El concierto de Patti Smith este miércoles en el Teatro Real es también una invocación. Cincuenta años después de Horses (1975), la artista regresa al escenario con parte de su banda original para celebrar aquel debut que convirtió la poesía en electricidad y el rock en una forma de resistencia. Entradas agotadas para escuchar, medio siglo después, a la mujer que abrió un álbum con una blasfemia y la convirtió en oración: "Jesus died for somebody's sins, but not mine" –"Jesucristo murió por los pecados de alguien, pero no por los míos"–.
A los 78 años, Smith mantiene la mezcla de fuerza y vulnerabilidad que la hizo única. En redes escribe como quien aún recita en el St. Mark’s Church, la histórica iglesia de Manhattan que fue el epicentro de la cultura underground en los 60. En los conciertos, la voz se ha vuelto más áspera pero también más sabia. La acompañan Lenny Kaye y Jay Dee Daugherty –guitarra y batería de la formación original– junto a Tony Shanahan y su hijo Jackson Smith. Una alineación que ha recorrido más de treinta escenarios entre Europa y Estados Unidos interpretando Horses íntegro, como si el disco no hubiera envejecido, solo cambiado de cuerpo. Madrid, adonde llega desde Dublín, forma parte de una gira especial que concluirá en noviembre con varias fechas estadounidenses y que coincide con la publicación de la reedición conmemorativa, Horses: 50th Anniversary Edition, editada por Sony/Arista.
El origen de una rebelión poética
En el otoño de 1975, Smith y su banda se encerraron en los Electric Lady Studios de Nueva York, el santuario de Jimi Hendrix. Con producción de John Cale, el grupo –entonces formado por Kaye, Daugherty, Ivan Kral y Richard Sohl– trabajó durante semanas entre tensiones y improvisaciones y con un fervor casi religioso. El resultado fue un álbum que unió el frenesí del primer punk con el lirismo de la generación beat, una liturgia de guitarras y versos que abría nuevas rutas entre la poesía y el ruido.
La historia de Horses es también la historia de una búsqueda. Patti Smith había llegado a Nueva York en los años 60 sin dinero, pero con un hambre literaria insaciable. Trabajó en librerías como Scribner’s y Strand, donde