Para ser agosto, el amanecer era frío sobre el mar de Barents, al norte de la costa septentrional de Rusia y al sur del círculo polar ártico. Eran las nueve de la mañana del 12 de agosto de 2000 cuando, a más de un centenar de metros de profundidad, Gennady Petrovich Lyachin, capitán del submarino nuclear Kursk, dio la orden de disparar dos torpedos. Se trataba de unas maniobras navales rutinarias: lo habían hecho la jornada anterior, lo harían ese día y, probablemente, lo repetirían al siguiente. Pero no fue así. A la orden le siguió un estruendo ahogado, una sacudida mecánica y, después, el más absoluto de los silencios. Uno de esos que te erizan la piel. En las horas y días siguientes, las aguas árticas se convertirían en la tumba de 118 tripulantes del sumergible; el Kremlin, en el epicentro de un huracán político que pondría a prueba al recién llegado Vladimir Putin.

El K-141 Kursk era un coloso de acero de 154 metros de eslora, tildado de "imposible de hundir". Cuando dos explosiones internas lo enviaron al fondo del mar, barcos que se encontraban tan lejos como en Alaska las registraron en sus sismógrafos. Tras un accidente de tal magnitud, el Gobierno ruso no tardó en confirmar el fallecimiento de la tripulación al completo, pero una nota hallada en el bolsillo del cuerpo de uno de los tenientes reveló una verdad todavía más dolorosa: 23 marineros habían sobrevivido a la catástrofe, aguardando en la oscuridad de las aguas heladas del Ártico una ayuda que nunca llegó. La marina rusa se había demorado seis horas en iniciar la búsqueda del submarino. Seis horas clave para los desamparados supervivientes, que terminaron por fallecer en su larga espera.

Un submarino para recuperar la gloria perdida

La Unión Soviética había dejado de existir oficialmente nueve años antes, y Rusia tenía que demostrar al mundo que seguía en el mapa geopolítico. Elevó al submarino Kursk, bautizado así en honor de la famosa batalla en la que el Ejército Rojo derrotó a la Alemania nazi durante la II Guerra Mundial, a la categoría de símbolo nacional, y calificándolo de "indestructible" debido a su doble casco, que lo haría capaz de llegar a la superficie en caso de impacto por torpedo.

Así, con la idea de mostrar que el heredero del extinto Ejército Rojo no habían perdido su brillo, Rusia decidió organizar, en agosto de 2000, la serie de ejercicios navales más grande desde la caída de la Unión Soviética en 1991. El enclave sería el mar de Barents, y participarían varios submarinos y demás embarcaciones militares rusas, pero la gloria máxima sería para el Kursk.

El primer día de ejercicios, el 11 de agosto de 2000, todo salió bien: el submarino lanzó de manera exitosa varios misiles de salva y logró demostrar que el ejército ruso contaba con la mejor tecnología para este tipo de disparos bajo el agua. Entonces, hubo que repetir el ejercicio al día siguiente: las consecuencias no fueron tan positivas.

El hundimiento del 'inhundible'

Lo cierto es que los dos proyectiles que se había ordenado disparar ni siquiera llegaron a lanzarse. Una fuga de peróxido de hidrógeno en un misil defectuoso causó un incendio en la sala de torpedos. Fue este el que causó las dos explosiones, que serían registradas por sensores sísmicos instalados en Noruega y Estados Unidos.

La primera explosión causó serios daños en el puente de mando, haciendo perder el control del submarino y, por ello, el "imposible de hundir" empezó, sorprendentemente, a hundirse. Dos minutos y quince segundos después, una segunda explosión destrozó la carcasa del submarino, lo que aceleró el hundimiento.

Todo parecía perdido para la tripulación. La marina rusa se demoró seis horas en iniciar la búsqueda, otras 16 en localizar el submarino y cuatro días completos en acoplarse a la escotilla de emergencia del sumergible. El Gobierno ruso manipuló la información: aseguró que se había establecido comunicación con la nave y que la operación de rescate estaba en marcha, rechazando la ayuda de gobiernos extranjeros. Para el quinto día, a Putin no le quedó otra que admitir su mentira y autorizar a la marina para aceptar las ofertas de asistencia británica y noruega. Una semana después del hundimiento, los buzos noruegos abrieron, por fin, la escotilla. No había supervivientes, pero la nota hallada en el bolsillo de uno de uno de los tripulantes evidenció que 23 de los fallecidos habían sobrevivido en primera instancia.

Kursk, 25 años después

Se encontró en el uniforme del teniente Kolesnikov. El papel decía así: "Toda la tripulación de los compartimientos sexto, séptimo y octavo pasó al noveno. Aquí hay 23 personas. Tomamos la decisión debido al accidente. Ninguno de nosotros puede llegar a la superficie. Escribo esto con la visión totalmente nublada". En tierra, Moscú afirmaba que ningún tripulante había sobrevivido al accidente.

Las horas pasaban y nadie llegaba para salvarlos. De acuerdo con la investigación oficial, los marineros intentaron buscar oxígeno, reemplazando un cartucho de oxígeno químico de superóxido de potasio volátil que, cuando se puso en contacto con el agua del mar y con el aceite filtrado en el compartimento, provocó una tercera explosión que consumió el oxígeno restante. Los supervivientes fallecieron en el acto.

Los cuerpos de 115 tripulantes fueron rescatados un año después, pero ya era tarde: la marina rusa había mentido y, peor aún, se había demostrado lo mal preparado que estaba para afrontar una situación de tal magnitud. El hermetismo ruso fue criticado. En septiembre de 2000, Putin respondió lacónico y con una siniestra media sonrisa cuando el periodista Larry King le preguntó durante una entrevista para la CNN por lo que había sucedido con el Kursk: "Se hundió". Pero lo cierto es que en 2001 fue el propio Kremlin el que publicó una investigación concluyente sobre lo ocurrido, que revelaba "flagrantes infracciones disciplinarias, equipos de mala calidad, obsoletos y mal mantenidos", así como "negligencia, incompetencia y mala administración" por parte de los responsables del submarino.

Sin embargo, ninguna persona fue a prisión, y Rusia no lo olvida: 25 años después, familias de las víctimas siguen recordando a sus allegados. El profesor del Centro de Estudios Rusos y de Eurasia de la Universidad de Harvard, Mark Kramer, aseguró a la BBC que el "sepulcro" de la tragedia en los medios rusos "no significa que las principales víctimas, los familiares de los militares que fallecieron a bordo, hayan olvidado lo que pasó ese día".