El Teatro de la Zarzuela apuesta por uno de los directores de escena más destacados de la actualidad para adentrarse en el final de la temporada por todo lo alto. Château Margaux y La viejecita, el laureado programa doble de Lluís Pasqual, estará en cartel hasta el 8 de abril, con música de Manuel Fernández Caballero, quien es, sin duda, uno de los grandes músicos del siglo XIX.

Lluís Pasqual, a través de su versión libre, aunque resulte paradójico, se mantiene fiel a las dos obras. Su trabajo muestra un profundo respeto y una gran admiración hacia la zarzuela, aspectos que se ven plasmados en cada detalle de la puesta en escena. El catalán trae con gran elegancia y honestidad dos obritas que fácilmente hubieran pasado sin pena ni gloria, rejuveneciendo a La viejecita, y aportando la chispa que requiere abordar Château Margaux. Es realista pensar que otras opciones, supuestamente más puristas, hubieran resultado también interesantes. Sin embargo, se habrían alejado de una posible zarzuela más genuina.

El director respeta lo básico de nuestro teatro lírico: la libertad del género, su independencia y la capacidad de transmitir un mensaje en el momento apropiado, adaptándose siempre a lo que el público exige y necesita. Sin duda, la renovación de la zarzuela pasa por recuperar su esencia, y posiblemente disgustar a una parte del público de mayor edad que busca siempre un concepto mítico que probablemente nunca existió. Esta puesta en escena es, por tanto, una opción ideal para que los espectadores que no acaban de atreverse a acudir al Teatro de la Zarzuela, lo hagan, y esta vez, para volver.

La Orquesta de la Comunidad de Madrid, dirigida con la gracia que se requiere, y teatralmente desde el mismo escenario por Miquel Ortega, se encuentra en muchas ocasiones por detrás de los cantantes. Frente a esa posible opinión contraria que pudiera despertar en algunos, principalmente del mundo más academicista, la decisión es un gran acierto, adquiriendo un protagonismo especial. Integra la orquesta en un concepto teatral que convierte la música en el cuerpo y el alma de la producción. Nada queda superfluo y todo se funde en una unidad que funciona siempre al unísono. Es cierto que, a ratos, la obra parece avanzar más lentamente pero, sin duda, esa sensación se debe atribuir a las exigencias de la vida moderna, pues la producción dura poco más de hora y media, y en ningún momento llega a sobrar nada.

Un programa de Radio Nacional es la excusa para articular las dos obras

Un programa de Radio Nacional es la excusa para articular las dos obras. La primera se convierte en un talent show en el que Ruth Iniesta y Emilio Sánchez, brillantes los dos en los papeles de una concursante sevillana y otro gallego respectivamente, compiten por ser la mejor de las voces. Aparecen entonces los tópicos que caracterizan tanto a los del sur como a los del norte en un contexto divertidamente franquista.

Ambientar en esta época la obra, época que tanto “fascina” a los que no vivieron ni la Guerra Civil ni tuvieron relación alguna con la dictadura más que durante su infancia y juventud, asusta a quienes consideramos que esta enfermiza obsesión alcanza en general el grado de lo grotesco. Sin embargo, nada más lejos de la realidad. La broma y la ironía se encuentran en su justa medida, y ese trasfondo se desvanece en lo político para convertirse en el resultado de una muy buena labor teatral. A lo largo de esta primera parte, el coro masculino, como soldados, acompaña al público desde el patio de butacas. Jesús Castejón consigue bordar un papel de locutor brillante a la hora de interactuar con el público al aportar el dinamismo que convierte el teatro en un verdadero estudio de radio. Esta nueva relación, creada también gracias a que la orquesta ya no constituye un obstáculo entre el escenario y el patio de butacas, acerca al espectador a la zarzuela bajo el paraguas de una complicidad especialmente empática.

Un gran salón de baile toma la escena en el que las escaleras abrazan a la orquesta.

La desaparición del estudio de radio da paso a un gran salón de baile, en el que las escaleras abrazan a la orquesta. Se entra de lleno en La viejecita, que había sido introducida previamente como segunda parte del programa radiofónico. Borja Quiza se convierte en el barítono protagonista indiscutible al querer entrar en una fiesta a la que no ha sido invitado, vestido de una atrevida mujer de avanzada edad, con la intención de cortejar a Luisa, de quien está enamorado.

Los números musicales se suceden ágilmente en el marco de una dirección de escena cuidada, en donde la compenetración entre los actores y cantantes resulta clave. El espíritu de la zarzuela aparece en este contexto más potente que nunca. Las buenas voces encuentran un equilibrio entre las necesidades teatrales y las cómicas. Al fin y al cabo, en demasiadas ocasiones se le ha exigido a la zarzuela unas cualidades interpretativas en lo vocal que distan de ser las ideales, y que son más apropiadas para un recital en el Auditorio Nacional o una grabación de CD.

La sencilla escenografía de Paco Azorín esconde un complejo y esmerado diseño

El resto del reparto, entre los que se encuentran Miguel Sola, Lander Iglesias o Antonio Torres, están sobradamente a la altura de los demás protagonistas. La sencilla escenografía de Paco Azorín esconde un complejo y esmerado diseño, mientras que el vestuario y la iluminación completan acertadamente el concepto global de la producción. Aunque no resulte ser una novedad, y fuera concebida en su momento para el Festival Grec de Barcelona y los teatros Campoamor y Arriaga de Oviedo y Bilbao, es el camino a seguir en esta nueva etapa recién estrenada de Daniel Bianco al frente de este particular templo de la lírica.