Eligió el viaje de vuelta para contarle su decisión. Llevaba semanas buscando el momento para decirle que no habría otra oportunidad. Que no había vuelta atrás. La relación estaba en los huesos por el desgaste, por tantos años de idas y venidas, aplastada por la monotonía. No quedaban ni los rescoldos de su pasión, que antes se desbordaba cada vez que hacían la mochila y se marchaban lejos. Para disfrutarse a solas, a miles de kilómetros de la rutina.

Un avión les unió y otro avión estaba a punto de separarles. Le conoció en una cola de embarque, a punto de volar a Guatemala. Ella viajaba tres meses al lago Atitlán, para implantar un nuevo proyecto de su ONG. Él pasaría cinco semanas en el país sin rumbo definido, para olvidar dando tumbos la relación tormentosa que acaba de cercenar. Se enamoraron en pleno vuelo y se amaron con locura los cinco días que pasaron en Antigua.

La relación estaba en los huesos por el desgaste, por tantos años de idas y venidas, aplastada por la monotonía

Medio año después estaban viviendo juntos en Granada. Aunque su casa del Albaicín era poco más que una base temporal. Una fonda con patio y fachada blanca para dormir tras el trabajo, para darle un descanso a sus mochilas, ajadas de tanto trotar. En cuanto podían salían de viaje, a ser posible en avión. Defendían que la mejor perspectiva del planeta se obtenía a través de sus ventanas ovaladas. Por ellas habían visto juntos la selva infinita del Amazonas, cuando volaron de Rio de Janeiro a Buenos Aires. O la línea imperfecta del litoral africano en Dakar, con el contraste extraordinario del azul atlántico y las dunas ocre. Y el mar Caribe salpimentado de islotes, flotando como nenúfares, con millones de puntos de luz brillando como luciérnagas cuando lo cruzaron de noche.

Paseando por el Albaicín, en las noches de primavera, a ella le gustaba revisitar con la memoria las cumbres majestuosas de los Alpes, que casi se podían acariciar, camino de Praga y de Budapest. Él siempre contestaba con la misma coletilla: para viajar no siempre hay que irse tan lejos. Tan impactante como el Nilo desde el cielo, eran las últimas nieves de los Picos de Europa, en un atardecer despejado al aterrizar en Santander.

Su casa del Albaicín sólo era una fonda con patio y fachada blanca para darle un descanso a sus mochilas ajadas de tanto trotar

Con los ojos cerrados, ella rememoró tantos vuelos. Y tantas esperas jugando al ajedrez sobre la mochila. Y los cafés, que sabían mejor junto a las puertas de embarque. Hasta los periódicos parecían traer mejores noticias en los kioscos del aeropuerto.

Cuando levantó la mirada, Madrid ya se vislumbraba a los lejos. Lo diría del tirón y volverían por separado a Granada. Pero él se adelantó. Le tapó los labios con los dedos y le entregó un sobre morado. Había dos billetes de ida a Guatemala, sin cerrar la vuelta. Ella le miró con una sonrisa indefinible y le dijo que necesitaba pensar. Aún no quería verbalizar lo que había decidido en el mismo instante en que abrió el sobre. Que ambos merecían una tercera oportunidad.