¿Por qué nos enmascaramos desde la noche de los tiempos? ¿Qué fascinación encontramos en cubrir nuestro rostro con otros rostros, con representaciones y fantasías para ocultarnos, proyectarnos o simplemente divertirnos, hasta el punto de que la máscara es la metonimia de todo fingimiento? Sobre todo ello ilustra y reflexiona el artista, dramaturgo y performer Matías Umpierrez en Eclipse, una fascinante conferencia-espectáculo que hasta el 9 de noviembre vuelve a la Nave 10 Matadero, en Madrid, dos años y medio después de su estreno. El intérprete anónimo –y por supuesto enmascarado– que imparte esta magnética ponencia teatral se desplaza por el escenario y por la historia de las máscaras y pone muchos ejemplos: desde la primera conocida, una pieza neolítica de hace 9.000 años descubierta en 2015 en Israel, a la máscara de Guy Fawkes utilizada por el movimiento Anonymous. Y entre todas las máscaras eminentes de la historia se detiene en una en particular: la máscara mortuoria de una muchacha anónima encontrada flotando en el Sena en algún momento del último tercio del siglo XIX y que cautivó la imaginación de media Europa.
Se la conoce como l'Inconnue de la Seine, la desconocida del Sena. Una joven cuya identidad, muerte y biografía sigue ofreciendo, aproximadamente siglo y medio después, un espacio propicio para las conjeturas. Lo único cierto es su rostro: unos ojos cerrados, un rictus sereno, y un leve indicio de sonrisa que desconcertaron y atrajeron desde el primer momento a quienes lo contemplaron. Su belleza y ese gesto ambiguo –comparados en más de una ocasión con la Gioconda custodiada en el Louvre, cercano a donde fue hallado su cuerpo– fue lo que llevó, según las versiones que se repiten desde finales del siglo XIX, a que se realizara un moulage o molde de su rostro. Un amoroso gesto forense que dio lugar a una de las más poderosas leyendas francesas contemporáneas.
La muerta más bella de Francia
A finales del siglo XIX, la muerte formaba parte del paisaje público de París. La morgue instalada en la punta de la Île de la Cité, detrás de Notre-Dame, era una atracción expuesta al paseante, un espacio donde los cuerpos sin identificar, especialmente los recuperados del río, se exhibían durante días detrás de una vitrina fría esperando que alguien los reconociera. Familias, estudiantes, turistas y curiosos acudían a observar tras el cristal en una morbosa rutina. En ese contexto, un cuerpo entre muchos llamó la atención de manera extraordinaria.
Atendiendo a la moda de su peinado pudo ser en la década de 1860, durante el Segundo Imperio, pero la horquilla temporal se prolonga hasta los años 90 del XIX. Cuenta la leyenda que aquella joven ahogada tenía entre 18 y 20 años, y su rostro mostraba una expresión sorprendentemente serena para haber sido rescatada del río que corría ante la morgue: los ojos cerrados y los labios apenas levantados en una sonrisa mínima, como si la muerte no hubiera acontecido violenta sino plácidamente. Un gesto insólito que, según la historia que se ha transmitido desde entonces, llevó a un forense a solicitar a un mouleur que tomara una máscara del rostro. La realización de máscaras mortuorias era un tributo habitual que se rendía a las personalidades de la época, pero el hecho de que se hiciera una copia del rostro de una desconocida sin allegados conocidos era algo completamente excepcional.
El artesano moldeador, cuyo taller se encontraba cerca del Barrio Latino, habría conservado el molde y lo habría expuesto en su propia tienda. Fue allí donde el poeta Rainer Maria Rilke lo vio por primera vez, alrededor de 1902, colgado entre bustos ilustres. El poeta anotó la impresión de aquel contraste: "El rostro de la joven que se ahogó, que alguien moldeó en la morgue porque era bello, porque sonreía, porque sonreía de manera engañosa, como si supiera". La desconocida era la única figura sin nombre en un entorno de identidades consagradas. Su anonimato era, paradójicamente, lo que hacía su presencia inolvidable.
Musa de escritores
Comenzó a reproducirse y a circular como objeto decorativo en salones burgueses y estudios bohemios, especialmente durante la primera década del siglo XX. Se cuenta que en Alemania fue el arquetipo de belleza para las adolescentes. Pero su popularidad no se explica solo por la elegancia de los rasgos, sino por el valor simbólico del mito: que el rostro de una desafortunada sin nombre, probablemente suicida, trascendiera a la muerte y se conviertiera en una de las mujeres más conocidas de la época sintoniza plenamente con la resaca espiritual del romanticismo europeo. Los rapsodas, mandarines y críticos culturales de la época detectaron enseguida su relación con iconos literarios ya establecidos como la Ondina mitológica o la Ofelia shakespereana, heroínas del agua y la entrega. La máscara de la desconocida del Sena ya no era un vestigio mortuorio sino una poderosa imagen poética que cualquiera entendía a la primera.
La máscara no se consolidó como un referente de las artes visuales, como suele suceder con tantos moldes arquetípicos. Los pintores y escultores apenas la utilizaron, y cuando lo hicieron, fue de manera anecdótica. Pero en cambio se convirtió en una figura literaria: los escritores no se resistieron a dar vida, historia y relato a aquel rostro. Que no se conociera ningún detalle de su vida les daba carta blanca creativa.
Fue a finales del siglo XIX cuando el británico Richard Le Gallienne abrió la veda al incluirla en The Worshipper of the Image –El adorador de imágenes–, una novela publicada en 1900 donde el rostro ejercía una atracción obsesiva sobre un poeta. A partir de ahí, la máscara pasó a la literatura europea y encontró en ella un terreno fértil. En 1926, el alemán Ernst Benkard la incorporó a su estudio sobre 123 máscaras mortuorias y fijó el nombre que ya no abandonaría: L’Inconnue de la Seine.
En 1931 se publica el cuento de Jules Supervielle La desconocida del Sena, donde por primera vez se narra la historia de la joven representada por la máscara. Pocos meses después, la actriz y novelista alemana Herta Pauli escribe su propio relato, publicado en un diario berlinés, donde especula sobre las razones para el suicidio de la muchacha. Se enciende la mecha de la fantasía literaria en la que participarán numerosos autores, entre ellos Vladimir Nabokov, entonces en Berlín, que le dedicará un poema
Louis-Ferdinand Céline la llamó "la Joconde du suicide", la Gioconda del suicidio: la sonrisa tenue de la desconocida parecía repetir, desde el más allá, el enigma de la Mona Lisa. Y Albert Camus colgó una copia en su despacho y la llamó "la ahogada Gioconda". La seducción llega hasta nuestros días, con obras contemporáneas de autores como Didier Blonde o Guillaume Musso.
Al contrario que las artes plásticas, la fotografía sí se ha recreado en aquel rostro mítico. Albert Rudomine la fotografió envuelta en sombras que evocaban movimiento acuático; Yvonne Chevalier sustituyó el molde por el rostro real de una mujer emergiendo del agua; Willy Zielke lo envolvió en un velo de tul, como algo frágil y sagrado. Y después llegaría Man Ray, que en los años 60 realizó quince variaciones sobre el rostro para la edición ilustrada de Aurélien, de Louis Aragon. En esas variaciones, la desconocida envejece, rejuvenece, se cubre, se descubre, abre los ojos. La imagen se vuelve inestable, viva. Aragon llegó a decir que era Man Ray quien había escrito verdaderamente su novela mediante su interpretación del rostro de la desconocida.

La mujer más besada del mundo
Hasta aquí, la historia cultural. Pero el destino le desparaba a la máscara un giro insospechado que la introdujo en el territorio de la medicina de urgencias. En los años 60, el rostro de la desconocida del Sena fue elegido para el primer maniquí de reanimación cardiopulmonar empleado en formación sanitaria, popularmente conocido como Resusci Anne. Asmund Laerdal, un fabricante noruego de muñecos y juguetes encargado de desarrollar un modelo sobre el que se pudiera practicar la respiración boca a boca y el masaje cardíaco, necesitaba un rostro que resultara expresivo y al mismo tiempo tranquilo. Y femenino: pensó que los aprendices masculinos podrían ser reacios a besar el rostro de un hombre. La copia del rostro de la desconocida se convirtió en la elección natural.
Desde entonces, millones de personas han aprendido los gestos básicos para salvar vidas respirando sobre la máscara que alguna vez fue símbolo de una muerte enigmática, y que con el tiempo ha hecho de la desconocida del Sena "la mujer más besada del mundo".
Hoy, el molde que se considera más cercano al original se conserva en L’Atelier Lorenzi, un taller familiar fundado en el siglo XIX en las afueras de París, donde se siguen produciendo copias en yeso y resina con los mismos procedimientos manuales de generaciones anteriores. El rostro de la desconocida convive allí con bustos de personajes célebres y figuras religiosas, pero sigue siendo el objeto más solicitado, comprado y exportado.
La historia de la desconocida del Sena continúa abierta, no porque aún pueda descubrirse quién fue, sino porque su fuerza reside en que no se descubra. Es, sin duda, la máscara definitiva.
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