En un momento como este en el que vivir es un arte y además lleno de matices, es necesario ser capaz de tener algo que parece que ha caído en el desuso pero no por no ser imprescindible: la elegancia.

No soy especialmente pejiguero con lo relacionado con las formas, ni creo que me pierda en detalles en lo que al trato se refiere, pero tengo muy claro que el respeto es algo que traspasa a las palabras. Muy crudas las que se dedican nuestros representantes públicos, pero no menos salvajes son las que nos lanzan a veces desde la cola del supermercado.

Por eso, y en medio de un salvajismo creciente, me veo en la consciente necesidad de compartir una canción que con gusto añado a la lista de los temas que acompañan, una a una, la actualidad. Si fuéramos elegantes, o simplemente “supiéramos estar”, otro gallo nos cantaría. Véase el ejemplo de un artista que supo encontrar el summum en estética y consiguió impactar desde los 70 con figuras estilizadas, ritmos suaves cargados de emotividad, un flequillo que ahora daría el pego como ultramoderno y mucho más.

Su nombre es Bryan Ferry, y era hijo de Fred, el que ataba los caballos para tirar de los hombres al sacarlos del agujero de una mina en Durham. Tanto hollín y un trabajo de niño como “paperboy” vendiendo periódicos en la calle hicieron que aquel pequeño pasara el tiempo entre chelín y chelín recibiendo el inmenso impacto visual de unas fotos que formaron parte de aquello que deseaba ya de adolescente.

Y lo consiguió. Estudiando Bellas Artes monta grupo, se pasa a la música y un anuncio en 1970 le trae a varios músicos, que incluían a un pesado llamado Brian Eno, con los que desea emular el encanto del Roxy.

Así nace la banda que creó Avalon, Same Old Scene, More Than This y muchas otras canciones que despiertan un leve “Ah, sí” en muchos que las escuchan. Pero para favorecer el reconocimiento de aquellos que no disfrutaron nunca de bajarse hasta el subsuelo de los ritmos oscuros de los 80, llevaré al lector hasta una banda sonora que forma parte de los sueños adolescente de millones de “ya-no-tan-jóvenes”.

Slave To Love es un canto a la obsesión, al amor que no es tal, a las relaciones tóxicas que nacen en el seno de una dependencia, al necesitar más que a dar, a tantas escenas que hemos vivido que nos resulta imposible ponerles carne (buena) y hueso en un Mickey Rourke fantástico y a una de los mujeres que supo convertirse en símbolo de las más exuberantes escenas de varias décadas de cine: Kim Basinger.

Ahora que los encuentros fortuitos y las relaciones no sentimentales no pasan por un buen momento pandémico, qué bello es poder recurrir a uno de los grandes clásicos con fecha de caducidad: nueve semanas y media. El tiempo que puede llevar vivir una obsesión como la que arrastra a nuestros protagonistas por túneles de pasión que no parecen acabar.

Dejemos que los aviones privados, la luz azimutal medida, las hombreras y las sombras translúcidas nos trasladen a un mundo totalmente hipotético y ochentero con la música siempre elegante de un ser excepcional como Brian Ferry y la magnífica influencia de varios entonces amigos como Phil Manzanera (Héroes del Silencio) entre otros.

Aquel niño que vendía periódicos se acabó vistiendo de sofisticación para acabar casándose con toda una Jerry Hall, exponiendo obras de arte en la Tate Gallery y siendo inspirador reconocido sus inspirados como Duran Duran o hasta el gran duque Bowie.

En esa elegancia en la que el insulto es imposible me gusta hacer excursiones, ahora que la actualidad es agresiva y mortal. Hagámoslo todo, incluso nuestro día a día a ritmo de todo un Ferry que declaró sin tapujos sentirse esclavo de un amor al que le llama así por referirse a otras muchas cosas de las que parece que tardaremos en disfrutar. Al menos algunos. Otros, no lo sé.