“El mar, siempre renovado, el viento que lo hace cantar y las estrellas, único tesoro verdadero, sembradas en cielos sin nubes”, escribe Jean-Marie Gustave Le Clézio, el escritor franco-mauritano galardonado con el premio Nobel en 2008. Mauricio, la isla del Índico que el novelista considera su “pequeña patria”, ofrece al viajero un paraíso donde seguir las huellas de los antepasados del escritor, descubrir las huellas coloniales y perderse en sus playas cristalinas y la colorida y alegre diversidad de su población.

Le Clézio lleva en la sangre el mestizaje que define a la isla. Su familia paterna llegó a Mauricio en el siglo XVIII, en plena época colonial, y su genealogía mezcla raíces bretonas con el ritmo criollo. La isla, sus gentes y su historia atraviesan su obra: en La Cuarentena, evoca el confinamiento de inmigrantes indios en un islote al norte, atrapados entre la promesa del horizonte y la fiebre. En El buscador de oro, desempolva las leyendas familiares y la aventura. Sus páginas son también un mapa sentimental para recorrer la isla, desde las playas hasta las viejas casas como Eureka, propiedad ligada a su apellido.

Eureka, 109 puertas y un piano con dientes de marfil

El viaje por Mauricio empieza en el interior, en un lugar llamado Eureka. A media hora de Port Louis, entre montañas cubiertas de densa vegetación, se alza Eureka, una espléndida mansión criolla de la década de 1830. Por su galería blanca corre un aire fresco que desafía el calor húmedo. Dentro, los muebles importados por la Compañía Francesa de las Indias Orientales comparten espacio con mapas amarillentos, un extraño artefacto de ducha del siglo XIX y un piano con teclas como “dientes podridos”.

Su actual propietario recuerda la historia del nombre con una sonrisa: «El primer dueño inglés exclamó Eureka al comprarla. Más tarde pasó a la familia Le Clézio, sí, la del Nobel. Desde aquí, todo alrededor eran cañaverales, cañaverales y cañaverales». El jardín trasero desemboca, tras quince minutos de sendero, en la cascada Ravin, un hilo de agua que refresca un mundo de piedra y helechos.

Catarata cercana a la mansión Eureka. | Francisco Carrión

Las paredes de la casa han sido testigos mudos de banquetes, intrigas familiares y rodajes de cine. «Ahora vienen producciones europeas y hasta de Bollywood», dice el dueño mientras señala la galería, escenario de películas aún por estrenar.

Los antepasados del premio Nobel se establecieron en la isla en el siglo XIX. Fueron banqueros, diputados por Moka o barones de la industria azucarera, todos ellos desempeñaron un papel importante en la vida política y social de la isla. Parte del universo literario de Le Clézio recrea esa herencia: Los buscadores de oro, Viaje a Rodrigues, La cuarentena... En Los buscadores de oro, JMG Clézio cambia el nombre emblemático de la finca familiar desde 1856, Eureka, por “Boucan”.

Flat Island y la cuarentena de Le Clézio

El mar se abre hacia el norte y, tras una hora de travesía en barco, surge Flat Island: una lengua verde y baja, rodeada de arrecifes, que en el siglo XIX fue estación de cuarentena para inmigrantes indios. Jean-Marie Gustave Le Clézio reconstruyó en La Cuarentena aquel aislamiento forzoso, esa mezcla de esperanza y enfermedad, de océano inmenso y horizonte clausurado.

Hoy, el viajero pisa su arena blanca con la sensación de caminar sobre un capítulo literario. La brisa salada y la luz cegadora no borran la memoria: aún parecen oírse pasos y voces en lenguas mezcladas. Conviene dedicar una jornada a disfrutar de sus aguas y de un picnic en la playa y caminar por alguno de sus senderos.

Laferm Coco, donde la tierra renace

En Bambous-Virieux, al este de la isla, una pista de piedra conduce a Laferm Coco. Stéphane y Christine dejaron sus trabajos para reinventar este terreno. Donde antes hubo cañas de azúcar -un cultivo hoy en franca decadencia en toda la isla-, hoy hay bancales donde empiezan a crecer frutales y hortalizas. Todo un huerto-vergel que conversa con la montaña.

Stéphane en la finca.

Inspirados por Pierre Rabhi, practican agroecología radical: compost, biochar, purines, policultivo y respeto al ritmo natural. «No buscamos maximizar la producción ni explotar la tierra —explica Stéphane mientras muestra un puñado de compost caliente—. Queremos vivir bien, mantener el empleo local y que la naturaleza nos devuelva lo que le damos». Aquí, las gallinas y patos picotean libres, los huéspedes duermen junto a la granja y las comidas saben a cercanía.

Port Louis, el corazón urbano

Port Louis, la capital de Mauricio, late entre bazares de especias, tenderetes de dholl puri -una tortita hecha con guisantes amarillos molidos sazonados con comino y cúrcuma y envuelta alrededor de cari gros pois (curry de alubias blancas) con rougaille (salsa picante criolla de tomate), verduras encurtidas, satini de cilantro (chutney) y chile-, mezquitas, templos tamiles y un barrio chino donde los letreros se desvanecen bajo el sol.

En el Mercado Central, los vendedores de frutas gritan precios en criollo. Una explosión de color anima los puestos. La variedad de fruta que crece en la isla es un espectáculo: lichis, dulces y jugosos; mangos; piñas; plátanos; papayas; guayabas; maracuyá; cocos: o tamarindos, entre muchos otros. En cambio, en el Caudan Waterfront, turistas y oficinistas comparten cafés con vista al puerto.

Puesto de fruta en el mercado central de Port Louis.

Merece la pena visitar el Fuerte Adelaida, también conocido como la Ciudadela, que se erige sobre Port Louis. Construido por los británicos en el siglo XIX, se halla ubicado en la “Pequeña Montaña” (Little Mountain), a unos 100 metros sobre el nivel del mar. Domina visualmente el puerto, la ciudad y las montañas circundantes además del cercano hipódromo del Champ de Mars.

Port Louis es mestiza por definición: francesa, británica, india, china, africana. Una síntesis imperfecta que no cabe en las guías rápidas y que merece una visita sin rumbo fijo, hacia donde lleve la curiosidad. Le Clézio reconoce esta mezcla: “Personalmente pertenezco a una cultura dual porque mi familia es de Mauricio y, como sabrás, en Mauricio el idioma oficial es el inglés, el idioma actual es el criollo y el idioma literario es el francés, pero yo no hablo criollo, hablo muy poco criollo, no intentaría hablar contigo en criollo”.

Château de Labourdonnais, el perfume del azúcar

En el norte, entre cañaverales, se alza el Château de Labourdonnais. Restaurado con mimo, conserva sus suelos originales, columnas rediseñadas y muebles del siglo XIX. Desde sus ventanas se ven los árboles frutales que alimentan la producción de mermeladas, zumos y un ron artesanal destilado con caña propia.

La historia familiar es un tapiz de herencias disputadas, alianzas estratégicas y fiestas de época. Entre anécdotas, un guía recuerda: «Aquí se han sentado cuatro generaciones de la realeza británica. El protocolo era estricto; había que ensayar hasta qué decir y qué callar».

Black River Gorges, la naturaleza más virgen

El Parque Nacional de las Gargantas del Río Negro es la antítesis del litoral domesticado: bosque húmedo, aves endémicas, cascadas y miradores que se abren a un océano de selva. Caminar por sus senderos es entrar en un Mauricio previo a la caña, a los barcos y a las fronteras.

Maradiva Villas Resort & Spa, el lugar donde quedarse

Durante los días de exploración, Maradiva Villas Resort & Spa ofrece un lugar de reposo: villas que miran al mar, hamacas entre buganvillas y piscinas privadas en cada una de las viviendas. Un pequeño remanso de paz antes de ir en busca de otra casa antigua, otro camino de montaña, otro plato servido con manos ávidas de tierra.

El complejo está situado en la tranquila costa suroeste de Mauricio, con vistas a la montaña La Morne, declarada Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO. Dispone de 750 metros de playa virgen, este resort exclusivo dispone de 64 villas, rediseñadas por expertos de Hirsch Bedner Associates (HBA). Un destino ideal también para familias, con guardería y zona infantil incluidas.

Mauricio, con su luz desbordada y sus capas de memoria, no se agota en una playa. Es una conversación continua entre mar y tierra, historia y presente, lujo y sencillez. Una isla que guarda su secreto para quien se toma el tiempo de escucharla.

Ilustración del dodo

El símbolo perdido de Mauricio

El dodo es el animal nacional de Mauricio y un símbolo del paraíso perdido. Fue un ave endémica de la isla, grande y robusta, de hasta un metro de altura y entre 15 y 20 kilos de peso. Tenía un pico curvado, alas muy pequeñas y no podía volar. Cuando los portugueses y después los neerlandeses llegaron en el siglo XVI–XVII, lo hallaron en abundancia. La caza directa por los marineros, junto con la introducción de animales como ratas, cerdos y monos que devoraban huevos y crías, provocaron su rápida desaparición. El último avistamiento confirmado data de alrededor de 1662, apenas unas décadas después del primer contacto humano.

El dodo -presente en souvenirs, billetes y el escudo nacional- desempeña un papel importante en la novela Alma de Jean-Marie Gustave Le Clézio: el protagonista, Jérémie Felsen, un científico francés, viaja a Mauricio con el objetivo aparente de buscar rastros del dodo. En realidad, está buscando la historia de su familia. La novela lleva el nombre de la finca en la que vivió su familia durante generaciones: Alma.