Es una calurosa tarde de julio y el auditorio del Museo del Prado está al completo. Más de 350 personas se han reunido para escuchar a un premio Nobel de literatura, John Maxwell Coetzee (Ciudad del Cabo, 1940), en conversación con su traductora al español, Mariana Dimópulos, argentina afincada en Berlín que ha viajado expresamente para la ocasión. Coetzee lleva dos semanas en Madrid. Es el escritor elegido, becado de lujo, para inaugurar el programa “Escribir el Prado”, una iniciativa de la pinacoteca respaldada por la Fundación Loewe y la revista Granta en español para que autores de prestigio internacional pasen una temporada en la ciudad, acudan al museo y filtren la colección a través de su pluma. La conversación con Dimópulos, Los lenguajes del arte, forma parte del programa de la estancia de Coetzee, que todavía se prolongará una semana más. Entre las actividades que se le conocen, hace unos días visitó el Centro Coreográfico María Pagés en Fuenlabrada.

En la sala abundan los caballeros con sombrero de verano en la mano, trajes de lino, vestidos ligeros y sin mangas entre las mujeres. También hay gente con bermudas y sandalias: es la estampa diversa de un Madrid ideal, soleado e ilustrado, o al menos curioso, que se sobrepone al calor para escuchar a un escritor. Uno de los presentes es Rafael Moneo, que se desliza con elegancia por los espacios que él mismo diseñó. Este año hace veinticinco que su estudio ganó el concurso definitivo para la ampliación del Prado. También está la ex ministra de Cultura Ángeles González Sinde, hoy presidenta del patronato del Reina Sofía, y otro ex ministro de Cultura, ex muchas cosas, Javier Solana. El mismo que hace cuarenta años decretó la gratuidad del museo –otros tiempos– está a punto de cumplir cuatro años al frente de su Patronato. Rechaza amablemente conceder entrevistas hasta después de las elecciones.

"La vida de verdad"

Coetzee aparece por la puerta lateral del escenario y se sienta en primera fila. Se somete paciente e inmóvil al trabajo de los reporteros gráficos y escucha las intervenciones de bienvenida del director del museo, Miguel Falomir, la presidenta de la Fundación Loewe, Sheila Loewe, y el presidente del Patronato. Solana celebra la presencia de un escritor que le apasiona. Que “no es de palabra fácil”, que a veces es duro, pero cuya obra “tiene que ver con la vida de verdad”, con la confianza en el género humano y en su capacidad para elevarse por encima del sufrimiento y alcanzar la felicidad. 

Coetzee toma asiento con Dimópulos en el escenario. Tiene, o compone, un gesto impenetrable, pero sus cálidas palabras compensan la aparente frialdad que quizá solo sea timidez o fragilidad. El autor de Desgracia hace el esfuerzo de comenzar a hablar en español para dar las gracias a quienes le han traído a Madrid y prometer que la próxima conversación será en nuestro idioma. Detrás, proyectada en la pantalla, está La Torre de Babel de Pieter Brueghel el Joven, una hermosa admonición: el recuerdo de que hablamos diferentes lenguas por un castigo de Dios que nos privó del idioma único y original del Edén. En cambio, el arte es un lenguaje universal que no precisa de traducción. ¿Pero acaso la admite? ¿Necesitan mediación los ojos y el corazón? ¿Es acaso la pintura tan universal como puede parecer en un primer momento?

Comienza entonces un intercambio minuciosamente coreografiado –como corresponde a dos rigurosos profesionales de la palabra–, en el que habrá más preguntas que respuestas –como corresponde a una cuestión tan procelosa como la relación de imagen y palabra–. Y cuando haya respuestas quizá serán contradictorias –como corresponde a un mundo, el del arte, donde pasión y razón se compenetran–.

Aprender a sentir

Tanto Coetzee como Dimópulos se atienen a los papeles que traen preparados, en lo que por momentos parece la lectura previa a los ensayos de una obra de teatro. Y como tal representación funciona y seduce a los asistentes. Antes de embarcarse en una interesante conversación sobre la posibilidad y la dificultad de la traducción, disertan sobre los lenguajes del arte y la literatura mientras desfilan por la pantalla el San Jerónimo leyendo una carta de De La Tour, una obra ajena al Prado como la Joven leyendo una carta de Vermeer, el Inocencio X de Velázquez, que «no necesita palabras» –«puedes estar horas mirándolo sin entender esa mirada, agresiva y defensiva» a la vez, afirma Coetzee–, el Fusilamiento de Torrijos de Gisbert o el Autorretrato de Goya; ante el cual, aunque las palabras de nuevo flaquean, el escritor se las arregla para explicar que no se trata de un retrato convencional, un este soy yo, sino un este soy yo viendo cómo la gente me verá en Madrid en 2023. “Los grandes pintores nos enseñan a sentir”, dirá Coetzee antes de terminar.

Cuando acaba el acto, entre el público llama la atención un chico con barba oscura y camiseta negra, sentado con una pila de libros de Coetzee sobre el regazo. Su nombre es Mikel y es investigador de la Universidad del País Vasco. Descubrió al escritor sudafricano en la biblioteca de la facultad, y esta semana ha vuelto a pedir prestados los libros que ya leyó para que los firmara aquí su autor. Ha llegado a Madrid hace pocas horas, y viajará de vuelta a casa en cuanto salga de aquí. Al día siguiente devolverá silenciosamente los libros enriquecidos por la rúbrica de quien los escribió.