No caigamos en la trampa de debatir a garrotazos. Los padres que viajan siempre, y mucho, con niños no lo hacen por ser guays. Ni los padres que viajan poco, o nunca, son aburridos. Es una cuestión de gustos y de inquietudes. O de pasiones. Porque viajar puede ser tan pasional como subir montañas, pintar lienzos o flipar hasta con los partidos amistosos de tu equipo.

Cuando viajar es una forma de vida, cuando tus genes tienen forma de mochila, la paternidad no se convierte en un obstáculo para seguir trotando. Todo lo contrario, los hijos actúan como revulsivo para recorrer el mundo de otra manera. Cuando uno viaja sin niños, el margen para hacer locuras (en el buen sentido) es casi infinito y la libertad inmensa. Los recorridos se trazan sobre la marcha. Se puede llegar a una ciudad a miles de kilómetros de tu casa sin tener reservado el hotel y otear habitaciones hasta encontrar la que más mola (o la que te puedes permitir). Se puede cambiar el rumbo previsto sólo porque un paisano te ha recomendado un destino que no viene en la guía. Eso sí que es hacer camino al andar.

No se viaja para coleccionar recuerdos como si fueran postales. Si fuera así, no llevaríamos a los pequeños al zoo

Salvo que los padres sean demasiado inconscientes, el viaje cambia si van niños a bordo. Para bien. Viajar en familia obliga a ser más selectivo con los destinos: que sean más seguros, que no planteen riesgos para la salud, que no exijan un excesivo desgaste físico. Llevarse a los niños también requiere planificar más, asegurarse una cama donde dormir –qué menos-, elegir bien dónde se come, mostrar la máxima serenidad ante los imprevistos y tener paciencia, infinita paciencia, para aguantar los momentos valle del viaje. O sea, cuando tu hijo se pone pesado, porque todos, grandes y pequeños, tenemos derecho a un instante de mal humor.

A cambio se obtiene una recompensa impagable. ¿Que los niños pequeños no van a recordar el momento en que se bañaron junto a una tortuga gigante cuando cae el sol en Malasia? ¿O lo que se siente al tocar el cielo desde el mirador del Empire State Building? ¿O el traqueteo de un tuc-tuc al cruzar las calles atestadas de Bangkok? Por supuesto que no, ni falta que hace. Porque la felicidad que genera ese instante, la explosión de endorfinas, queda grabada a fuego en el subconsciente e impregna para siempre el carácter. Porque no se viaja para coleccionar recuerdos como si fueran postales. Si fuera así, no llevaríamos a los pequeños al zoo ni subiríamos con ellos a una montaña rusa infantil.

El presente es demasiado bonito y fugaz como para desaprovecharlo tirado a solas en una tumbona

Que su memoria no tenga capacidad para albergar tantos recuerdos, que la energía inagotable de un niño impida dormir la siesta en la piscina, que la impaciencia de los críos te chafe una sobremesa larga en el restaurante del hotel, no deben servir de excusa para reafirmarse en lo absurdo que es viajar con tus hijos. Tampoco de coartada para posponer un gran viaje juntos hasta la fecha en que se hagan mayores. Porque el futuro no está garantizado. Y el presente es demasiado bonito y fugaz como para desaprovecharlo tirado a solas en una tumbona.