Pedro Sánchez era como un Piyayo con la cara de bronce, el bronce del busto de bronce de Pablo Iglesias o de la bufanda de bronce de Pepe Álvarez, que acompañaba al presidente por la sede de UGT como por un museo del bronce. Hacía tiempo que no veía uno al presidente en persona y debo de reconocer que me impresionó, es ya como una estatua vaciada, como un faquir con chaqueta, como un manojo de sarmientos pintado con pintura plateada, igual que un mimo escuálido de las Ramblas. En el centenario de su muerte, Pablo Iglesias, el “santo laico” que decía Ortega, era ya un santo de bronce y escapulario entre pantallas, imágenes, rezos y paneles informativos que parecían un poco de santo capuchino o sovietista, con olor a santidad de mijo. Por allí, por esas capillas por donde uno se podía encontrar bustos a medio derretir, coronillas de niños, brazos obreros como brazos de arcángel y hasta un pilar decorado con los nombres de las mujeres asesinadas por violencia machista (a pesar de las leyes de la izquierda), un homenaje que resultaba algo desconcertante, como esas trenzas cortadas de las capillas de exvotos; por allí, decía, paseaba Pepe Álvarez al presidente que parecía un penitente. Eso sí, un penitente de otra cosa, un penitente de sí mismo, que ya no tiene nada que ver con el socialismo ni el obrerismo sino que carga con su propia cruz de bronce o hueso.
Por la ocasión, por los exvotos, porque se homenajeaba más el dudoso cuerpo incorrupto de Sánchez que a Pablo Iglesias, o porque los sindicatos de clase ya sólo son una franquicia de los partidos en el tajo y de alguna manera han muerto como sindicatos, toda la sede de UGT parecía lúgubre o incluso macabra. Hasta la bandera palestina que tienen en la fachada cayendo largamente como un lagrimón de cera tenía algo de goteo de ángel de cementerio. En realidad, no veía uno mucho entusiasmo entre los sindicalistas de cupo, entre los soldados del obreraje, entre las charos despintadas, como cebras despintadas, entre esos izquierdistas que de repente habían perdido la animosidad y parecían paraguas grises en el día gris, volcados por allí, frente al salón de actos, como si aquello no fuera un homenaje o un aniversario sino un aparcamiento. Cuando llegó María Jesús Montero, más huyendo que llegando, y yo sólo oí unos leves aplausos acorchados o aguados, pensé que no era cosa mía, que algo se había perdido allí, no por el luto por Pablo Iglesias sino por el luto por el partido matriz, o por ellos mismos.
Me di cuenta de que ese aniversario estaba entre el panteón y el gafe, entre el miedo y el espiritismo, yo creo que por contagio de Sánchez. Antes de ver muy ansioso a Pepe Álvarez en el escenario, sudando por la bufanda roja una sangre de martirio y anticipación, ya vi ansiosa a la seguridad del presidente. No es ya que no dejaran entrara a ningún plumilla en el salón de actos, que tampoco es habitual, sino que no dejaban salir a nadie que estuviera dentro. Varias personas, con la fisiología ya comprometida por la edad, quisieron salir al servicio, o sea que se meaban, según rogaron sin eufemismos al gorila de la Moncloa, a lo que éste les respondía, desde el fondo de su forrada redondez: “Si salen, no entran”. Faltaban veinte minutos para que entrara Sánchez, era la sede de UGT, todos tenían acreditación o filiación, y aun así parecía que llevaban a Sánchez otra vez a Paiporta. O a la calle en general, que ya saben que está llena de ultras, de fachas, “de gente”, que dirían Les Luthiers. Nada parecía normal, ni los ánimos, ni la contención, ni el acojone, ni ese olor a palmatoria de los santos convertido en olor a salmuera de los muertos.
Yo creo que por eso, porque todo parecía triste, tétrico e inevitable (no hay nada más triste que la inevitabilidad), tuvieron que poner como veinte versiones diferentes de La internacional, desde la fiestera a la flamenca. E iluminarlo todo con un rojo no ya sindicalista sino infernal, un rojo mareante, apabullante, doloroso, acojonante, como si el salón de actos fuera un salón de El resplandor. En las pantallas (los plumillas sólo podíamos ver la pantalla como un ojo de buey de un batiscafo), Sánchez ya bajaba hacia el salón, bajaba unas escaleras acompañado por Pepe Álvarez, como si una vedete bajara al escenario acompañado del inevitable señor con chistera o bastón. Y entonces salí a los límites del redil y lo vi a él, a Sánchez, que entre esos rojos exagerados o estallados era como de amianto, y que parecía entrar no a un acto protocolario sino al núcleo de un reactor nuclear, devorado por la radiación como por esas enfermedades de los metales y, creo yo, también, de nuevo, por la inevitabilidad.
Nada de lo que pasó luego iba ya con él. Era como si Sánchez hubiera ido a la ópera, como si todos hubiéramos ido a la ópera. Pero yo diría que hasta los sindicalistas y socialistas de allí lo sentían, esa lejanía, esa desconexión de Sánchez, como el que desconecta en la ópera o el ballet porque está allí para figurar y Sánchez está en todo para figurar, incluida la Moncloa. En esa ópera, por contar algo de ella, actuó por ejemplo Juliet Kent, campeona mundial de micro abierto de poesía, que uno no sabía ni qué era eso pero es como rapear sin música, o hacer poesía con demasiada prisa para que sea poesía. La chica, muy joven, seguía a pesar de todo en el 36, o sea Lorca, onomatopeyas de portazos como tiros o quizá al revés, y todo el guerracivilismo que cabe en la mochila y en un rap, o en una poesía masticada como el rap. Pero es que en el fondo es verdad, es que apenas tienen otra cosa que la historia o el romancero, el lorquismo encebollado de luna, la mitología del yunque y la guerra. Sobre todo, después de que Sánchez lo haya traicionado todo, todos los principios del presente y todos los principios el pasado.
El fantasma de Pablo Iglesias aún parece curil pero inofensivo; el fantasma de Sánchez, en cambio, puede llevarte con él
Nos pusieron luego un vídeo hagiográfico de Pablo Iglesias (Iglesias, como el PSOE, tiene oscuridades que no iban a salir y que había que cubrir con milagros). En él decían que era “muy actual” porque pedía derechos, esos derechos en peligro por la derecha, no porque Sánchez haya girado hacia el populismo disco-peronista. Y hasta Zapatero, más ahora en el negocio que en los derechos, se apuntaba a esa actualidad inactualizable. La realidad es que nadie entonces (ni ya ahora, si me apuran), sabía lo que era la democracia, nadie lo supo hasta conocer el horror de los totalitarismos, y las oscuridades del PSOE y su fundador están justo en esa sombra histórica. De todas formas, se nos apareció el fantasma de Pablo Iglesias, recreado por IA y por la voz de Víctor Clavijo, diciendo sus cosas de santo en una época que fue realmente salvaje, por un lado y otro, aun yendo algunos de santo. Yo creo que al ver al fantasma de Pablo Iglesias todos pensaron en el fantasma de Pedro Sánchez. Diría incluso que el fantasma de Iglesias intentaba animar un poco a Sánchez y al propio público. Como después Inés Hernand, que pedía así: “Aplaudidle bien, pobre Pedro. Se ríe por no llorar”. Yo entendí entonces mejor su polémica sobre los abertzales pacifistas, porque creo que tiene tendencia al bocachanclismo. Y hasta dijo que le gustaba “el rollo Ceaucescu de Prado del Rey”.
Ni los presentadores elegidos por el sanchismo se pueden sustraer ya al ambiente de decadencia, que es lo que yo ya había notado en la gelidez con fogonazos del acto y en los fantasmas y el público que intentaban animar a Sánchez como si fuera a entrar en el quirófano. Pero no lo terminaban de conseguir. No lo consiguió una cantante, de la que se me ha volado el nombre, con su homenaje feminista a las mujeres del carbón, más que nada porque nos suenan más esas mujeres de Ábalos y del bragueta loca de Salazar, ante las que el feminismo socialista ha callado. Tampoco lo consiguió Pepe Álvarez, que se llevó media hora tirando de herencia sindicalista e izquierdista, que es lo que hace siempre y además es muy exacto. O sea, que ellos han heredado la cosa, ciertamente, como una hacienda, y son un poco señoritos absentistas de la clase obrera. Es la historia lo que queda, el abolengo, un poco ridículo como cuando los lores van con sombrerito (Inés Hernand mencionó a Las Sinsombrero, que quizá es lo que le falta a Sánchez, ir sin sombrero y con polisón). Ya no quedan esas esencias ni en el sanchismo ni en el sindicalismo (tiene que irse uno a la CGT, por lo menos), apenas el brazo armado con llave inglesa de los partidos. Lo demostró Álvarez alabando la gestión del Gobierno, con quien suele manifestarse tras las pancartas y tras los micrófonos. Pero ya digo que parecía sudar por la bufanda roja, cobriza, mientras decía sentirse orgulloso. “No hemos tenido que cambiar nuestras siglas”, recordaba. Quizá baste con ignorarlas, que del PSOE ya no queda ni la P.
Cuando Sánchez subió al escenario continuó con el orgullo. Lleva él muy orgullosamente lo suyo, ciertamente, aunque bajo los focos, y ante la rosa de la pantalla que acentuaba la podredumbre o el veneno de esa luz roja o de su máscara roja, parecía también nervioso o ido. Era como un Iggy Pop joven o viejo o indistinguible intentando colarnos un repertorio con el que ya no puede. Hasta se liaba como se liaba Rajoy, que no sé si dijo que ellos son los primeros o los últimos en eso de la guerra contra la derechona mundial, los que empezaron, los que quedan o los que no se van. La implacable lucha contra el “efecto invernadero” (sic) parecía la lucha contra la corrupción, o al revés; salía Ayuso pidiendo perdón al fiscal general, cuando quizá era él queriendo pedir perdón por el fiscal, por Salazar, o por todo; y salía Palestina olvidando el Sáhara, y salía Trump olvidándose de Maduro o de sí mismo. Sí, Sánchez, el más brillante trumpista, con ese rojo líquido o rallado sobre el pelo igual que el naranja de Trump, con el ego y los manejos de emperador niño que sólo Sánchez puede disputarle. Todo era triste, tétrico y, seguramente, inevitable. Cuando terminó la ópera, nadie sabía si le daba la mano a un compañero o a un fantasma de humo o bronce. El fantasma de Pablo Iglesias aún parece curil pero inofensivo; el fantasma de Sánchez, en cambio, puede llevarte con él. Y creo que hasta allí lo sabían.
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