El hombre huye, refugiándose en la oscuridad del frondoso bosque. Ha logrado dar esquinazo a aquellos que lo persiguen —un sabueso mecánico y un equipo de bomberos— por haber cometido el mayor de los crímenes de la sociedad en la que vive: leer un libro. Montag, el protagonista de Fahrenheit 451, la novela más conocida del escritor estadounidense Ray Bradbury, ha desafiado a su propia estirpe al leer (y esconder) esa arma poderosa que despierta el pensamiento crítico en aquellos que se aventuran entre sus páginas. El libro es disidente. El libro es el enemigo. Es entonces cuando Montag se da de bruces con la esperanza: un grupo de parias que viven apartados de la nación y engullen las grandes obras de la literatura universal, memorizándolas para, cuando llegue el momento, poder usar su salvavidas.

Las tres grandes distopías del siglo XX (1984, Un mundo feliz y la ya mencionada Fahrenheit 451) encumbran el libro como arma política y simbólica. Las palabras serán las chispas con las que originar el incendio que arrasará con toda represión, y por ello son un peligro. Dentro y fuera de la ficción.

En 1995, la Unesco estableció el 23 de abril como Día del Libro y del Derecho de Autor a escala mundial. La fecha no es caprichosa: se dice que las dos máximas representaciones de la literatura universal, William Shakespeare y Miguel de Cervantes, fallecieron tal día como hoy en 1616 (aunque parece que en realidad ni uno ni otro murieron el 23 de abril; todo se puede resumir en una confusión de calendarios entre el gregoriano y el juliano). Sin embargo, ahí queda la efemérides, con la que la Unesco promueve "la igualdad de acceso al conocimiento" y se une a todos aquellos autores que han reivindicado el libro como la más poderosa herramienta de emancipación y disidencia. Por ello, siempre ha sido perseguido por aquellos que han tratado de atajar la libertad de pensamiento.

Una biblioteca clandestina para hacer frente a Hitler

Hitler ascendió al poder en enero de 1933. Apenas unos meses más tarde, el 10 de mayo de ese mismo año, ocurriría la conocida quema de libros por parte de los nazis, que abogaban por controlar todos los ámbitos de la vida privada de los alemanes incluida, como no, la cultura. Una pila de libros. En sus portadas se dejaban leer nombres como los de Karl Marx, Sigmund Freud o Carl von Ossietzky, entre otros. Eran autores que representaban la "decadencia moral" que pretendía atajar el recién instaurado régimen nazi. Una débil llama rápidamente hace reacción ante el flamígero papel. Pequeñas volutas anaranjadas ondean por el aire. Multitud de niños y adolescentes arrojan libros a la feroz hoguera. El poeta Heinrich Heine, cuyas obras también ardieron en dicho evento, ya lo había presagiado años antes: "Donde se queman libros, al final también se acaba quemando gente".

Un año después un grupo de intelectuales alemanes exiliados inauguraron en París la Deutsche Freiheitbibliothek, la Biblioteca Alemana de la Libertad, con la que resguardar simbólicamente todos aquellos libros prohibidos durante el Tercer Reich. El espíritu alemán ardía en Alemania para renacer en Francia. Afiliada al Archivo Internacional Antifascista, la Biblioteca soñaba con poder trasladarse a Berlín cuando terminase la represión nacionalsocialista y, sin embargo, la ocupación nazi en Francia erradicó todo rescoldo de aquel sueño sembrado en un estudio de los Campos Elíseos. A pesar de ello, jamás pudieron cercenar la presencia que la Biblioteca Alemana de la Libertad tuvo durante la Exposición Mundial de 1937 celebrada en París y que, además de exponer por primera vez el Guernica de Picasso, acogió El libro alemán en París 1837-1937, una reivindicativa exposición que denunciaba la opresión nazi.

La biblioteca clandestina de Siria

Lo de las bibliotecas clandestinas no es cosa del pasado. En 2015, la periodista francesa Delphine Minoui se topó con una imagen mientras investigaba la última actualidad informativa de la guerra civil en Siria. Habituada a imágenes desalentadoras en las que la destrucción era la protagonista, la periodista dio con una fotografía tomada en Daraya, una localidad al sudoeste de Damasco contraria al régimen de Bashar al-Ásad y publicada por Humans of Syria, un colectivo de fotógrafos del país, que mostraba a un joven de 23 años leyendo en una sencilla pero tranquila sala de lectura repleta de libros. El pie de foto fue lo que realmente asombró a Minoui: "Biblioteca secreta de Daraya".

Desde su casa en Estambul, la periodista rápidamente llamó a este grupo de jóvenes y voluntarios que habían saqueado casas destruidas por la barbarie con el objetivo de rescatar sus libros. "Se enfrentaban a bombardeos, sufrimiento, destrucción... Pero mantenían un ideal: querían construir algo, no destruirlo", recuerda Minoui en un programa de radio australiano. Trasladaron los libros rescatados al sótano de una casa vacía y lo convirtieron en una biblioteca. Ahí dentro, el horror de la guerra pasaba a un segundo plano, y el orden y la literatura se imponían como férreos ideales disidentes, pero también "servían como refugio".

La biblioteca mantenía las reglas de préstamos y devoluciones de cualquier otra biblioteca. "En medio de este caos, en medio de la guerra, donde se pierden amigos u otros resultan heridos, intentaban mantener una rutina y seguir siendo humanos", alega Minoui. Antes de la guerra, este grupo opositor solía "odiar la lectura". "Abrían un libro y en la primera página aparecía la imagen de Háfez al-Ásad, el padre, y Bashar al-Ásad, el hijo. Para ellos, un libro era lo mismo que una ideología: una censura".

Entonces, la guerra estalló y los libros se convirtieron en una ventana a un mundo inaccesible. Libros como Los miserables, de Victor Hugo, o El Alquimista, de Paulo Coelho, les permitieron viajar a otras realidades. Pero la represión es grande y en 2016, cuando las fuerzas gubernamentales avanzaron sobre Daraya y saquearon el sótano literario, el grupo de amigos se vio obligado a abandonar tanto la biblioteca como su ciudad, con poco más que una bolsita pequeña en la que guardar sus pertenencias. La mayoría decidió meter un libro.

Índices de ayer y hoy, de la Inquisición a EEUU

Estas bibliotecas nacen de la represión. Cuando en el siglo XVI la Inquisición Española instauró el Index librorum prohibitorum, el Índice de libros prohibidos, con el que perseguir y eliminar aquellos libros catalogados como inmorales o perniciosos, empezó una verdadera caza de brujas contra las palabras. El Index contó con más de 40 ediciones, la última de 1948. Fue el papa Pablo VI quien suprimió esta práctica en 1966, pero la realidad era ineludible: a lo largo de la historia, siempre han existido libros que no contentan al poder.

En noviembre del año pasado, la organización sin ánimo de lucro PEN America, cuyo objetivo es concienciar sobre la proyección de la libertad de expresión en Estados Unidos y en todo el mundo a través de la literatura, publicó el listado completo de libros prohibidos durante el curso escolar 2023-2024 en el llamado "país de la libertad". Un total de 10.046 libros individuales entre los que se encuentran autoras populares como Margaret Atwood o Sally Rooney, pero también algunos clásicos como Oscar Wilde o Federico García Lorca; y que, en su mayoría, tratan testimonios reales de violencia sexual y narrativas LGBTQ+ o antirracistas. Por su parte, la ALA (Asociación Estadounidense de Bibliotecas) denunció que, en 2023, la censura en bibliotecas públicas aumentó un 92% respecto al año anterior.

La censura comunista vigente en China

Por su parte, China, el gran enemigo del país de Donald Trump, también cuenta con su propia lista de libros purgados de las librerías públicas, que ha cobrado una mayor importancia tras la ley de seguridad nacional promulgada en Pekín en 2020. Censores chinos revisan todos los días libros antes de que estos se publiquen, asegurándose de que cumplen con las normas establecidas en dicha ley que, entre otras, condena la insurrección con cadena perpetua.

Sin embargo, durante la Unión Soviética, una corriente detractora sorteó la censura bajo el llamado samizdat (literalmente "publicado por uno mismo"), un método de publicación clandestino que buscaba eludir la censura comunista, que estampaba en cada libro publicado el sello gosizdat ("publicado por el Estado"). La samizdat publicó textos religiosos y políticos, pero también novelas universales, como El maestro y Margarita, de Mijaíl Bulgákov o Lolita, de Vladimir Nabokov. En la actualidad, pese a Rusia ser un Estado propio alejado de la URSS, esta práctica sigue vigente como símbolo de resistencia intelectual y social, aunque ha disminuido con la llegada de internet y la facilidad de acceso a la información.

Si algo ha demostrado el libro es que siempre superará la barrera del tiempo. Frente a los totalitarismos, siempre existirán pequeños anaqueles literarios en los que conservar historias que hablan de todos nosotros. Como dijo Umberto Eco, el libro pertenece a la misma categoría que la cuchara, el martillo, la rueda o las tijeras: "Una vez inventado, no se puede hacer nada mejor".