Amanece en la explanada de las Navas de Tolosa, un mustio y seco territorio cercano a la actual provincia de Jaén. El emplazamiento no es moco de pavo: separa estratégicamente Andalucía de la Meseta castellana. Los que viajan al sur están hartos de verlo a la izquierda de la autovía, al lado de La Carolina. Pero estamos en 1212 y esto son los reinos cristianos del Califato almohade. Los norteafricanos llevan siglos en conflicto con los peninsulares por el control del territorio pero, en el cénit de la Reconquista, Al-Ándalus se reducía ya a la mitad sur de la península ibérica. Aun así, sus estrategias les conferían la hegemonía: tenían ventaja no solo numérica, sino también táctica. Fue entonces cuando Alfonso VIII de Castilla se dispuso a poner fin a su dominio. ¿El resultado? La batalla más importante de la Reconquista, aquella que dio, sorprendentemente, la victoria a los cristianos: la batalla de las Navas de Tolosa.
Pero ¿por qué tenía Alfonso VIII, un monarca justo pero iracundo, tanto interés en coronarse con una victoria frente al ejército almohade? La razón no era otra que la sed de venganza: el sentimiento de humillación tras la derrota de su ejército en la batalla de Alarcos en 1195. La fanfarronería del rey le había hecho confiar ciegamente en su caballería pesada, menospreciando la ligera pero ágil caballería musulmana.
Los norteafricanos fingieron huir, sabiendo que los cristianos los seguirían, sedientos de sangre. Dicho y hecho: las tropas de Alfonso VIII los persiguieron hasta una explanada en la que los almohades contaban con ventaja. Entonces comenzó la cacería. Tras su victoria, los almohades se adueñaron de las tierras controladas hasta entonces por la orden de Calatrava, asegurando su camino hacia Toledo. La conquista de esta ciudad sería su gran éxito, pero el califa estaba enfermo y regresó a Sevilla, no sin antes firmar una tregua de una década con Alfonso VIII. Prometieron no molestarse demasiado, pues ambos tenían sus propios problemas: los almohades afrontaban amenazas en el norte de África (y un califa al borde de la muerte, fallecería en 1199) y el rey de Castilla no terminaba de entenderse con los reinos de León y Navarra. Alfonso VIII vio en la tregua una oportunidad, y empezó a gestar su vendetta.
La venganza castellana
El rey aprovechó los años de paz para resolver las disputas con sus vecinos cristianos. Lo hizo a su manera, claro: Pidió perdón a León para asegurar el flanco oeste de su reino, y a Navarra prácticamente la conquistó. Ahora, con el apoyo de sus nuevos aliados (Pedro II de Aragón y Sancho VII de Navarra), el ambicioso Alfonso VIII pudo entregarse de lleno al desquite por Alarcos.
El trío tenía un nuevo enemigo: el recién instaurado califa almohade Muhammad al-Nasir, quien, para fortuna de los cristianos, parecía desinteresado en todo lo relativo a Al-Ándalus. Esto les permitió cosechar tímidas victorias, apenas perceptibles frente al dominio almohade, pero que anticipaban el éxito final. En ese contexto, el papa Inocencio III reclamó la unidad de los reinos cristianos peninsulares para combatir a los almohades, y colocó a Alfonso VIII al frente de todos ellos. Los planes de cruzada del papado y la colaboración militar de los cinco reinos hispánicos permitieron reunir un gran ejército cruzado. Solo quedaba provocar al enemigo islámico y prender la mecha de la guerra santa en al-Ándalus.
El año 1209 marcó el fin de la tregua cristiano-almohade. Alfonso VIII no tardó en actuar, atacando las tierras de Jaén y Baeza. Pedro II de Aragón se apoderó de varias poblaciones de la comarca, mientras que miembros de la orden de Calatrava marcharon sobre Andújar. Una vez más, la Península volvía a estar en guerra.
El califa, que hasta entonces se encontraba en Marrakech, decidió intervenir por fin en Al-Ándalus. La conquista almohade del castillo de Salvatierra en 1211 sirvió como detonante del conflicto. En los púlpitos de toda Europa se predicaba la cruzada que tendría lugar en 1212. El papa prometió la excomunión de todo aquel que pactara con los árabes, así como la remisión de los pecados a quienes participaran en la cruzada. La batalla que se avecinaba ya no era solo una cuestión política, sino de honor.
El triunfo de la ambición
Las tropas cristianas se dirigieron hacia Sierra Morena en busca de los almohades, pero la brutalidad con la que operaban los castellanos no terminó de convencer a los cruzados europeos, quienes renunciaron y abandonaron el ejército. Los reinos cristianos contaban ahora con unos 70.000 soldados; los musulmanes, con 120.000. Es cierto que los caballeros cristianos estaban mejor armados, especialmente en lo relativo al equipo defensivo de la caballería pesada (yelmos de metal, cotas de malla y escudos). Sus enemigos eran más austeros: escudos de madera, lanzas, espadas, cuchillos y, sobre todo, arcos, con los que frenar la carga cristiana.
Muhammad al-Nasir tenía claro que, pese a contar con superioridad numérica, el combate en campo abierto no era una opción. Esperaba imponerse del mismo modo que su predecesor en 1195: provocando la retirada de los cristianos y atacándolos por sorpresa. Pero Alfonso VIII ya conocía esa estrategia y forzó que el enfrentamiento tuviera lugar en las Navas de Tolosa. El monarca tenía sus razones: primero, al contar principalmente con armas de largo alcance, los musulmanes no tendrían la iniciativa ofensiva; segundo, la amplitud del campo beneficiaría al ejército de caballería pesada cristiano. Los cristianos, eso sí, no tenían margen de error. Era todo o nada. Pero el rey Alfonso tenía una confianza plena en sus movimientos y, por ende, en sus soldados.
Símbolo de la Reconquista
Al amanecer del lunes 16 de julio, los contendientes se encontraron frente a frente. Los cruzados formaron tres grandes columnas, cada una comandada desde la retaguardia por uno de los tres monarcas cristianos. Frente a ellos, los musulmanes disponían también de tres columnas de soldados para desordenar los envites de la caballería pesada. Pero los cristianos resistieron los ataques y lograron acercarse, haciendo ineficaces las armas musulmanas a corta distancia.
Los cristianos llevaron la iniciativa al comienzo de la batalla, pero no tardaron en desinflarse ante la superioridad numérica enemiga. Entonces, cuando todo parecía perdido, los tres reyes encabezaron a sus tropas en una última y desesperada carga. Ciegos de arrojo, rompieron las líneas enemigas y accedieron al campamento del califa, protegido por su fiel guardia de esclavos negros, encadenados entre sí para no huir, tal y como aparecen representados en el magnífico cuadro histórico de Marcediano Santa María.
El califa huyó y sus huestes no tuvieron dónde esconderse. Los cristianos les dieron caza sin piedad, hasta el punto de que, según escribió Alfonso VIII al papa Inocencio III, "matamos más durante la persecución que durante la batalla". El rey castellano se erigió en símbolo de la Reconquista. Su nombre sería coreado siglos después, hasta el final de esta en 1492. Los almohades, por su parte, se avergonzarían para siempre de su califa. Así lo explica el Rawd al-Qirtas, la crónica del siglo XIV que narra la historia de Marruecos y del Occidente islámico: "Al-Nasir seguía sentado sobre su escudo delante de su tienda, sin moverse de su sitio hasta que llegaron los cristianos junto a él. A su alrededor murieron más de diez mil de los que formaban su guardia. Entonces, un árabe, montado en una yegua, llegó a él y le dijo: '¿Hasta cuándo vas a seguir sentado, oh Príncipe de los Creyentes? Se ha realizado el juicio de Dios, se ha cumplido su voluntad y han perdido los musulmanes'".
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