La imagen se repite desde hace años. Un ejército de obreros, uniformados con galabiya (túnica) y turbante, se desparrama por las ruinas de un templo en el margen occidental del Nilo. Es el templo funerario de Tutmosis III, el “Napoleón de Egipto”, el gran faraón del siglo XV antes de Cristo. Hace cerca de dos décadas, a simple vista, el recinto parecía un campo de muros desmoronados y bloques desperdigados, pero para la arqueóloga Myriam Seco, que lo dirige desde 2008, siempre fue un proyecto de resurrección. “Después de dedicarle tantas horas de trabajo te lo imaginas remontado”, explica.
En busca del faraón guerrero
Su tarea ha sido una de las paradas que han realizado este viernes los reyes Felipe VI y Letizia durante su viaje a Luxor, a 650 kilómetros al sur de El Cairo. El templo, de cien metros de fachada y ciento cincuenta de largo, con muros de cinco metros de ancho y doce de altura, quedó sepultado durante décadas bajo arena y viviendas ilegales. Desde que Seco y su equipo comenzaron a excavar, han aparecido tesoros olvidados: más de 2.000 fragmentos de relieves, un almacén intacto, un recinto añadido en tiempos de Ramsés II con dinteles decorados y la estatua de Tutmosis en granito negro.
Cada hallazgo ha ido confirmando el peso del faraón que construyó la gran administración del Imperio Nuevo y extendió sus fronteras hasta Siria. Incluso en época de Ramsés II, otro coloso, se le rendía culto en este mismo lugar. El templo también revela detalles inesperados: un jardín con ocho árboles plantados en enormes huecos del patio, que apunta a la pasión botánica del rey, coleccionista de fauna y flora en sus campañas. Seco siempre soñço con remontar muros, replantar ese jardín y convertir el templo en un museo al aire libre. Un objetivo que ha ido cumpliendo.
En el laberinto de Djehuty
A unos kilómetros, en la colina pedregosa de Dra Abu el Naga, la misión que dirige José Manuel Galán desde 2001 también excava la memoria tebana. Y por allí también han pasado este viernes los reyes. El Proyecto Djehuty, que comenzó con las tumbas de dos altos funcionarios de la dinastía XVIII, ha destapado un verdadero laberinto arqueológico: capillas, estelas, ataúdes y ofrendas que abarcan más de mil años de historia.
En 2016, el equipo encontró un jardín funerario de hace 4.000 años: un parterre de tres por dos metros, dividido en pequeñas parcelas cuadradas donde se plantaron flores y arbustos. En una esquina sobrevivió, erguido, el tronco de un árbol milenario, junto a un cuenco con dátiles secos. Lo que hasta entonces solo aparecía en pinturas funerarias se hizo tangible en el suelo. “Ofrece la confirmación arqueológica de un aspecto de la cultura y la religión del antiguo Egipto que hasta ahora solo se conocía por la iconografía”, señaló Galán.
Otros hallazgos abren grietas inesperadas en la historia. En una capilla de adobe apareció el ataúd intacto de una adolescente de 15 años, acompañado de cuatro collares. Uno de ellos, con 74 piezas de piedras semipreciosas y vidrio azul, podría adelantar la cronología de la importación de este material en Egipto. Sus joyas hablan de comercio con Siria y Nubia en una Tebas que se creía aislada. Pero su identidad sigue oculta: el sarcófago no tiene inscripciones y su momificación fue deficiente. “No sabemos su nombre pero debió ser una chica de la élite”, reconoce Galán.
Alrededor de su ataúd, los arqueólogos encontraron sandalias de cuero decoradas con divinidades protectoras y un par de bolas de cuero unidas por un cordel, juguetes funerarios que simbolizan el renacimiento en el más allá. Lo peculiar es que su ataúd, como otros hallados en esta zona, había sido dejado sobre el suelo, sin pozo ni protección, y sin embargo sobrevivió intacto a saqueadores y excavaciones decimonónicas. “Curiosamente, los saqueadores acudieron a los pozos e ignoraron los ataúdes sobre el suelo”, apunta Galán.
Las dos misiones españolas —la de Seco en el templo monumental de un faraón y la de Galán en las tumbas privadas de Dra Abu el Naga— se complementan como dos caras de la misma Tebas. Una rescata la grandeza política y arquitectónica del Imperio Nuevo; la otra, la vida íntima de quienes acompañaron y sobrevivieron a los reyes: funcionarios, adolescentes anónimas, sacerdotes, artesanos. Ambas muestran que en Luxor, bajo la arena, Egipto sigue hablando. Y que en esa conversación, la arqueología española ocupa un lugar de primera fila.
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