La historia no puede ser más azarosa, tanto como arbitrario era el uso del poder despótico de los líderes del III Reich. Unos terribles calambres en el estómago de Heinrich Himmler (1900-1945) cambiaron la vida de Felix Kersten (1868-1960) y evitaron que cientos de miles de personas murieran en el genocidio nazi. 

El Reichsführer, el jefe máximo de las SS, padecía unos dolores terribles en el estómago causados por unos calambres que le paralizaban y que nadie era capaz de quitarle. Felix Kersten se había labrado una reputación como fisioterapeuta en el periodo de entreguerras fue contactado por un conocido para que tratara al nazi. El médico no quiso, porque no quería saber nada de los nazis, pero accedió por hacer el favor a su amigo. 

“Cuando se encontró con Himmler no podía curarlo, solo aliviar los calambres. Así que si hubiera podido curarlo, no hubiera podido salvar a miles personas, pero no podía curarlo, así que Himller se hizo dependiente de los tratamientos de Kersten”, explica François Kersaudy (1948) autor de El médico de Himmler (Taurus). Este historiador ha profundizado en la relación entre el médico y el líder de las SS para determinar su determinante papel en la salvación de miles de vidas, un rol que apenas se conocía más allá de una novela -Manos milagrosas de Joseph Kessel- “en la que nos se podía diferenciar entre realidad y ficción”. 

En su ensayo Kersaudy determina que el fisioterapeuta finlandés, pero de origen alemán, fue clave para salvar miles de vidas al final de la guerra. Todo gracias a la influencia que ejerció sobre el mandatario del III Reich. “El hecho de que como fisioterapeuta no pudiera curar a Himmler sino sólo aliviarle, tuvo dos consecuencias: le hizo muchas concesiones y, como le consideraba su salvador, le hizo muchas confidencias. Con él, Himmler pensaba en voz alta, así que le decía cosas que no le hubiera dicho a nadie”.

Esta confianza facilitó que se convirtiera en espía. “Los filandeses necesitaban de un hombre que les pudiera decir lo que preparaban los nazis. Kersten contactó a la embajada finlandesa para salir de Alemania cuando empezó la guerra. Pero le dijeron que no, que se quedara alrededor de Himmler así que fue un agente obligado”, asegura el historiador y ex  profesor de las universidades de Oxford (Inglaterra) y de Sorbona (Francia).

Heinrich Himmer, un hombre débil

Gracias a esa cercanía del médico con el nazi se han conocido aspectos del poder del III Reich poco conocidos, especialmente en el caso del Reichsführer. En el libro de Kersaudy lo que se descubre es “la frivolidad del poder y, sobre todo, de Heinrich Himmler que vemos que era un hombre débil, algo que no se sabía. No sabemos mucho de los jefes del III Reich porque tenemos pocos documentos buenos de lo que decían y pensaban durante la guerra. Tenemos las charlas de sobremesa de Hitler que estaban registradas y se publicaron después de la guerra, tenemos los libros de Albert Speer -Memorias: Hitler y el Tercer Reich vistos desde dentro y Diario de Spandau- son buenos documentos, junto al diario de Goebbels. Pero nada más. Himmler era el más secreto de los siete gánsteres de este régimen, no hablaba con periodistas, no hablaba en público, no daba discursos, no recibía diplomáticos. así que la existencia de un hombre que pudo hablar con él durante la guerra es un tesoro”. 

El médico dejó escritos unos diarios que redactó después de la guerra que estaban escritos y publicados en finlandés y a los que los historiadores británicos y franceses no han prestado mucha atención, según Kersaudy. Con su cercanía a Himmler se confirma lo que se apreciaba en otros altos cargos nazis, “Eran terriblemente optimistas, hasta el final de la guerra pensaban que iban a vencer, vivían en una realidad paralela”, asegura el historiador.

"Vemos que Himmler era un hombre débil, algo que no se sabía. No sabemos mucho de los jefes del III Reich porque tenemos pocos documentos buenos de lo que decían y pensaban durante la guerra".
François Kersaudy

Masajes por vidas

En agosto de 1940 cambió la relación entre el fisioterapeuta y el Reichsführer. Además de pasar información a los finlandeses Kersten empezó a salvar vidas aprovechándose de la debilidad del nazi. “Un antiguo paciente le pidió que interviniera a favor de unos de sus empleados que estaba encarcelados por la gestapo. Kersten tenía con él una lista de cinco o seis personas que no sabía qué hacer con ella. Un día Himmler le llamó con sus terribles calambres y Himmler le comentó que pese a que sus servicios eran muy caros él los pagaba con gusto. Kersten tuvo el reflejo de contestar que sus honorarios eran la libertad de las personas de la lista. Himmer le dijo que no podía y él le contestó que entre amigos se pueden hacer muchas cosas. Y Himmer accedió”, relata Kersaudy.

La cosa fue a más y en los siguientes años el fisioterapeuta cambiaría sus servicios por la vida de 300 personas, calcula el historiador. Pero fue en 1945 cuando salvó a más personas. “En febrero del 45 Hitler dio la orden de volar los campos de concentración con los prisioneros y con guardas para eliminar rastro de lo que había causado. Los judíos de Estocolmo se enteraron y pidieron desesperados a Kersten que interviniera en el asunto. Himmler dijo que tenía que ejecutar las órdenes del Führer, pero Kersten le hizo chantaje: o lo hacía o no le daba más tratamientos. Sólo tardó ocho días en convencerle. Himmler accedió a no trasmitir la orden. En estos campos de concentración había 800.000 prisioneros, de los que 200.000 murieron ejecutados o por enfermedad. 300.000 trabajaban en centenares de pequeños campos y en abril de aquel año y no podían dinamitarlos a todos. La idea era hacerlo en los más importantes. Había treinta campos en los que en ese momento se calcula que había 350.000 o 400.000 personas. Estos son los que Kersten impidió que Himmler diera la orden de matar”. 

Según afirma el historiador se podría decir que los salvó dos veces porque previamente había convencido a Himmler de que no dejara de mandar comida a los campos, algo que también se plantearon, dejarlos morir de hambre.

Kersten fue propuesto siete veces para el Nobel de la Paz, Charles De Gaulle le otorgó la Legión de Honor, la máxima distinción de Francia. Kersten murió en Alemania de camino a recibirla en 1960.