Hace cien años nació en Barcelona, la ciudad que décadas después contribuiría a transformar completamente en tiempo record, Oriol Bohigas i Guardiola (1925–2021). Su nombre sigue sonando enorme: arquitecto prolífico e intelectual omnipresente en la cultura catalana de la segunda mitad del siglo XX, fue alguien que asumió, de manera literal, el peso de su ciudad. Bohigas no pensó Barcelona desde la distancia académica ni desde el refugio del despacho: la pensó desde el conflicto, desde la polémica y, cuando tuvo ocasión, desde el poder municipal. Pocos arquitectos han pasado con tanta naturalidad del diagnóstico crítico a la intervención directa, de la teoría a la acción. Pocos nombres –Gaudí, Cerdà, Bofill, cada uno por razones distintas– tienen tanta relevancia en el panteón de hombres ilustres de la Barcelona construida.

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Bohigas creció en una familia vinculada de forma directa al mundo cultural: su padre fue secretario técnico del Museo de Arte de Catalunya, antecedente del actual MNAC. Su formación escolar transcurrió entre el Institut-Escola –un modelo educativo inspirado en la pedagogía de la Institución Libre de Enseñanza– y el colegio Menéndez y Pelayo, un centro de enseñanza secundaria de orientación más tradicional, ya inscrito en la normalización educativa de la posguerra. Ese tránsito, “en las dos orillas de la Guerra Civil”, como ha señalado Luis Fernández-Galiano, sitúa su infancia entre la pedagogía moderna interrumpida por la Guerra Civil y la realidad empobrecida del franquismo, desde la que Bohigas accedió a la Escuela de Arquitectura de Barcelona.

Titulado en 1951, Bohigas se integró ese mismo año en el Grupo R junto a arquitectos como Josep Maria Sostres, José Antonio Coderch o Antoni de Moragas. El grupo no pretendía una ruptura estética, sino recuperar un vínculo interrumpido: volver a conectar la arquitectura catalana con el racionalismo europeo que la guerra y la posguerra habían cortado en seco. La participación en la Trienal de Milán y el contacto con la vanguardia italiana de posguerra marcaron definitivamente esa orientación. El desarrollo económico de Barcelona, floreciente capital industrial de la España franquista, facilitará que toda una generación de arquitectos pueda aplicar su visión.

Una modernidad propia

Pero Bohigas no se conformó con importar modelos. Unido intelectualmente a figuras como Gio Ponti, Vittorio Gregotti o Ernesto Nathan Rogers –primo de Richard Rogers, autor de la Torre Velasca de Milán y director de la influeyente revista Casabella–, entendió pronto que la modernidad no podía ser un mero calco de lo que hacían otros o de la utopía del estilo internacional. De ahí su insistencia en una arquitectura “realista”, atenta a la economía de medios, a la tradición constructiva y a la escala urbana. Esa posición crítica cristalizó en su primer libro, Barcelona entre el pla Cerdà i el barraquisme (1963), un texto fundacional en el que definió con claridad el campo de batalla: frente a la arquitectura oficialista del franquismo, Barcelona debía volver la vista a dos momentos en los que había sabido producir cultura arquitectónica propia –el modernismo y la experiencia del GATCPAC– y asumirlos no como nostalgia, sino como método.

En ese libro, Bohigas desmontaba dos lugares comunes: la reducción del modernismo a gesto ornamental y la mitificación aislada de Gaudí. Para él, el modernismo era una respuesta cultural compleja, una alternativa moderna en diálogo con Europa. Del mismo modo, reivindicó la influencia de Le Corbusier en el grupo liderado por Josep Lluís Sert, que habían pensado Barcelona como un organismo social antes que como una suma de edificios.

Mientras tanto, su actividad como publicista y ensayista se multiplicaba. Desde revistas como Destino o Serra d’Or analizó la ciudad real, la arquitectura heredada de la República y los déficits del presente. Esa doble condición –arquitecto que construye e intelectual que polemiza– se consolidó con la creación del despacho MBM, junto a Josep Martorell y, desde 1962, David Mackay. El estudio se convirtió en uno de los más activos del país, pero para Bohigas el despacho nunca fue el centro de gravedad. Su papel en la ciudad iba más allá de su producción estrictamente profesional.

Su casa-manifiesto en la Plaça Reial

Ese compromiso con Barcelona ni siquiera fue únicamente teórico y profesional. También fue una decisión personal. Durante más de tres décadas, Oriol Bohigas vivió en un piso principal de la Plaça Reial, un gesto que, para su generación y en su posición social, no era habitual. Los arquitectos de su clase –como buena parte de la burguesía ilustrada barcelonesa– residían en la parte alta, lejos del degradado centro histórico. Bohigas hizo lo contrario. Se mudó allí con Beth Galí a mediados de los 80 cuando el Barrio Gótico aún no era el escenario turístico que es hoy sino epicentro de la mala vida barcelonesa, en una operación vital coherente con su idea de ciudad: habitar el casco antiguo, devolverle centralidad, asumir sus fricciones.

En una entrevista concedida a El País en 2016, Bohigas explicaba desde ese piso que antes de hablar de comodidad doméstica había que preguntarse por la “comodidad del espacio urbano”. La vivienda, rehabilitada sin voluntad de exhibición, fue, en sí misma, un manifiesto silencioso. Vivir en la Plaça Reial no era una excentricidad bohemia, sino una toma de posición: demostrar que el centro podía volver a ser habitado, que la ciudad histórica no estaba condenada ni al abandono ni a la postal.

Monumentalizar la periferia y recuperar el mar

La postura política de Bohigas se hizo explícita con la llegada de la democracia municipal. En 1980, fue nombrado delegado de Urbanismo del primer Ayuntamiento democrático de Barcelona, presidido por Narcis Serra. El diagnóstico era severo: una ciudad densísima, mal equipada, desconectada del mar y con una periferia sin urbanidad. La respuesta no fue un gran plan abstracto, sino una estrategia de proyectos: intervenir desde la pequeña escala, dignificar el espacio público, monumentalizar la periferia y recuperar el frente marítimo. Ideas, todas ellas, que había ya formulado previamente en sus textos y reflexiones.

La designación olímpica de 1986 aceleró un proceso que ya estaba en marcha. Bohigas no concibió los Juegos como un acontecimiento aislado, sino como una oportunidad para “terminar la ciudad”, completar sus infraestructuras, coser tejidos urbanos y estabilizar el litoral. Desde su posición como ideólogo urbano y, más tarde, como concejal de Cultura (1991–1994), su impronta fue decisiva en la Villa Olímpica, el Port Olímpic y la recuperación del Port Vell y el Moll de la Fusta.

La arquitectura es política

En su biografía para la Fundación Docomomo Ibérico, el arquitecto Roger Subirà insiste en la capacidad de Bohigas para ejercer liderazgo cultural antes incluso de ocupar cargos políticos. Su activismo antifranquista, su vinculación con la gauche divine, su papel en la recuperación del prestigio del modernismo catalán y su influencia en la Escuela de Arquitectura de Barcelona –que dirigió entre 1977 y 1980– configuran una figura que entiende la arquitectura como un hecho social y político. “Bohigas fue un catalizador social nato, un hombre de enorme inteligencia y energía, con una capacidad de trabajo formidable y una curiosidad que marcó la agenda política y urbana de Barcelona”, proclamó Rafael Moneo en el homenaje que se rindió a Bohigas el 6 de mayo de 2022 en el Ateneu barcelonés, a los pocos meses de su fallecimiento, el 30 de noviembre de 2021.

Cuatro años después, un siglo después de su nacimiento, Barcelona sigue discutiéndose a sí misma con las categorías que Bohigas ayudó a fijar: espacio público, periferia, urbanidad, memoria. Tal vez por eso resulte significativo volver a su piso de la Plaça Reial, hoy rodeado de un bullicio turístico que él observó con ironía y preocupación. Allí, donde decidió vivir cuando casi nadie quería hacerlo, se resume su legado más duradero: no una forma cerrada de ciudad, sino una manera de habitarla y pensarla desde dentro, asumiendo que la ciudad, como la arquitectura, nunca se da por terminada.

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