Francisco Javier Sáenz de Oíza (1918–2000) fue un arquitecto sin estilo único, pero con una voz singular. Esa aparente contradicción es, quizá, lo que hace que su obra continúe fascinando a arquitectos y curiosos veinticinco años después de su muerte. Capaz de combinar la geometría más sobria con una expresión casi salvaje del hormigón, sus edificios parecen organismos vivos, crecidos a base de intuición y vértigo. Nunca se repitió. Y, sin embargo, todo en su obra es reconocible.
En ocasiones, fue brutalista. Pero nunca al modo ortodoxo, sino desde una emotividad inesperada. "Una explosión de energía creadora que parece brotar de un volcán ígneo", escribió su coetáneo, el maestro Fernando Chueca Goitia sobre las Torres Blancas. En otras ocasiones, fue místico. O las dos cosas a la vez. Dejó su firma en toda España, aunque Madrid –la ciudad donde vivió y enseñó– es quizá la más marcada por su estela.
Un maestro errante, insatisfecho y socrático
Arquitecto, orador, director de la Escuela de Arquitectura de Madrid entre 1981 y 1983, Oíza ejercía más de maestro que de docente. Sus clases eran improvisadas, imprevisibles. Hablaba de Heidegger para explicar una escalera, recitaba a San Juan de la Cruz y leía a Lorca en voz alta. Nunca ofrecía respuestas cerradas: formulaba preguntas. Lejos de redactar una teoría, construyó un pensamiento arquitectónico a través de sus lecturas –Joyce, Pound, Bachelard– y sus edificios. Tal y como esclareció Alejandro Ferraz-Leite en su tesis doctoral de 2014 de sobre las "las lecturas de Sáenz de Oíza", su manera de pensar la arquitectura era profundamente hermenéutica: más que definir, interpretaba.
Oíza no escribía, pero leía. Y leía como un místico: buscando la revelación. En su última conferencia, poco antes de morir, renunció a explicar su obra y se limitó a leer pasajes subrayados de sus autores de cabecera: Joyce, Cela, García Lorca. "Quien quiera comprender estos edificios", dijo, "que lea estos textos". Esos edificios eran Torres Blancas y el Banco de Bilbao.
El arquitecto de las torres vivas
Las Torres Blancas (1961–1968) fueron, según sus propias palabras, "una búsqueda del bosque vertical". Oíza quiso construir una estructura viva, un organismo que creciera con libertad, mediante columnas que se ramifican, formas curvas y espacios que se diluyen entre interior y exterior. No se trataba solo de apartamentos: eran células. Se usó hormigón moldeado para conseguir esa plasticidad orgánica. "Arabesco brutal", lo ha llamado la fotógrafa Ana Amado. Por dentro, sin embargo, todo cambia: jardines, carpinterías rojas, curvas suaves y ascensores rojos que subían desde un garaje circular lleno de coches norteamericanos. Un monumento pop en plena avenida de América.
Al principio, no gustó. Tampoco gustó El Ruedo, su otro gran gesto madrileño. A orillas de la M-30, diseñó un complejo de viviendas sociales con forma de plaza de toros. Al exterior, ladrillo: una fortaleza; al interior, colores, jardín, pasarelas. Pero las 346 familias reubicadas desde el Pozo del Huevo no entendían qué era aquello. Las casas eran pequeñas, los pasillos oscuros. Oíza acudió a escuchar sus quejas con las cámaras de los informativos de TVE como testigo. Su respuesta fue brutal: "Os dan algo y ponéis pegas. Deja la casa y hazte arquitecto, a ver si las haces mejor".
Hormigón sagrado
También fue el arquitecto del santuario de Aránzazu (junto a Luis Laorga, diseñado en 1950, inaugurado en 1969), un templo vasco en honor a la Virgen de los Espinos. Usó hormigón en lugar de piedra y alzó tres torres punzantes que recordaban los pinchos de una corona. El Vaticano se opuso. Suspendió la obra por "carecer del decoro del arte sacro". Pero con el tiempo se impuso la visión de sus autores. Hoy es uno de los ejemplos más radicales de arquitectura religiosa del siglo XX. Y sí: Álex de la Iglesia la eligió para la escena inicial de su Día de la bestia.
Aunque construyó en toda España –el polémico Palacio de Festivales de Cantabria, la Casa Huarte en Formentor o la Ciudad Blanca de Alcudia (ambas en Mallorca)–, Oíza es, sobre todo, una figura madrileña. Desde su temprano bloque de Fernando el Católico –1949-1955, con fachada de ladrillo y geometría Bauhaus–, pasando por las viviendas, el colegio público y el área comercial y de ocio de la Colonia de El Batán (1955-1970), hasta la torre del Banco de Bilbao (actual Castellana 81), su obra ayudó a construir la silueta moderna de la capital. La torre del banco (1971-1981), elevada sobre una estructura de acero, refleja su lado más técnico, más refinado. Fue, según Chueca Goitia, su "obra más exquisita".
No solo diseñó, también enseñó. Reformó el sistema docente de la ETSAM, acercándolo al modelo de la Bauhaus, y convirtió asignaturas menores en campos de experimentación. Siempre llevaba una navaja y un metro, por si algo le llamaba la atención en la calle. En una ocasión, desmontó la ventana del hotel donde se hospedaba en Nueva York porque le intrigaba el mecanismo de la cortina.
"Era un acróbata que se tiraba al vacío sin red", escribió de nuevo Chueca Goitia. Oíza vivía en la insatisfacción constante. Detestaba repetirse. Entendía la arquitectura como un modo de conocimiento y no como una colección de soluciones. Por eso, en cada edificio reinventaba su lenguaje. Por eso también, sus obras desconciertan. Y por eso, veinticinco años después, siguen interrogando a quien las mira.
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