El suelo se mantenía inerte, pero todos sabían que no tardaría en temblar. Soldados soviéticos esperaban bajo tierra, entre trincheras y cables, en las estepas cercanas a la ciudad rusa de Kursk. No era un verano caluroso, como en batallas pasadas, sino cargante: el aire, pesado, olía a hollín, a pólvora húmeda y a combustible quemado. El hedor espeso de la carne y el miedo. A lo lejos, escuchaban el murmullo lejano de motores alemanes. No sabían exactamente cuando, pero sabían que vendrían. Y estaban preparados para recibirlos.
Kursk no era sólo otro frente: era el último gran intento del ejército alemán por recuperar la iniciativa en el este, tras la catástrofe de Stalingrado. Hitler lo apostó todo a la Operación Ciudadela, una ofensiva masiva cuyo propósito era encerrar el saliente soviético como si de una tenaza se tratase y aplastarlo con miles de tanques —Panthers y Tigers recién salidos de fábrica, junto con los ya veteranos Panzer III y IV— y con el apoyo de la Luftwaffe, la fuerza aérea alemana. Pero lo que los alemanes no sabían es que los soviéticos los estaban esperando. Tenían un topo entre sus hombres, al que los soviéticos apodaron Lucy. Para cuando la tormenta de acero empezó, la URSS ya sabía dónde caería el primer trueno.
El hazmerreír alemán
Tras la derrota alemana en Stalingrado a principios de 1943, el frente oriental se había estabilizado, pero la situación para Alemania era crítica. Hitler se sentía el hazmerreír de Europa por haber perdido ante el Ejército Rojo, por lo que empezó a planear su venganza. Pretendía hacerse con el saliente de Kursk, situado a unos 640 kilómetros de Moscú y, así, tener el control definitivo sobre el frente oriental.
El plan alemán, diseñado por el general Erich von Manstein, era ambicioso: pretendían atacar de manera simultánea tanto el norte como el sur del saliente, concentrando gran parte de las divisiones Panzer y apostando por utilizar las últimas innovaciones en blindados y artillería con los que asegurar la rapidez y efectividad del avance. Sin embargo, su mayor baza era el factor sorpresa. Y, precisamente, eso fue lo que falló.
Los servicios de inteligencia soviéticos detectaron de manera temprana los preparativos alemanes, permitiéndoles organizar una defensa exhaustiva y en profundidad. Convirtieron la zona en un complejo sistema defensivo, cargado de fortificaciones camufladas, campos minados y múltiples líneas de trincheras. Así, cuando los alemanes llegaron, los soviéticos atacaron primero.
Una batalla blindada
La batalla empezó en julio de 1943, pero se alargó hasta bien entrado el mes de agosto. El inicio fue catastrófico para los alemanes: perdían una gran cantidad de hombres a cada hora que pasaba, pero no se dieron por vencidos. Fue una batalla de desgaste: el escenario era relativamente pequeño, pero los medios materiales eran abundantes, obligando a ambos bandos a desarrollar un nuevo tipo de combate que consistía en agotar al enemigo con todo lo que se tuviera a mano. Los soldados atacaban con cualquier cosa, pero el territorio ganado era ínfimo.
Los soviéticos, gracias a su sorpresa inicial, tenían la ventaja numérica (dos soldados y medio soviéticos frente a un alemán), pero la Alemania del führer contaba con grandes formaciones de blindados e infantería: los Panzer, los Tiger, los Panther, los Elefant y unos monstruosos panzerjäger. El Ejército Rojo contraatacó con el T-34, uno de los blindados más famosos del ejército soviético, pero ni con esas pudo ser rival para el potente Tiger alemán.
Se dice que la batalla de Kursk fue la batalla de blindados más grande de la historia. Algunas fuentes apuntan a casi 3.000 entre los dos ejércitos, mientras que otras hablan de 6.400. La munición centelleaba por el aire. Tras la batalla, un soldado soviético explicó: "Cuando un proyectil antiblindaje perforaba el tanque, el combustible o el aceite del motor se derramaba, y una cascada de chispas hacía que todo ardiera. Dios no permita que nadie tenga que presenciar a una persona herida retorciéndose mientras se quema viva".
Hitler puso fin a la batalla
Los soviéticos empezaron con buen pie, pero pronto empezaron a flaquear ante el inexorable avance alemán. Optaron por enterrar sus propios blindados bajo tierra, dejando únicamente al descubierto las torretas de los mismos, como si de cañones móviles se trataran, pero ni con esas pudieron detener a los nazis, apoyados ahora también por aire. A cada ataque soviético le seguían bajas superiores a las del enemigo. Entonces, cuando todo parecía darle la victoria a los alemanes, el propio Hitler decidió poner fin a la ofensiva en Kursk.
A 3.800 kilómetros de Kursk, los aliados habían dado comienzo a la Operación Husky. Es decir, la invasión de la isla de Sicilia. Hitler tenía que decidir, y tenía que hacerlo rápido: seguir apostando por el frente oriental o asegurar las costas italianas. El führer entendió que Sicilia tenía un valor estratégico más importante y, pese a haber provocado unas bajas considerables entre las líneas soviéticas y no haber perdido ningún tanque, obligó al II Cuerpo SS Panzer y a las divisiones de élite de las Waffen-SS dejar Kursk para tratar de impedir el desembarco aliado.
Así, el general soviético Kutozov lanzó la contraofensiva que daría la victoria a los soviéticos en Kursk. El enfrentamiento podría haberse saldado con un empate técnico puesto que, pese a haber sufrido un número de bajas elevado, el ejército soviético contaba con una potente industria con la que cubrir las pérdidas materiales y de una abundante población con la que proveer al ejército de más hombres; pero los alemanes dejaron la batalla a medias y, donde antes hubo una batalla, una grieta se abría: se propició la hegemonía soviética en el campo de batalla, lo que culminaría con la entrada del Ejército Rojo en Berlín el 20 de abril de 1945. El mundo se inclinaba hacia un nuevo destino.
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