La noche del 31 de agosto de 1936, Ortega y Gasset huía de España. Lo hacía enfermo, decepcionado por el fracaso de la Segunda República. Atrás quedaban las aulas de Madrid, el bullicio de la política y una guerra que convertía cada palabra en un arma. El filósofo se llevó consigo el peso de una generación rota, y la incertidumbre de no saber si algún día volvería a pisar las calles en las que había pensado su famosa "circunstancia". Fueron nueve años de exilio. Primero en París, luego en Argentina y, por último, en Lisboa. A cada una de ellas llegó como un huésped ilustre y, al mismo tiempo, como un desterrado sin tierra firme. Fueron años de errancia y de espera. Todo ese tiempo preparó, a su manera, su vuelta a España.
El 26 de agosto de 1945 regresó a Madrid. Lo hacía entre negociaciones y concesiones, marcadas por las severas condiciones que el régimen franquista impuso a su retorno. Se cuenta que, en los Consejos de Ministros, Franco alegó que de volver Ortega y Gasset y no cumplir con las órdenes impuestas, "aparecerá cualquier día en una cuneta". Pese a ello, Ortega empezó a tramar junto a su discípulo, Julián Marías, un espacio propio desde el que pensar y enseñar en medio del erial cultural de la posguerra.
El exilio del "maestro"
José Ortega y Gasset (1883-1955) empezó 1936 con el prestigio de la Revista de Occidente a sus espaldas y la experiencia —ambivalente— de la Segunda República: había impulsado (junto a Gregorio Marañón y Ramón Pérez de Ayala) la Agrupación al Servicio de la República (ASR), un movimiento político creado con la intención de "movilizar a todos los españoles de oficio intelectual a formar un copioso contingente de propagandistas y defensores de la República española", pero muy pronto tomó distancia con su célebre discurso Rectificación de la República. El estallido de la Guerra Civil lo encuentra enfermo en Madrid, pero el pasado no perdona, y Ortega y Gasset se había convertido en uno de los mayores enemigos del bando sublevado.
Huyó a finales de agosto de ese mismo año, rumbo a Francia. En París encontró una estación de paso más que una residencia: la capital hervía bajo el miedo y la incertidumbre, y Ortega, convaleciente, no tenía allí una cátedra que lo anclara. De Francia dio un salto breve a los Países Bajos, donde en 1938 pudo retomar el contacto con la vida académica en forma de conferencias. Aquel circuito neerlandés fue, sobre todo, una balsa temporal antes de embarcarse en un exilio más largo lejos de una Europa que, por aquel entonces, ya entraba en guerra.
El gran paréntesis de su exilio se abre en Buenos Aires, donde residió hasta 1942. Allí lo esperaba una constelación de apoyos tejida desde los años 20: la Institución Cultural Española, las tribunas que escribía para La Nación y los salones de Amigos del Arte pero, sobre todo, su salvavidas fue su (exigente) amistad con la escritora Victoria Ocampo, que lo leía discutía. Hubo entusiasmos y fricciones, así como negocios editoriales truncos, pero el clima rioplatense le dio al "maestro" ingresos para seguir funcionando a kilómetros de Madrid.
Cuando el frente europeo y la deriva de la Segunda Guerra Mundial volvieron incierta la vida en América, Ortega eligió el amparo discreto de Lisboa. Portugal, neutral en 1942, le ofreció una vecindad con España sin las servidumbres de volver del todo. Fijó allí su casa y su ritmo: la correspondencia con sus amigos era más sencilla, del mismo modo que lo eran las visitas de estos, que le contaban crónicas de una España sumida ya en el régimen franquista. Entonces, el apátrida empezó a negociar la posibilidad de volver a pisar su hogar.
El regreso a España
Las crónicas sitúan la vuelta de Ortega a España el 26 de agosto de 1945, pero no fue directo a Madrid, sino que pasó las últimas semanas del verano en Zumaia (País Vasco) antes de instalarse de nuevo en la capital, en el 28 de la calle Monte Esquinza, donde fallecería diez años después. La escena pública le esperaba con recelo: para buena parte del exilio republicano, su retorno a la España de Franco era una dejadez de principios; en la ciudad, en cambio, el nombre de Ortega y Gasset florecía como una promesa por cumplir.
Pero su regreso no fue un simple "volver a casa", sino un acomodo pactado: se vio obligado a estar "apartado de toda actividad oficial", sin recuperación de su cátedra en la Universidad Central y sin tribuna institucional. Su presencia quedaba tolerada, pero su magisterio seguía encauzado por vías privadas. Al filósofo se le permitió escribir e incluso llegó a dar algún que otro curso en espacios acotados, pero todo aquello que decía o hacía se encontraba sometido a una censura y una vigilancia casi extrema que estimuló campañas de descrédito por parte de los sectores más conservadores.
El salvavidas de la literatura
Así, en este marco de insuficiencia, aparece un nombre decisivo: el de su discípulo, Julián Marías. Marías fue el puente entre el maestro y una generación de lectores nuevos: organizó, negoció y amortiguó la literatura de Ortega. De su mano —y, a menudo, de su nombre— se levantó en 1948 el Instituto de Humanidades, un refugio civil para la palabra filosófica en una ciudad sin aulas abiertas para el autor. Bajo su rótulo, Ortega impartió dos cursos que le pusieron nuevamente en contacto con la sociedad española, exponiendo su idea de lo social, una “cuasi naturaleza” que conforma buena parte de la vida del hombre y que va más allá de lo individual y de lo interindividual. Marías, por su parte, dirigía, programaba y, cuando hacía falta, hacía de escudo para la institución.
El Instituto, sin embargo, apenas sobrevivió dos cursos. Había sido un éxito de asistencia, pero también un motivo de irritación para aquellos que querían callar al filósofo del novecentismo, por lo que se clausuró en 1950. El mensaje estaba claro: la presencia intelectual en la España de la posguerra solo podía ser intermitente y civil.
Así, cuando José Ortega y Gasset falleció en octubre de 1955, Madrid sufrió un renacer. El antiguo exiliado era ahora un mártir; un faro que, aun desde su destierro, había iluminado los caminos de pensamiento de toda una generación. Sus libros, clandestinos, circulaban a escondidas entre los pasillos de las aulas en las que antaño había dado cátedra. Murió como vivió: de pie, sobre el filo de la circunstancia. Sus últimos años había tratado de ser erradicado, pero dejó un legado que jamás nadie podrá enterrar: la certeza de que incluso en los terrenos más áridos, la filosofía puede florecer y transformar.
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