Está gordo, presidente. Muy gordo.
El despacho de Santiago Bernabéu no es tan grande como se podría suponer. Ni de lejos. Por su tamaño reducido y desorden aparen-te parece más propio de un probo funcionario que de todo un presidente. Hasta allí acude cada día muy temprano, a la hora en que los traperos vocean por las somnolientas calles de Madrid; despacha la correspondencia, lee la prensa y —nada más apurar el café— enciende su primer cigarro de la jornada; una humilde tagarnina de tabaco fuerte y hoja prieta que desprende un aroma espeso y agrio no apto para narices delicadas. Forjado en la fragua agustiniana del Real Colegio de El Escorial, Bernabéu no es amigo de gustos caros ni ostentosos, así que reserva los exquisitos habanos sólo para las grandes ocasiones. La pared del despacho está adornada de arriba abajo con viejos banderines triangulares, a modo de tapices medievales, con sus guedejas doradas y sus fechas estampadas. También hay vitrinas de cristal con decenas de trofeos, apretados sobre las repisas como una vajilla de hojalata. Algunos de ellos proceden de sus tiempos de futbolista, cuando trotaba —mucho antes de la guerra— por los des-montes del antiguo campo de la calle O’Donnell. Ahora un empleado le trae unos documentos y permanece en pie a su lado mientras los firma, uno a uno, con una estilográfica plateada de punta retorcida. Desde que comenzara a ser máximo mandatario del Real Madrid, hace ya quince años, el estadio de Chamartín se ha convertido en su particular bufete y allí despacha los asuntos del día como quien cum-ple, disciplinado, un horario laboral.

—¿Qué se le ofrece, Carniglia?

Bernabéu suele hablar en voz alta, como un oficial de navío sobre la cubierta, para que se le oiga bien en los aledaños, aunque todavía son las diez de la mañana y las oficinas del club están casi desiertas. Entre frase y frase, el cigarro se le apaga mucho y a ratos se le ve quitarse una brizna oscura de entre los pliegues de la lengua. Busca las gafas a tientas, por encima de la mesa, entre papeles, portafolios y cajas de puros toscanos. Luis Carniglia es natural de Olivos, Argentina, y ésta es su segunda temporada como entrenador del Real Madrid. El año pasado ganó con el club blanco el campeonato de Liga y la Copa de Europa, la tercera consecutiva que suma Bernabéu. Viste ropa anodina y va peinado con una gran raya en medio, lo que potencia su considerable envergadura. Carniglia levanta las manos con las pal-mas hacia arriba y, suspirando, se queja amargamente ante su jefe.

—El nuevo fichaje, presidente. Está gordo, muy gordo. Bernabéu le mira paciente y en silencio, como un cura escuchando confesión, aunque sin poder disimular cierto mohín de fastidio. No le gusta que discutan sus opiniones y el nuevo fichaje —el gordo— es cosa suya.
—El tipo está hecho una ruina —exclama Carniglia con su caracte-rístico acento cantarín—. ¿Qué carajo quiere que haga con él, presidente?
—¡Ponerlo en forma, coño! Que ésa es su obligación —sentencia Bernabéu.

A no muchos metros de allí, pero en un nivel distinto del estadio, un hombre trota menesterosamente sobre el césped agostado del verano. Da vueltas y vueltas al campo como una mula pisando parva, con paso extenuado y algo cachazudo, regresando siempre al mismo pun-to de partida. A su lado, le acompaña el preparador físico del equipo, quien va dejando palmas de ánimo suspendidas en el aire. «¡Vamos, vamos, otra vuelta más!». No son ni las diez de la mañana y el sol apenas ha comenzado a subir por la línea de cielo del Paseo de la Castellana; y sin embargo, la canícula madrileña ya recalienta con fuerza hasta el agua de las mangueras. Va a hacer otro día del demonio.

Ferenc Puskas, que así se llama el hombre que trota lastimosamente por la hierba seca, lleva encima varias prendas superpuestas, una sobre otra, como capas de cebolla muy apretadas. Las va empapando de sudor de dentro hacia fuera, un manantial milagroso que no cesa de fluir. La última camiseta que porta luce el mismo color morado que llevaran los ejércitos comuneros de Castilla, pero sostiene en el pecho —paradójicamente— la dorada corona real. Así de retorcida es la ida. No hace ni cuatro años, Puskas era nombrado mejor futbolista del planeta y su país —Hungría— causaba estupor y admiración por su juego revolucionario y bellísimo. Hoy, sin embargo, parece una estrella errante, deambulando sin rumbo por un universo frío y desolado. Tiene 31 años y lleva casi dos inhabilitado; se siente oxidado y obeso. Enmohecido. Necesitaría adelgazar mucho para volver a ser la sombra del que fue. Y en poco tiempo, además. Al menos, dieciocho kilos en seis semanas, el tiempo exacto que falta para que la nueva temporada comience. Es la última oportunidad que le queda para reengancharse al único modo de vida que conoce. La última.
Mientras sigue dando vueltas y vueltas en solitario, el preparador físico va colocando unos balones —como quien abre una caja de bombones— sobre la raya de cal que delimita el área grande. Quiere tentarle un poco.

—¡Vamos, vamos! Tres vueltas más y podrás chutar a puerta.

Puskas no entiende ni palabra de español, pero sonríe al ver por fin algo redondo. No hay nada que le guste más en el mundo que el tacto del cuero sobre su empeine izquierdo. Cuando completa al fin el recorrido, algunos litros de sudor después, se sitúa delante de la hilera de balones y acomoda el cuerpo de medio lado, con la pierna zurda de golpeo ligeramente escorada. Parece un arquitecto calculando con su escuadra y cartabón el ángulo correcto en los planos. Y entonces, en un gesto mil y una veces repetido, comienza a disparar a portería. Son descargas secas y sonoras, como descorches de champaña. La primera pelota impacta violentamente sobre el larguero de la portería, que tiembla toda entera del susto. El segundo balón se encuentra de nuevo contra el travesaño, muy cerca de la anterior diana. El tercer y el cuarto disparo repiten idéntico camino. Otra vez. Cuando Puskas va por el quinto chut, el preparador físico —único testigo presente en todo el estadio— comienza a darse cuenta de que la exhibición que está contemplando no depende tanto de la suerte o la casualidad como de una endemoniada puntería.
Puskas lo está haciendo a propósito.


Primeras páginas de Puskas de Daniel Entrialgo publicado por Espasa.