piñera, también invirtió en equipos de fútbol. Él fue presidente gracias al apoyo del Partido Colorado que, directa o indirectamente, lleva en el poder desde inicios del siglo pasado. Aunque próximo, no era un hombre de partido, tanto es así que la Presidencia ha sido su primer y único cargo de elección. Se supo de él nuevamente cuando el gobierno de EEUU le retiró la visa y le incluyó en la lista de sanciones financieras a título personal por sospechas de actividades ilícitas.
En el otro extremo, los dos últimos presidentes de Ecuador, cuya carta de presentación ha sido su fortuna más que su partido. Por un lado, el banquero Guillermo Lasso, para quien la Presidencia se convirtió en una especie de obsesión y reto personal, consiguiéndola en su tercer intento aunque no terminó su periodo. Estaba convencido de que él podría aplicar su método de gestión empresarial al Estado, pero durante su gobierno el país vivió una crisis múltiple que le empujó a adelantar elecciones.
A Daniel Noboa no solo le falta ética, sino que también atenta contra la estética del buen gobierno comportándose como un patrón rentista de hacienda de los inicios del siglo XX"
El otro caso es del actual presidente Daniel Noboa. En estricto sentido, el millonario es su padre y, aunque él vende la imagen de exitoso empresario, solo ha desarrollado cargos medio altos en la empresa familiar. Respecto a su desempeño como gobernante deja mucho que desear, pues no se ha contenido la crisis de violencia que vive el país –el punto central de su propuesta– y ha mostrado mucha frivolidad en el ejercicio del poder, además de haber dado claras señales de instrumentalización del Estado para beneficio de su grupo.
Pero no solo le falta ética, sino que también atenta contra la estética del buen gobierno comportándose como un patrón rentista de hacienda de los inicios del siglo XX. Al momento Bonanza que protagonizó galopando por la playa con la secretaria de Seguridad Nacional de Estados Unidos, Kristi Noem, mientras los militares y policías que les custodiaban corrían detrás de los caballos, le siguió el momento de ir a votar en el referéndum que él mismo había convocado conduciendo un Porsche descapotable, sin matrícula, mientras iba rodeado de un operativo militar impresionante que contradecía su exposición a "cabina descubierta".
La última es que estará semanas fuera del país, pues engancha las carreras de Fórmula 1 con sus vacaciones, viajes familiares y viajes oficiales. Esto, luego de haber cambiado hace unos días a los ministros. Todo tan vergonzoso que hace sospechar que ve al país como una Corte en la que lamparear –como se diría en Ecuador– y como fuente de su riqueza … aunque creo que ni eso porque el dinero ya lo tiene fuera.
Francisco Sánchez es director del Instituto Iberoamericano de la Universidad de Salamanca. Aquí puede leer todos los artículos que ha publicado en www.elindependiente.com.
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