Fue cosa de Gertrude Stein. Aquella lesbiana genial y millonaria, que oficiaba en su salón parisino como coleccionista de arte de vanguardia y madrina literaria de los escritores anglosajones que pasaban por París, animó a un jovencísimo Hemingway a profundizar en un estilo literario seco, económico, depurado hasta los huesos. Joyce acababa de saquear el inglés con su abigarrado Ulises (1922). Ahora tocaba reinventar el idioma haciendo todo lo contrario: concisión, frases cortas, elipsis, omisiones. Pasar de contarlo todo a no contar casi nada. Adiós a lo superfluo, hola al "hermetismo luminoso", como lo llamará décadas después un reconocido discípulo de Hemingway como el argentino Ricardo Piglia. Es la teoría del iceberg que el escritor norteamericano explicará en 1958 a George Plimpton, en su famosa entrevista para The Paris Review. Siete octavas partes del témpano de hielo están bajo el agua, y eso fortalece su estructura. Con la literatura pasa lo mismo –aunque muchos todavía no se hayan dado cuenta cien años después–: "He tratado de eliminar todo lo que sea innecesario para comunicarle la experiencia al lector".

La primera vez de Hemingway en los Sanfermines también fue cosa de Gertrude Stein.

El escritor y poeta Robert McAlmon y Ernest Hemingway en la Plaza de Toros de la Fuente del Berro en 1923. / John F. Kennedy Presidential Library and Museum

Aquel joven de 23 años se había mudado de Chicago a París en 1921 junto a su esposa, Hadley, con un empleo corresponsal del Toronto Star y el objetivo de hacerse escritor profesional. Recorrerá Europa –Génova, Constantinopla, Roma, Adrianópolis– levantando acta con sus crónicas y despachos de la convulsa actualidad del continente tras la paz precaria que puso fin a la Primera Guerra Mundial. Camino de Lausana, donde cubrió la conferencia que en 1923 trató de poner orden en los Balcanes, Hadley extravió una maleta con todos los inéditos de su marido por los que las revistas literarias comenzaban a interesarse. "La ira de Hemingway fue inmensa: Hadley descubrió un aspecto terrible de Ernest que presagiaba un deterioro de su unión", apunta Anthony Burgess en una breve y jugosa biografía del escritor. "Pero la calamidad fue tal vez una bendición: se vio obligado a empezar nuevamente desde el principio".

Una accidentada llegada a Pamplona

Aquella primavera, Hemingway había pasado brevemente por España. En Madrid asistió a una corrida de toros. El espectáculo le impresionó vivamente, y así se lo contó entusiasmado a Gertrude Stein cuando regresó a París. Ella le animó a ir a los Sanfermines, y a Hadley le encantó la idea. Estaba embarazada, y todo lo que fuera salir de su raquítico apartamento parisino le parecía bien. El primer piso del matrimonio en la capital francesa, en el número 74 de la rue Cardinal Lemoine, tenía solo dos estancias y carecía de agua caliente y servicio. Dormían en un colchón sobre el suelo.

En primavera, asistió en Madrid a una corrida de toros. El espectáculo le impresionó vivamente. De vuelta en París, Gertrude Stein le animó a ir a los Sanfermines

En contraste, la amplia habitación con dos grandes camas y balcón en el número 5 de la calle Hilarión Eslava donde les acomodaron en Pamplona el 6 de julio de 1923 les debió de parecer una lujosa suite. Y eso que al llegar aquella noche a la ciudad las perspectivas de alojamiento no eran nada halagüeñas.

Dos semanas antes habían reservado dos habitaciones en el Hotel La Perla por medio de un telegrama. Pero cuando se presentaron en la recepción del establecimiento, que con los años se hará mundialmente famoso gracias a las visitas recurrentes del escritor, la propietaria no sabía nada de aquella reserva.

"Nos ofrecieron una habitación individual que daba al conducto de ventilación de la cocina por siete dólares al día cada uno. Se produjo una gran bronca con la dueña que, de pie ante su escritorio, con las manos en las caderas y su ancha e impasible cara de india [sic] nos dijo con unas cuantas palabras en francés y muchas entre vasco y español que en los siguientes diez días tenía que ganar todo el dinero del año. Vendrá gente que pagará lo que les pida", describió Hemingway en su primer texto sobre los Sanfermines, publicado en el Toronto Star el 27 de octubre de 1923.

Final de un encierro de los Sanfermines de 1923 en la flamante plaza de Pamplona, inaugurada un año antes.

El matrimonio se mantuvo firme, Hadley con su barriga de seis meses sentada sobre el equipaje en medio de la recepción. Finalmente, la dueña de La Perla les ofreció acomodo en una casa particular por cinco dólares diarios. Después de recorrer las bulliciosas calles de la noche festiva de Pamplona, les depositaron en "una habitación fresca y agradable, con suelo de baldosas rojas". Se encontraba en una vivienda particular, cuyos propietarios, Policarpo Bidegain y Carmen Roncal, padres de nueve hijas, habían llegado ese año a un acuerdo con La Perla para albergar a turistas debido a ciertos problemas económicos de la familia.

Toros y béisbol

El testimonio de aquellos primeros Sanfermines de Hemingway ha quedado recogido en la crónica tardía publicada en octubre en el Toronto Star, titulada "Las series mundiales del toreo son un loco y vertiginoso carnaval". Para la comprensión del lector americano, el escritor asimilaba la fiesta navarra a la final de las grandes ligas de béisbol. Novato en Pamplona, Hemingway queda deslumbrado por el trasiego callejero, las bandas de música, el riau-riau. Relata minuciosamente el ritual del encierro, las carreras, los tropiezos, el rugido del público cuando los toros llegan a la plaza y embisten a un mozo –"cada vez que el toro coge a alguien, el público ruge de alegría"–, y la fascinación de Hadley por todo ello.

Queda fascinado por el trasiego callejero, el ritual del encierro, el rugido del público cuando los toros llegan a la plaza y embisten a un mozo

"Si quieres mantener ante tu mujer una reputación de hombre valiente, duro, perfectamente equilibrado y completamente competente, nunca la lleves a una corrida de todos de verdad", bromea en el texto del Toronto Star con una modestia impropia de la masculinidad apabullante con la que se identifica a Hemingway. Pero un año antes se había estrenado Sangre y arena: de la mano de Rodolfo Valentino había nacido el mito popular del matador. Y el escritor parece recrearse cómicamente en el arquetipo: "La única manera de que la mayoría de los maridos puedan mantener algún tipo de relación con sus mujeres es que, en primer lugar, el número de toreros es limitado y, en segundo lugar, que el número de mujeres que han visto alguna vez una corrida de toros también lo es".

Hemingway describe asimismo la primera corrida de la feria, después de que la del día anterior tuviera que suspenderse por la lluvia "por primera vez en más de cien años". Torearon Rosario Olmos, Manuel García López, Maera y Algabeño hijo. "Todos vestían sus trajes más viejos debido al barro de la plaza", "trajes con los que probablemente habían empezado a torear, demasiado ajustados, anticuados, pasados de moda".

Villalta, el primer 'amor' taurino de Hemingway

En su primer libro de relatos, En nuestro tiempo, publicado en diversas versiones entre 1923 y 1925, Hemingway intercalará viñetas de su experiencia en la Primera Guerra Mundial y apuntes tomados en la plaza de Pamplona en aquel primer San Fermín. "El torero sacó la espada de entre los pliegues de la muleta, con un solo movimiento apuntó y gritó: '¡Toro! ¡Toro!', y el animal cargó y Villalta se hizo uno con el toro y luego todo terminó".

Hemingway estaba convencido de que aquel viaje prenatal a Pamplona tendría efectos vigorizantes en su hijo

El turolense Nicanor Villalta fue el primer torero que enamoró a Hemingway. Años después dedicaría al desgarbado torero –metro ochenta "casi enteramente de piernas y cuello" y "personalmente insoportable", pero "el más bravo, el más seguro, el más tenaz y el más emocionante matador de la España contemporánea"– unas líneas entre burlonas y admirativas en Muerte en la tarde. Pero en aquel primer contacto en los Sanfermines del 23 le impresionó hasta el punto de que prometió ponerle su nombre al hijo que iba a nacer poco después. Estaba convencido de que aquel viaje prenatal a Pamplona tenía efectos vigorizantes en la criatura, y que ese bautismo torero serviría para completar el conjuro. Finalmente, se conformó con que Nicanor figurara detrás de los dos primeros nombres, John Hadley.

El crío nació en Toronto dos semanas antes de la publicación del artículo en el Star. "Fue hace solo tres meses. Ahora, trabajar en una oficina parece de otro siglo", escribía Hemingway, añorante de su verano navarro. Volverá seis veces en los siguientes ocho años. Y acogido a la fascinación por los Sanfermines escribirá el libro que le consagrará, Fiesta (1926).