Años 60. Un cuarteto de melenudos, de Liverpool, compone la mítica Lucy in the Sky with Diamonds. Son los años del LSD, de la sicodelia, del desfase y desenfreno. Los hippies, llegados de todos los rincones del planeta, desembarcan en Afganistán siguiendo los pasos del inmortal Marco Polo y su Ruta de la Seda. ¿Por qué el país centro asiático? Su hachís y, sobre todo, su opio eran los mejores del mundo. Y si tu objetivo es drogarte uno tiende a buscar la mejor calidad.

La monarquía absolutista decide abrir la mano y absorber todo lo que llega del exterior. Fueron años de aperturismo y esplendor. Kabul, la capital del país, se convierte en una ciudad cosmopolita y multicultural. La universidad está en plena ebullición. Las ideas políticas inundan las calles de la capital. Los pantalones de campana y las faldas, por la rodilla, sustituyen al salwar kameez- traje típico. La cultura occidental comenzaba a abrirse paso y a inocular su dulce veneno. El mítico Duke Ellington, junto con su banda de jazz, dio un concierto en el estadio Ghazi ante 5.000 espectadores. ¡5.000 afganos escuchando a uno de los más grandes de la historia del Jazz!

Pero lo bueno no dura eternamente. En 1973 el país colapsa y comienza su camino a la autodestrucción. Un golpe de estado acaba con la monarquía absolutista, la época más estable y pacífica del país. La inestabilidad llega a tal punto que el 26 de diciembre de 1979, las tropas soviéticas, a petición del gobierno marxista del Partido Democrático Popular de Afganistán, deciden invadir el país. Comienza una guerra que duró nueve años, un mes y quince días y donde murieron 15.051 soldados soviéticos.

Los bombardeos sustituyen a los conciertos de Jazz, los combates se suceden por todo el país; y los hippies se llevan la música a otra parte.

Los bombardeos sustituyen a los conciertos de Jazz, los combates se suceden por todo el país; y los hippies se llevan la música a otra parte. En ese escenario, los señores de la guerra, un contubernio de hijos de puta fanáticos, gentuza varia y organización mafiosa, deciden dar una utilidad a sus campos de opio: la venden al exterior para poder financiarse las armas y, por extensión, la guerra.

El opio salía de Afganistán y se refinaba en Irán, donde se convertía en heroína. Y de ahí, hasta las calles de Europa y Estados Unidos. Son los años de la Movida. ¿Les suena? Pues la mierda que se metían en vena los españoles, y que acabó con una generación, provenía del recóndito Afganistán. El dinero de la droga sirvió para financiar la guerra en Afganistán durante más de una década.

El opio es una mezcla de sustancias que se extrae de las cápsulas de la adormidera, planta de la familia de las amapolas. A. Pampliega

 

En 1996 llegaron los talibanes y se acabó la fiesta. Los ultraortodoxos, Corán en una mano y guadaña en la otra, decidieron cortar por lo sano, nunca mejor dicho. Redujeron los campos de adormidera a la mínima expresión, apenas 500 hectáreas repartidas por todo el país y, en la mayoría de los casos, en manos de los señores de la guerra convertidos ahora en la famosísima Alianza del Norte, la misma que usó George W. Bush para invadir Afganistán en octubre de 2001 dando comienzo a su Operación Libertad Duradera.

El 41er presidente de Estados Unidos prometió liberar al mundo de la tiranía del terrorismo, acabar con Al Qaeda, liberar a las mujeres afganas (perdónenme sino puedo contener la risa en esta parte) y erradicar el opio afgano que, según él y sus asesores- los mismos que años más tardes tuvieron la ocurrencia de las armas de destrucción masiva en Irak- servía de financiación a los talibanes y a la organización liderada por Osama Bin Laden.

En 1996 llegaron los talibanes y se acabó la fiesta. Los ultraortodoxos, Corán en una mano y guadaña en la otra, decidieron cortar por lo sano

¿Y qué ocurrió? Se preguntarán ustedes. Pues lo de siempre… ¡que mintieron! La OTAN, la ISAF (Fuerza Internacional de Asistencia para la Seguridad, por sus siglas en inglés), y el gobierno ‘democrático’ de Afganistán vendieron una mentira al mundo. Lo habitual, vamos. Llevan años haciéndolo. “La misión de la ISAF no es la de luchar contra los cultivos de opio sino la de proporcionar seguridad a los civiles afganos; de la lucha contra el opio se encarga la policía”, me confesó el capitán Michael Mulvaney, responsable del 3er Batallón 2º Regimiento de Marines de Estados Unidos en el remoto distrito de Musa Qalah, en el sur de Afganistán, cuando le pregunté cómo era posible que la OTAN, ISAF y su puta madre no luchasen contra la principal fuente de financiación de la insurgencia afgana.

Las plantaciones de opio son parte fundamental de la precaria economía del país. A. Pampliega

¿La misión de ISAF no es la de luchar contra el opio? Aquella respuesta me descolocó. El 13 de febrero de 2010, ya con Barack Obama en el despacho de la Casa Blanca, se ponía en marcha la Operación Moshtarak donde 15,000 soldados estadounidenses, británicos y afganos lanzaron una feroz ofensiva contra el distrito de Marjah, no muy lejos de donde el capitán Michael Mulvaney me hizo aquella confesión mientras tomábamos un café aguado. Aquella operación militar, con la CNN mediante, tenía como objetivo expulsar a los talibanes de uno de sus principales bastiones y apoderarse de uno de los distritos donde se cultivaba el 20% de la heroína que se consume en todo el mundo. “Pues comparado con Musa Qalah, en Marjah se plantaban patatas”, finalizó aquella conversación a la luz de las estrellas donde aquellas pinceladas me dibujaron el panorama que me iba a encontrar.

La respuesta de Mulvaney me sorprendió por ir cargada de sinceridad. Desconozco si el militar hizo aquella confesión por hartazgo, frustración o porque ya empezaba a estar de vuelta de todo. Llevaba seis meses tragando polvo- le faltaban otros seis para volver a casa- y viendo como sus hombres morían o eran troceados por las minas que los talibanes colocaban en los caminos. Imagino que, para un militar de carrera, era su segunda vez en Afganistán y antes había pasado por Irak, le tocaba los huevos que su misión en aquel vergel de la heroína fuese, única y exclusivamente, hacer como si allí no pasase nada. Porque sus órdenes eran ver, oír y callar.

Un militar junto a una plantación de adormidera. A. Pampliega

No piensen que los campos de adormidera están ocultos bajo redes que los hacen invisibles desde los helicópteros. No. Esto no es Colombia donde las FARC o los cárteles se cuidan muy mucho de que sus activos pasen lo más desapercibidos posibles. En Afganistán los campos de adormidera están a la vista de todo el mundo. Se puede pasear por ellos. Se puede fotografiar a los granjeros recolectando la resina que acabará convirtiéndose, una vez procesada, en heroína.

Los señores de la droga dan armas, munición y apoyo logístico a la insurgencia ara que continúen la guerra contra las tropas internacionales

Los campos de opio son vox populi y a todo el mundo se la suda. Les da exactamente igual lo que aquí ocurra. Ni la OTAN, ni ISAF, ni el gobierno afgano, ni la ONU. Al final, todos se llevaban su parte del pastel en el negocio de la heroína. La pela es la pela. “Los señores de la droga dan armas, munición y apoyo logístico a la insurgencia para que continúen la guerra contra las tropas internacionales con el fin de poder continuar con el negocio del opio”, se desprendía de un informe confidencial elaborado por la DEA (Agencia Antidroga de Estados Unidos) y al que tuve acceso durante mi empotramiento con las tropas estadounidenses.

Todo en Afganistán es surrealista. O, mejor dicho… Afganistán es el país de la simulación. Ese lugar donde todo el mundo parece que simula hacer algo pero, en realidad, no hace absolutamente nada porque no les interesa cambiar las cosas. En Musa Qalah, como en otras partes del país, los señores de la guerra y los caudillos locales son los que cortan el bacalao; o el opio, en este caso. Son los encargados de luchar contra la droga y, al mismo tiempo son los mismos que la venden. ¿Entonces? Pues eso… Si quienes tienen que erradicarla son los mismos que se lucran, está claro porque esto es un vergel de opio.

En Afganistán los campos de adormidera están a la vista de todo el mundo. Se puede pasear por ellos. A. Pamliega

El caudillo local en Musa Qalah se llama Haji Abdul Ubli, alías Koka- curioso el mote, ¿verdad? Este oficial, que ronda la cincuentena, es toda una celebridad en el distrito. Ex muyahidín, ex señor de la guerra, ex genocida (asesinó a sangre fría a 300 talibanes), ex presidiario… y actualmente demócrata convencido. El tal Koka hace bueno el dicho de Roosvelt sobre Somoza: “Es un hijo de puta pero que es nuestro hijo de puta”. “Hemos destruido 400 plantaciones de adormidera en lo que va de año”, se jactaba orgulloso este antiguo guerrillero. 400 plantaciones- que no hectáreas- pueden parecer una auténtica barbaridad pero la realidad supera, como siempre, a la ficción. Según la DEA Musa Qalah es el tercer productor de opio de la provincia de Helmand, por detrás de Nad Ali (18.646) y Naher-i-Seraj (11.517), con 8.415 hectáreas. ¿Y ahora, 400 ‘plantaciones’ siguen pareciendo muchas? Por cierto, un dato curioso más. En el año 2005 el número de hectáreas de opio en este distrito no superaba las 2.000. Pues eso..

La erradicación de los campos de opio en Afganistán es una quimera.

La erradicación de los campos de opio en Afganistán es una quimera. Posiblemente, sea la gran mentira de esta guerra. En 2017 la producción de opio creció un 87% hasta alcanzar un volumen cercano a las 9,000 toneladas; mientras que la superficie dedicada al cultivo de adormidera se incrementó un 63%. Por cada campo destruido hay más de un millar lleno de opio. De hecho, el número de granjeros que cultiva amapola no ha hecho más que incrementarse en los últimos años. Y los datos no son nada halagüeños. De las 144.018 hectáreas cultivadas en toda Helmand se han destruido menos de 750.

La heroína también hace estragos ente los afganos. A. Pambliega

“¿Lo conoces? ¿Lo has visto alguna vez por aquí?, pregunta Neroyudin mientras muestra una foto, tamaño carné, de su hijo. “Por favor, ayúdame”, suplica pero no consigue respuesta alguna. Son pocos los que levantan la cabeza para prestarle atención. El hombre no desiste en su desesperada búsqueda. “¿Lo habéis visto? Lo estoy buscado… Por favor, necesito que me ayudéis. ¿Os dejo mi número de teléfono por si lo veis?”, susurra a un grupo de hombres que ni se inmutan.

“Estoy buscando a mi hijo. Es drogadicto”, acaba confesándome este taxista de 60 años que lleva varios días sin apenas dormir. “Está enganchado a la heroína, al opio… Desde hace dos años es consumidor habitual”, relata con todo el dolor que puede hacerlo un padre que siente que, cada día que pasa, su hijo está más perdido y más cerca del abismo. “Le interné en varios hospitales de Kabul. ¡Siete veces! Y no sirvió de nada”, afirma con desesperación mientras me mira esperando encontrar en mí una solución que no puedo darle. “Tengo miedo de encontrarlo muerto por una sobredosis”.

Me muestra la fotografía de Enaumudin, su hijo. Es un joven. Risueño. Un joven afgano bien peinado. Uno de tantos como los que se marchitan en este sumidero de mierda. “Este es uno de los puntos de consumo habitual en la ciudad. Aquí, mi hijo, tiene muchos amigos. Pero nadie me dice absolutamente nada”, confiesa desesperado.

Los exclusión social en un país como Afganistán es equivalente al abandono absoluto.

Más de un centenar de personas están desperdigadas junto a una tapia mientras, a menos de 200 metros unos muchachos juegan al fútbol despreocupadamente. Están tan acostumbrados a este espectáculo que no les sorprende que justo al lado de uno de los postes de la portería haya un drogadicto durmiendo o muerto, vete a saber… porque nadie se ha acercado a preocuparse si aún respira. Si está muerto ya vendrán a levantar el cuerpo; y sino, pues ahí se queda.

Cientos de jóvenes, y no tan jóvenes, tratan de ocultarse de miradas indiscretas. Son los marginados de la sociedad afgana. Los indeseables.

Cientos de jóvenes, y no tan jóvenes, tratan de ocultarse de miradas indiscretas. Son los marginados de la sociedad afgana. Los indeseables. Aquellos que nadie quiere ver pero que todo el mundo sabe que existen. Los desheredados de ese Afganistán que se presumía iba a caminar hacia una nueva etapa de prosperidad pero que ha acabado en el sumidero. Justo donde muchos de estos adictos rebuscan para tratar de encontrar plástico o metal con el que poder ganarse unos afganis con los que comprar su dosis.

Aquí, donde estas personas no existen, donde la policía no patrulla, donde las oenegés no se dejan caer, donde los fantasmas del muro fuman y se inyectan sin que nadie diga esta boca es mía, es donde Neroyudin ha venido a buscar a su hijo. “La droga es tan barata y es tan sencilla de encontrar…”, se lamenta este buen hombre mientras observa a su alrededor.

Los cuerpos de las personas adictas permanecen tirados en las calles, están colocados o muertos. El tiempo lo determina.

Un joven dormita, en una postura inverosímil, disfrutando del viaje. Muy cerca de él, un grupo de hombres, en corrillo, se ocultan bajo un grueso patú, una suerte de chal típico afgano. Fuman opio en una bombilla de cristal que se van pasando unos a otros. La función del patú es que el humo no se escape. A esto se conoce, popularmente, como submarino. “El gobierno debería encontrar una solución para estos jóvenes. Aquí está el futuro del país. Enganchado al opio y a la heroína”, denuncia el viejo taxista resignado.

Hay más de cuatro millones de adictos. Es decir, el 8% del total de la población afgana

Afganistán es el primer productor mundial de opio y heroína del mundo. Pero, desde la caída de los talibanes, se enfrenta a un grave problema de consumo interno. Según la Oficina de Naciones Unidas contra las Drogas y el Crimen Organizado (UNODC, en sus siglas en inglés) en el país centroasiático hay más de cuatro millones de adictos. Es decir, el 8% del total de la población afgana; lo que duplica la media mundial.

El 8% de la población afgana es adicta. A. Pampliega

“Para mí son todos como mis hijos”, confiesa Neroyudin quien se despide de mi con una frase lapidaria. “Esto, con los talibanes, no pasaba. Deberían cortar las manos a aquellos que se lucran con la venta de droga”.

Quizás ese sea el quid de la cuestión. El valor de los opiáceos producidos aquí ronda los 1,500 millones de euros anuales; es decir, el equivalente al 7.4% del Producto Interior Bruto de Afganistán. ¿Quién iba a renunciar a estas suculentas cifras por unos ‘pocos yonkies de mierda’?

Un hombre, no sabría precisar su edad, trata de calentar una lata sobre unos rescoldos humeantes. Está completamente cubierto de mugre. Tiene los ropajes sucios, viejos y raídos por las inclemencias del tiempo. Vive aquí, junto con una docena de hombres más. Son lo más parecido a una familia que tiene. Ellos no le juzgan. Son como él. Al final lo importante es el sentimiento de pertenencia a un grupo. El hombre me mira fijamente pero no me ve. Soy invisible para él. Está complemente ido. Vive en una realidad paralela. Al olor de la lata un gato tiñoso se acerca. Comienza a hablar con él. Desconozco qué puede estar confesándole pero habla y habla sin parar.

Un adicto yace en el suelo mientras unos niños juegan al fútbol. A. Pampliega

Introduce una cucharilla en el interior de la lata. Se lleva a la boca una especie de habas o garbanzos, ni lo sé ni lo quiero saber. Está hambriento porque repite el gesto varias veces, con ansia. El gato maulla pidiendo su parte. El hombre le acerca la cuchara para que el minino la deje limpia como una patena, antes de volver a meterla en el interior de la lata. Al lado del hombre otro tipo duerme despreocupado.

Para el gobierno afgano los drogadictos no son prioridad. ¿Quién querría hacerse cargo de esta chusma infecta?

“¿Me puedes hacer una fotografía?”, me pide un hombre de mediana edad con un pañuelo ajedrezado cubriéndole el cabello. Una mascarilla, de papel desechable, oculta un fino bigotillo. Tiene una herida, que aún le sangra, en la mejilla izquierda. “Llevo cuatro años enganchado a la droga. Desde que murió mi mujer”, confiesa Sanaullah, de 54 años. “Estoy tratando de salir pero sin ayuda es imposible. Fue una locura y, cada día me arrepiento. Sólo quiero recuperar mi vida”, se sincera este hombre que hace cuatro años que no ve a sus hijos. “Me gustaría verlos pero me da vergüenza que me vean así. Vivo en la calle. No puedo asearme. Ni cambiarme de ropa. Huelo mal… Lo único que necesito es ayuda para desengancharme”.

Para el gobierno afgano los drogadictos no son prioridad. ¿Quién querría hacerse cargo de esta chusma infecta? En todo el país existen 20 centros dedicados a la rehabilitación. 20 centros para cuatro millones de adictos en un país donde cada día mueren entre dos y cuatro personas por sobredosis o enfermedades derivadas. Millones de afganos comparten aguja para el chute. El SIDA comienza a campar a sus anchas por el país. Es como el caballo de Atila, por donde pasa no vuelve a crecer la hierba.

Sanaullah comenzó fumando opio mientras trabajaba en los cultivos. De ahí a la heroína y después al arrollo. “Yo fumo heroína y cuando no tengo dinero opio, que es mucho más barato”, confiesa este hombre que se gana la vida como obrero de la construcción y lo poco que gana lo invierte para consumir. “Durante el periodo de los talibanes era impensable que alguien se drogase. Pintaban de negro a los adictos para que todo el mundo los reconociese. Pero ahora… está por todas partes”.

La juventud de Afganistán se marchita en rincones inmundos como este, enganchada al opio y a la heroína. De aquellos campos verdes donde el blanco, el rosa y el rojo, que lo llenan todo de color, hasta este polvoriento descampado a las afueras de Kabul. Mismo país diferente realidad. Hay quienes se luchan y hay quienes mueren. La vida. Cuestión de perspectivas y prioridades.