La sociedad se ha instalado en una zona de confort. En el hogar, en la política, en el trabajo, en la creación, en todos los aspectos de nuestra existencia social, la mediocridad se ha hecho dueña del lugar. El disenso, la desviación, la crítica, la excepcionalidad está castigada y perseguida. Esta es, sin ambages, la tesis principal de Alian Deneault en su libro Mediocracia, cuando los mediocres toman el poder (Turner): vivimos en una sociedad que premia la mediocridad, vivimos en una sociedad mediocre.

“Hablar de mediocridad no es ser moralista buscando humillar a las personas que se reconocerían a sí mismas en ciertos casos, sino mostrar nuestros condicionamientos, a nivel socioprofesional y en términos de discurso político e incentivos”, explica Deneault a El Independiente.

Para este profesor de filosofía de la Universidad de Québec nuestra vida en sociedad es un constante amoldamiento sistemático a la organización del mundo del que es muy difícil escapar. “Las personas deben adaptarse a un modo de acción deseado por las instituciones de poder, como la gran industria y el comercio a gran escala. La oligarquía no sólo domina las grandes finanzas y la gran industria, sino que también es muy activa en el campo de la cultura, los medios, la publicidad y el periodismo. Se las arregla para favorecer un fenómeno del etiquetado que tiende a extraer la opinión sobre lo que es necesario o no pensar, lo que es necesario o no hacer. Siempre y cuando uno se ajuste a los parámetros de un discurso equilibrado, razonable y centrista: sanar a los inversores, reconocer el poder de las multinacionales y los bancos, acordar la evasión fiscal en los paraísos fiscales, reducir los derechos de los trabajadores y minimizar las inversiones públicas en servicios sociales”.

Deneault acota así el espacio de la moderación, un lugar de ausencia de conflicto donde la paz reina en tanto que no se ponen en tela de juicio elementos clave del orden del sistema. ¿Cómo hemos llegado a este punto?

“Gracias a la Revolución Industrial y su división del trabajo, la forma conformista y pequeña de pensar, vestir y comportarse se convirtió en un eslogan. Como era necesario hacer que los trabajadores y los numerosos empleados de las burocracias en desarrollo fueran intercambiables, era necesario hacerlos casi idénticos entre sí. Desde entonces, lo que Michel Foucault llamó la sociedad disciplinaria no ha dejado de refinarse, incluso ha llevado a los sujetos a internalizar al pequeño líder que grita sus instrucciones para entrenar adecuadamente el cuerpo y la mente. Ahora son responsables de disciplinarse para estar en sintonía con lo que se están convirtiendo, para cumplir con las expectativas de los "socios" a los que se dirigen, para obtener pequeños beneficios, por ejemplo, un salario, un contrato, un título”.

Una situación que, según Deneault se agudizó a mediados del siglo XX. “Desde entonces, al personal se le ha dicho continuamente qué deben hacer para estar en buena sintonía de los superiores, que ya ni siquiera tienen que asumir el mando. Se dice de trabajadores o empleados que se han convertido en "asociados" o "socios" y deben, en esta ideología de gobierno, alcanzar objetivos delirantes sin darles más medios”, añade el filósofo.

El fracaso del extremo centro

Para el autor de Mediocracia la creación de sujetos cómodos para el orden social requiere de un orden político que apacigüe al animal político de vestimos los humanos en sociedad. Algo que el filósofo canadiense identifica con la búsqueda incesante de los partidos políticos por el espacio del centro. Una estrategia que ahora se encuentra en crisis.

El centro extremo no representa un posicionamiento en el eje izquierda-derecha, sino su abolición

“El centro extremo ha perdido su apuesta, que consistió en organizar una división del poder entre los partidos políticos que están de acuerdo en lo esencial, siendo lo principal satisfacer a la oligarquía que los patrocina de mil maneras. El centro extremo no representa un posicionamiento en el eje izquierda-derecha, sino su abolición, a favor de un discurso y políticas presentadas como las únicas válidas. Idealmente, habría sido necesario que los votantes estuvieran satisfechos de votar por partidos gubernamentales que difieren sólo marginalmente. Pero, de hecho, es el eje político que se ha recompuesto en torno a cuestiones sociales, entre un centro extremo que integra una serie de compromisos históricos con grupos sociales tradicionalmente dominados, como mujeres, trabajadores, campesinos, extranjeros, negros ... siempre y cuando no se cuestione el funcionamiento general del capitalismo, y aquellos que permanecen nostálgicos por el tiempo en que el capitalismo era supremacista, patriarcal y no compartía”.

En este debate, el sistema se salva porque nadie lo cuestiona. “El capitalismo sigue siendo un impensable; ideológicamente es en lo que se basa la deliberación pública. ¿Por qué la dialéctica no está entre los defensores del centro extremo y la izquierda radical? ¿Por qué esta ascendencia de la extrema derecha?”

la crítica de extrema derecha descansa perezosamente en la búsqueda de chivos expiatorios

Deneault se cuestiona por qué la fuga de electores del extremo centro está alimentando, en mayor medida, a la extrema derecha. “No podemos responder en pocas palabras a tal pregunta, excepto para enfatizar un punto que ciertamente pesa mucho: ser crítico con el capitalismo y ser lúcido en relación con el deterioro dramático de los ecosistemas a escala planetaria presupone un gran sentido moral, un verdadero coraje intelectual y un sentido particular de compromiso, mientras que la crítica de extrema derecha descansa perezosamente en la búsqueda de chivos expiatorios, en el llamamiento a la erradicación de algunos elementos imperturbables (mujeres con velos, inmigrantes, negros, sindicalistas ...) sin los cuales, se afirma, que todo cambiaría socialmente”.