La película que Paul Thomas Anderson ha firmado como su obra más ambiciosa es también, según Variety, una de los mayores fracasos económicos del año en Hollywood. Se espera que Una batalla tras otra, protagonizada por Leonardo DiCaprio, deje un agujero de unos 100 millones de dólares en las cuentas de Warner Bros., pese a haber recaudado más de 140 millones en taquilla mundial y a figurar entre las favoritas para los próximos Óscar.
El contraste resume un síntoma más amplio: el del naufragio comercial del cine adulto en Hollywood. Los estudios que, hasta hace poco, confiaban en que la combinación de prestigio, nombres de relumbrón y ambición estética bastara para movilizar al público, observan ahora cómo sus apuestas más cuidadas se hunden tras un par de fines de semana.
Según Variety, la cinta de Anderson –de casi tres horas, calificación R y argumento original– necesitaba cerca de 300 millones para alcanzar el punto de equilibrio, después de un presupuesto de producción superior a los 130 millones y una campaña de promoción cercana a los 70. Las cifras resultan desproporcionadas para una película sin superhéroes, sin franquicia y sin final feliz. Warner ha desmentido las pérdidas, pero el cálculo coincide con la percepción extendida en la industria: el prestigio crítico ya no garantiza ni la curiosidad del público.
Desastres adultos
A la misma caída se suman otros títulos con aspiraciones de premio: The Smashing Machine, biopic deportivo de A24 con Dwayne Johnson, se ha desplomado tras su estreno; Roofman, comedia con Channing Tatum, apenas ha superado los ocho millones en su primer fin de semana; y el musical Kiss of the Spider Woman, con Jennifer Lopez, se ha desintegrado con una recaudación simbólica.
"Estas películas de prestigio ya no logran crear una sensación de acontecimiento", advertía el analista Shawn Robbins. El diagnóstico no es nuevo: desde la pandemia, los estudios han reducido drásticamente la ventana de exclusividad en salas, y el espectador medio ha aprendido a esperar a que los estrenos lleguen pronto a las plataformas. Pero lo inquietante, como apuntan varios observadores, es la velocidad con que se desvanece la idea de que el cine puede ser una experiencia colectiva que valga más que la inmediatez de lo doméstico.
Una batalla tras otra, que ha despertado un agudo rechazo en la derecha estadounidense –acusada por algunos de “apología del terrorismo de izquierdas”–, ha terminado por confirmar esa paradoja: una película convertida en fenómeno cultural que no logra sostenerse como producto. El ruido mediático, la polarización y el aura de obra mayor no bastan para compensar una estructura económica pensada para otro tiempo.
Anderson, que ha filmado sobre la violencia y el desencanto como si fueran materias primas del alma americana, parece ahora víctima de su propia lucidez: ha retratado una sociedad que convierte la guerra cultural en entretenimiento, y ha comprobado que ese entretenimiento no paga las facturas.
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