Se besaron por primera vez en la oscuridad más absoluta del túnel que une las estaciones de Gran Vía y Callao. Llevaban dos años compartiendo el turno de noche en el Metro de Madrid. Limpiaban precintos, kleenex y chicles amarrados a las vías, los restos de quienes deambulan por los andenes de día. Las primeras semanas trabajaron en silencio, recreándose en la soledad de las estaciones vacías, hasta que una madrugada de julio, un paraguas abandonado en un banco le brindó un pretexto inesperado para contarle su historia.

Estuvo enamorado de una funcionaria de embajada, a la que conoció en un día plomizo a las afueras de Oslo. Recordaba, sobre todo, la emoción del primer abrazo; aunque habría otros muchos, casi siempre bajo la lluvia, al cobijo de un paraguas gris como el cielo de Noruega. Un traslado indeseado les llevó a Bruselas. Vivieron en un apartamento diminuto con vistas a los tejados mojados del casco viejo. Los días de ella eran llevaderos en la embajada, pese al ambiente insípido de la oficina. Los de él se hicieron interminables. Nunca encontró un trabajo estable y el destino le condenó a gastar las horas vagando por avenidas húmedas sin más compañía que el viejo paraguas gris.

El destino le condenó a gastar las horas vagando por avenidas húmedas sin más compañía que el viejo paraguas

Habría otro tumbo más, instigado por una carta con sello oficial del Ministerio que les anunciaba su reubicación en Copenhague. Sólo aguantó dos semanas en el piso con vistas a un canal sombrío. Le confesó su desazón en las puertas del Tivoli, bajo un aguacero de primavera. Tenía el corazón empapado. Y el espíritu agotado de vivir tantos días en blanco y negro, y demasiadas noches de amor decadente. Hizo las maletas, se despidió para siempre con un beso gélido y regresó a Madrid. Tenía la excusa para darle un giro luminoso a la vida, pero España le recibió asfixiada por una crisis galopante. Llamó a cientos de puertas y la única que encontró abierta conducía al servicio de limpieza nocturno del Metro.

Cuando acabó el relato, un apagón repentino dejó a oscuras el túnel y ella le dio un beso fugaz en los labios. Ni siquiera le dio tiempo a abrazarle. Cuando la luz metálica volvió a iluminar las vías, él ya estaba camino del andén. Le dijo adiós con una mano y abandonó la estación con el paraguas abandonado en la otra.

No supo más de él en los dos años que transcurrieron hasta que lo encontró, por casualidad, en la cuesta más empinada de Lisboa. Se dieron de bruces en una calle estrecha que conducía al Castelo. Cojeaba ligeramente del pie derecho y se apoyaba en el mismo paraguas que recogió aquella noche en la estación del Metro. En el barrio de Alfama deslumbraba el sol del Atlántico, pero él desprendía una oscuridad insondable, forjada de tantas noches de insomnio y soledad.

Le confesó que la luz de Lisboa había acabado doliéndole tanto como las sombras de su pasado

Esa noche se amaron con furia en el apartamento con vistas al Tajo. Y la siguiente repitieron la escena con ternura. Hubo muchas más. Porque ella sólo regresó a Madrid para dejarlo todo: su pareja de toda la vida, su piso en Lavapiés y su contrato fijo en el Metro.

Un año después, él le confesó que la luz de Lisboa había acabado doliéndole tanto como las sombras de su pasado. Que necesitaba soltar lastre y empezar otra vez de cero. Que ansiaba ver el sol de verdad, sin el velo poroso de los malos recuerdos.

Ella lo creyó a ciegas y, cinco días más tarde, se vieron a sí mismos bajando las cuestas de Alfama cargados con dos enormes mochilas. En el andén del metro, mientras ella repasaba los billetes de ida a Mykonos, le vio abrir su equipaje en silencio. Sacó el paraguas sin mirarla a la cara y lo tiró a una papelera. Cuando subieron al vagón que les llevaba al aeropuerto, algo parecido a un destello de sol asomó en sus pupilas.